Por eso había caído en la posición que tenía y por eso perseveraba en ella. Por eso debía vivir en la mancebía.

¿Quién entre nosotros, hombres o mujeres, modificará su falsa manera de considerar la vida? ¿En dónde están, entre nosotros, esas personas que creen que una vida de trabajo es preferible a una vida ociosa y que, convencidas de ello, otorgan su aprecio a las personas que tienen dicha convicción?

Si hubiera pensado yo en eso, hubiera podido comprender que ni yo ni nadie podíamos curar aquella enfermedad. Hubiera podido comprender también que aquellas cabezas admiradas y conmovidas, que asomaban por encima del tabique, no demostraban otra cosa que admiración en presencia de la simpatía que se les demostraba, y en manera alguna deseo ni esperanza de ser arrancadas a la inmoralidad.

Ellas no encontraban nada de inmoral en su género de vida: veían que se las despreciaba y que se las injuriaba; pero no podían comprender la causa de aquel desprecio.

Habían llevado desde su infancia aquella vida, entre las mismas mujeres que, como se sabe muy bien, existen siempre é indispensablemente en la sociedad; y tanto es así, tan indispensables se las cree, que hay empleados del gobierno encargados de reglamentar su existencia.

Además, saben que ejercen ascendiente sobre los hombres, y que los sujetan, y con frecuencia les dominan más que las otras mujeres.

Ven que ni los hombres, ni las mujeres, ni las autoridades desconocen ni niegan su posición, aunque hablen mal de ella, y por eso no pueden comprender que se deban arrepentir ni corregirse. Durante aquella excursión, supe por el estudiante que en una de las habitaciones vivía una mujer que comerciaba con su hija, que sólo contaba trece años.

Busqué a la mujer con el propósito de salvar a la niña.

Ambas vivían en la mayor miseria. La madre, baja, morena, de unos cuarenta años, era una prostituta, de cara fea, desagradablemente fea, y la niña no era más hermosa que su madre.

A cuantas preguntas indirectas hice a la madre, referentes a su vida, me respondió con desconfianza y en tono seco y breve, adivinando en mí un enemigo llegado allí con aviesa intención.

La hija se callaba a todo, y sin mirar siquiera a su madre, se confiaba en un todo a ella.

En vez de excitar mi piedad, provocaron mi repulsión, no obstante lo cual me decidí a salvar a la hija, utilizando para ello el interés y la simpatía que la triste situación de las dos mujeres inspiraría de seguro a las damas, y enviando éstas allí.

Pero si hubiese discurrido sobre el largo pasado de la madre, sobre la manera en que vino al mundo la niña y cómo había sido ésta educada en la posición de la primera, probablemente sin recursos e imponiéndose pesados sacrificios; si hubiera pensado yo en la manera que ella tenía de considerar la vida, hubiera comprendido que no habían sido malas ni inmorales las acciones de la madre, y que había hecho y hacía por su hija todo cuanto podía, es decir, todo lo que le parecía preferible para ella misma.

Podría arrebatársele por la violencia aquella hija a su madre; pero sería imposible persuadir a la madre de que hacía mal traficando con el cuerpo de su hija.

A la madre era a la que se necesitaba salvar desde luego haciéndole rectificar su modo de considerar la vida, modo aprobado por este mundo en donde la mujer puede vivir fuera del matrimonio, es decir, sin procrear y sin trabajar, satisfaciendo únicamente la sensualidad.

Si yo hubiera pensado así, hubiera comprendido que la mayor parte de las damas a quienes yo quería enviar allí para salvar a aquella niña, no sólo vivían ellas también así, sino que educaban conscientemente a sus hijas por el mismo camino. Una de las madres llevaba su hija a la mancebía, y la otra al baile.

Ambas tenían el mismo modo de ver; las dos pensaban que la mujer debía satisfacer la lujuria del hombre, a cambio de ser alimentada, vestida y compadecida.

Y con tales ideas, ¿cómo hubieran podido corregir aquellas damas a la mujer ni a su hija?

IX

Mis relaciones con los niños fueron aún más extrañas.

En mi papel de bienhechor, prestaba también atención a aquéllos, y deseando salvar a los seres inocentes que perecían en aquel antro de lujuria, tomé sus nombres para poder ocuparme en ellos acto seguido.

Me conmovió, sobre todos, un niño de doce años llamado Serioja: era inteligente y resuelto, y lo compadecí con todo mi corazón. Se hallaba en casa de un zapatero, cuando prendieron a éste, y se quedó sin asilo: decidí protegerlo.

Voy a contar como acabó mi propósito benéfico para con él, porque la historia de aquel chico demuestra cuán falso era mi papel de bienhechor.

Lo llevé a mi casa y lo instalé en la cocina. Como se comprende, no podía admitir a aquella criatura piojosa entre mis hijos. Todavía me consideraba bueno y caritativo encargando de su manutención a la cocinera y haciéndolo vestir con ropas usadas.

Serioja permaneció en mi casa ocho días. En ellos le dirigí, al pasar, algunas palabras en dos ocasiones, y fui a ver, durante mi paseo, a un zapatero a quien yo conocía, para rogarle que admitiese en su casa al muchacho como aprendiz.

Un mujik, que había ido a visitarme, le invitó a ir a su casa situada en el campo.

Serioja rehusó la invitación, y ocho días después desapareció de mi casa.

Fuíme a la casa de Rjanofí para tomar informes de él. Se había marchado durante mi ausencia y habla vuelto.

Llevaba dos días yéndose a Presnenskié prudy (barrio de Moscou), en donde ganaba treinta kopeks, afiliado a una cuadrila de salvajes que exhibían un elefante vestido.

Aquel día daban representación pública.

Volví de nuevo a la casa, pero el chico era tan ingrato, que se escondía y evitaba encontrarse conmigo.

Si yo hubiese comparado entonces la vida de aquel muchacho con la mía, me hubiera sido fácil comprender que su corrupción provenía de haber aprendido la manera de vivir alegremente sin hacer nada, y que había perdido el hábito del trabajo. Y yo lo había llevado a mi casa pensando colmarlo de beneficios y corregirlo.

Pero ¿qué había visto en mi casa'? A mis hijos, de su edad sobre poco más o menos, que no sola mente no trabajaban por sí mismos, sino que utilizaban del trabajo de los demás; que lo ensuciaban y estropeaban todo alrededor de ellos; que se atiborraban de cosas dulces y sabrosas; que rompían la vajilla, y que daban a los perros manjares que hubieran sido para aquel muchacho una golosina.

Al sacarlo de la madriguera en que estaba y llevarlo a una buena casa, era natural que se asimilase la manera que tenían de considerar la vida en aquella casa y que comprendiese, por su propia observación, que era menester comer y beber bien, y vivir alegremente y sin trabajar.