Visitamos un local, después otro, un tercero, un décimo, un vigésimo, y en todos nos salieron al paso la misma fetidez, las mismas emanaciones, la misma exigüidad, la misma mezcla de sexos, las mismas borracheras de hombres y de mujeres hasta perder el conocimiento, el mismo espanto, igual humillación e igual temor en todos los semblantes.

Sentí la misma vergüenza y el mismo dolor que en el asilo Liapine, y comprendí que el fin que perseguía era malo, estúpido en sus procedimientos y, por ende, impracticable.

Ya no interrogué a nadie; no tomé ya nota de nombre alguno, convencido de que ningún resultado obtendría.

Aquel convencimiento me hizo mucho daño. En la casa Liapine me encontré en la situación del hombre que ha descubierto por casualidad una ulcera abierta en el cuerpo 43

de un semejante. Lo compadece con el disgusto de no haberla visto antes, pero con la esperanza de aliviar al enfermo.

Pero aquí me encontraba en el caso del médico que va con sus ungüentos y pócimas a casa del enfermo; le descubre la úlcera, la examina detenidamente, y se ve obligado a reconocer que todo cuanto haga será inútil, y que sus remedios serán en vano, porque de nada sirven.

XI

Aquella visita dio el golpe de gracia a mis ilusiones: me persuadí de que mi fantasía era ridícula y ruin.

Pero creí, a pasar de ello, que no podía abandonar en el acto la totalidad de la empresa y que estaba en el deber de continuar el ensayo, en primer lugar, porque mi artículo, mis visitas y mis promesas habían alentado a los pobres, y en segundo lugar, porque había despertado también, con mi artículo y mis palabras, la simpatía de los bienhechores, muchos de los cuales me habían ofrecido su concurso personal y recursos pecuniarios.

Por otra parte, esperaba a que unos y otros me pidieran mi opinión sobre el asunto.

Recibí más de cien cartas suscriptas por pobres, o por ricos-pobres, si es que puedo llamarlos así. Visité a algunos, y a los demás los dejé sin respuesta; pero no me fue posible socorrer a ninguno. Todas aquellas cartas me habían sido dirigidas por personas que se habían encontrado antes en posición privilegiada (y denomino así aquella en que las personas reciben más de lo que dan), y que, habiéndola perdido, querían recuperarla.

El uno tenía necesidad de doscientos rublos para Sostener su comercio, que peligraba, y para terminar la educación de sus hijos; otro deseaba poner un gabinete fotográfico; un tercero quería pagar sus deudas y desempeñar el traje de los días de fiesta; el cuarto necesitaba un piano para perfeccionarse en la música y sostener a su familia dando lecciones. La mayor parte no pedían una cantidad determinada, sino, simplemente, que se les ayudase.

Y conforme iba examinando las exigencias, iba notando que las necesidades aumentaban en razón directa de los recursos, de suerte que no se podían satisfacer.

Lo repito: quizá fuera por torpeza mía, pero es el caso que no pude socorrer a nadie a pesar de mis esfuerzos.

En cuanto a la ayuda que me prestaron los bienhechores, me sucedió algo extraño e inesperado.

De todas las personas que me habían ofrecido dinero y hasta habían fijado la cantidad, ni una sola me envió un rublo para darlo a los pobres.

Según lo que me habían prometido, podía contar con más de tres mil rublos; pero ninguno de aquellos filántropos quiso recordar en ofrecimiento, y entre todos no me dieron ni un kopek.

Los estudiantes fueron los únicos que pusieron a mi disposición los doce rublos que les asignaron por sus trabajos de empadronamiento. En vez de las docenas de miles de rublos con que los ricos debieron contribuir para arrancar de la miseria y de la depravación a millares de seres, hube de concretarme a lo que yo había distribuido, sin reflexión bastante, a las personas que me lo habían sacado con maña, y además a los doce rublos que me dieron los estudiantes y otros veinticinco que me asignó el consejo municipal por haber dirigido los trabajos del censo en mi cuartel.

Y en verdad que no sabía cómo distribuir esta suma.

El asunto había terminado.

La víspera del carnaval, antes de marcharme al campo, me fui a la casa de Rjanoíf para desembarazarme de mis treinta y siete rublos y distribuirlos a los pobres.

Visité las habitaciones de mis conocidos y no encontré más que a un solo enfermo, a quien le di cinco rublos.

¿Cómo iba a desprenderme del resto?

Se comprenderá que muchos me pidieron dinero con insistencia; pero, como no los conocía entonces mejor que antes, me decidí a consultar con Iván Fedótitch, a fin de saber por él a quienes podría socorrer con los treinta y dos rublos.

Era el primer día de carnaval.

Todo el mundo iba con su ropa de los días de fiesta; todos habían comido, y muchos estaban ya borrachos.

En el patio, cerca del ángulo de la casa, estaba un viejo vestido con una almilla andrajosa y calzado con zapatos de cáñamo: era un trapero: parecía aún robusto y se entretenía en clasificar su botín y acopiarlo en una cesta: ponía en un lado el cobre, el hierro y otras cosas, cantando con hermosa voz una canción alegre. Me acerqué a él y entablamos conversación. Me dijo que tenía setenta años y que era solo. Su oficio bastaba para su manutención. No pensaba en quejarse, porque comía y bebía hasta ponerse ebrio.

Quise informarme por él de quienes eran los más particularmente desgraciados. Se incomodó y me dijo que, fuera de los haraganes y de los borrachos, no conocía otros necesitados, pero cuando conoció mis intenciones, me pidió cinco kopeks para beber en la taberna.

Me fui a ver a Iván Fedótitch para encargarle que distribuyese el resto del dinero. La taberna rebosaba de gente: las rameras, con sus trajes mejores, iban de una puerta a otra: todas las habitaciones estaban ocupadas.

Había muchos borrachos, y en una pequeña habitación tocaban el armonium y a su compás bailaban dos personan.

Iván hizo que se suspendiera el baile por respeto a mí y tomó asiento a mi lado en una mesa desocupada. Le dije que me habían encargado que distribuyese una pequeña cantidad, y que, como él conocía a sus inquilinos, le rogaba me indicase los más necesitados.

El amable tabernero (murió el año pasado), aunque ocupado en su establecimiento, se puso a mis órdenes; pero se quedó perplejo y pensativo.

Uno de los mozos, hombre ya de edad, oyó nuestra conversación y se mezcló en ella.

Empezaron a pasar revista a las personas necesitadas (yo conocía a algunas) y no pudieron ponerse de acuerdo.

—Paramonovna, —dijo el mozo.