El estudiante se fue al cuarto del dueño y yo me quedé en la antecámara haciéndoles preguntas al viejo y a la mujer. Él era obrero impresor, sin trabajo por el momento, y la mujer esposa de un cocinero.
Pasé a la tercera pieza y le pregunté a la mujer de la blusa acerca del hombre dormido. Ella me dijo que era un huésped.
A mi pregunta: —Y vos ¿quién sois? me contestó que era una aldeana del gobierno de Moscou.
—¿Cuál es vuestra profesión?
Se echó a reír y me contestó: —Me paso el tiempo en la cama.
No comprendí el sentido de aquella respuesta y le pregunté de nuevo: —¿Cuáles son vuestros recursos?
Pero se contentó con reír sin responderme.
En la cuarta pieza, en la que aún no habíamos estado, reían varias mujeres. El aldeano, que hacia allí de jefe, salió de su cuartito y se acercó a nosotros: había oído probablemente mis preguntas y las respuestas de la mujer. La miró con serenidad y me dijo: —Es una prostituta, —y me lo dijo como encantado de haber usado correctamente de aquella frase en el lenguaje de los funcionarios.
Dicho esto al mismo tiempo que se dibujaba en sus labios una sonrisa respetuosa, se dirigió a la mujer.
El rostro de ésta cambió al punto.
Le habló brusca y apresuradamente, sin mirarla, como se le habla a un perro, y le dijo: —¿Por qué hablas sin reflexionar? «¡Me paso el tiempo en la cama!»... Pues bien: si te pasas el tiempo en ella, di lo que debes decir: «Soy prostituta». ¡No sabe aún lo que es!
Aquel tono me molestó.
—No tenemos derecho para avergonzarla, —dije. —Si todos viviésemos como Dios manda, no habría prostitutas.
—Sí eso es verdad,—dijo el dueño con sonrisa forzada.
—No debemos dirigirles censuras, sino compadecerlas. ¿Son, en realidad, culpables?
Yo no recuerdo bien en qué términos lo dije: recuerdo únicamente que me sublevó el tono despreciativo de aquel hombre, dueño de un local lleno de mujeres de tal clase.
Compadecí a aquella criatura y expresé mi indignación.
No bien hube dicho aquello, cuando crujieron las tablas de las camas en la habitación en que yo había oído las risas y por encima del tabique, que no llegaba al techo ni 32
mucho menos, asomó una cabeza con el pelo enmarañado, con los ojos pequeños é hinchados y con la tez ajada, y luego apareció otra, y hasta una tercera.
Era probable que aquellas mujeres se hablan puesto de pie en sus camas: las tres alargaron el cuello y nos miraron silenciosamente, con atención sostenida y conteniendo el aliento.
El silencio se hizo embarazoso.
El estudiante, que un momento antes sonreía, se puso serio; el dueño se turbó y bajó los ojos; las mujeres seguían sin respirar, se fijaban en mí y esperaban.
Yo estaba más confuso aún que todos ellos: jamás hubiera creído que una palabra, dicha fortuitamente, causara tanto efecto.
Así fue como el campo de muerte de Ezequiel, cubierto de osamentas, tembló al contacto del Espíritu, y como los muertos se estremecieron.
Pronuncié, sin reflexionar, la palabra de amor y lástima, y aquella palabra hizo tal impresión en todos, que parecía ser lo suficiente oírla para dejar de ser cadáver y reanimarse con nueva vida.
Todos me miraban esperando que pronunciase las palabras y realizase los actos, en virtud de los cuales pudieran juntarse aquellos huesos, cubrirse de carne, y reanimarse a la vida.
Pero comprendía yo que me faltaban las palabras y las acciones que debían seguir a aquéllas con que había empezado: comprendí, en mi interior, que mentía; que yo era como ellos; que nada tenía ya que decir, y empecé a consignar en las hojas los nombres y las profesiones de todos los que habitaban en aquel departamento.
Aquel hecho me indujo a un nuevo error y me inspiró la idea de que se podía socorrer a aquellos desgraciados.
Mi presunción me presentaba aquello como cosa fácil de realizar. Yo me decía: «Inscribamos también a estas mujeres y después nos ocuparemos en ellas», y no me daba clara cuenta de lo que significaba aquel nos .
Imaginaba que los mismos que habían reducido y reducían a las mujeres a aquel estado durante muchas generaciones, podían reparar algún día el mal causado.
Y, sin embargo, para comprender toda la locura de semejante suposición, me hubiera bastado recordar la conversación que sostuve con la prostituta que mecía la cuna del niño junto a la cama de su madre enferma.
Cuando vimos a aquella mujer con el niño, creímos que éste fuera hijo suyo. A nuestra pregunta: «¿Quién sois?» nos respondió francamente... lo que era. No dijo prostituta;únicamente el dueño del local empleó tan dura palabra.
Como suponía que el niño era suyo, se me ocurrió la idea de cambiar su posición, y al efecto le pregunté: —¿Es vuestro ese niño?
—No: es de la enferma.
—¿Por qué, pues, lo estáis meciendo?
—Porque ella me lo ha rogado... y se muere.
Aunque mi suposición había resultado falsa, seguí hablándole en el mismo sentido, y empecé a preguntarle qué era antes, y cómo había descendido a tal estado.
Me contó sencillamente su historia: Había nacido en Moscou; era hija de un obrero de fábrica; quedó huérfana y la recogió una tía: viviendo con ésta, empezó a frecuentar los restaurants: la tía murió después.
Cuando le pregunté si quería cambiar de vida, pareció no interesarle mi pregunta. ¿A qué interesarse por suposiciones imposibles? Se echó a reír y me dijo: —¿Y adonde habría de ir yo con un papel amarillo 5?
—Podríais encontrar una plaza de cocinera.
Se me ocurrió esto al verla fuerte y rubia, con la cara redonda y el aire bonachón, tipo que había observado en muchas cocineras.
Observé que mis indicaciones no le agradaron, y me dijo sonriendo y repitiendo la palabra cocinera:—No sé ni aún cocer el pan.
Creí conocer, por su semblante, que consideraba aquella profesión como una profesión inferior.
Aquella mujer, como la viuda del Evangelio, lo había sacrificado todo por la enferma, y, sin embargo, consideraba el estado obrero como bajo y despreciable.
Habla vivido hasta entonces sin trabajar, y la gente de su estofa encuentran eso muy natural.
Y en ello consiste su desgracia.