—Sí, ésta hay veces que no tiene que comer; pero se casa.

—¿Y qué le hace eso? Aun así se la debe socorrer. Además, Spiridon Ivánovitch tiene hijos y se le haría un bien...

Pero Iván puso en duda la miseria de Spiridon.

—¿Akulina?... pero ésa ha sido ya socorrida. Mejor sería darle ese dinero al ciego.

En cuanto a éste, fui yo quien hice la objeción. Acababa de verlo: era un viejo de cerca ochenta años que no se sabía de dónde era.

Debía presumirse que su situación fuese más precaria que la de ningún otro, y sin embargo, lo acababa de ver acostado sobre un colchón de plumas; estaba borracho y apostrofaba con voz bronca y horrible a su querida, que era relativamente joven.

Hablaron también de un joven manco y de su madre, y observé que Iván estaba retraído por sus escrúpulos, porque sabía perfectamente que todo lo que se le diera a aquella gente, sería malgastado en su taberna.

Pero como yo necesitaba deshacerme de los treinta y dos rublos, insistí y los distribuimos bien o mal.

Los que recibieron el dinero iban, en su mayor parte, bien puestos: no hubo necesidad de ir a buscarlos muy lejos, porque estaban allí mismo, en la taberna. El manco llegó con botas a lo lacayo, con almilla encarnada y un chaleco sobre ella.

Así terminó mi crisis de beneficencia y me fui al campo disgustado de los demás, como ocurre siempre, a causa de las tonterías que yo mismo había hecho.

Mis propósitos benéficos se convirtieron en humo, y aquello concluyó para siempre, pero la marcha de los sentimientos y de las ideas que en mí se despertaron, no solamente no se detuvo, sino que adquirió mayor impulso.

XII

Cuando habitaba en el campo, mantenía relaciones continuas con los pobres de las ciudades.

Como necesito ser muy franco para que todos puedan comprender el giro de mis pensamientos y de mi manera de sentir, confieso que hacía bien poco en pro de los desgraciados. Sus exigencias, sin embargo, eran tan modestas, que lo pocoque hacia les era útil y creaba en derredor mío una atmósfera de simpatía y de solidaridad con mis semejantes. De ese modo tranquilizaba mi conciencia, que se rebelaba contra lo ilegal de mi vida.

Confiaba en vivir ele igual manera cuando me trasladé a la ciudad; pero me encontraba en ella con una miseria que, siendo menos verdadera, era más exigente y más atroz que la de los pueblos.

Lo que más me conmovió y me llamó la atención, fue el gran número de desgraciados con que tropecé. El vivo y sincero sentimiento que me produjo mi visita a la casa Liapine, me hizo comprender toda la infamia de mi existencia. A pesar de ello fui tan débil, que temí la revolución que aquel sentimiento debía provocar en mi vida, y traté de transigir con mi conciencia.

Desde que el mundo existe se viene repitiendo que no hay nada de malo en la riqueza ni en el lujo, que esos dones los da Dios, y que, viviendo en la abundancia, se puede socorrer a los pobres. Todos mis amigos me lo dijeron así, y yo di fe a sus palabras y me dejé convencer. Entonces fue cuando escribí mi artículo y cuando hice un llamamiento a los ricos para que acudiesen en ayuda de los pobres.

Todos se creyeron moralmente obligados a ser do mi opinión; pero ninguno hizo nada por los desgraciados.

Entonces fue cuando empecé a visitar a éstos.

Vi en sus madrigueras gentes en auxilio de las cuales me era imposible ir; obreros acostumbrados al trabajo y a las privaciones que vivían más alegremente que yo: 47

también hallé otros que, a mi parecer, habían perdido el gusto y la costumbre de trabajar para ganarse la vida; éstos adolecían de la misma desgracia que yo, y tampoco podía hacer nada por ellos.

En cuanto a desventurados que tuviesen hambre y frío, o que estuviesen enfermos, a quienes poder socorrer en el acto, no encontré más que a Agafia.

Me convencí de que era casi imposible dar con aquellos miserables, en atención a que estaban socorridos por aquellos otros en medio de los cuales vivían, y que no era con dinero con lo que se les podía cambiar la existencia.

Estaba convencido de ello; pero, por una mal entendida vergüenza, por no desistir de la obra emprendida, proseguí ésta hasta que se anuló por sí misma, hasta el punto de que me costó trabajo deshacerme, por la mediación de Iván Fedótitch, de los treinta y siete rublos que debía distribuir.

Es verdad que bien pudiera haber continuado aquella obra y haberle dado carácter filantrópico; que hubiera podido convencer a los que me habían ofrecido dinero y haberles obligado a que lo dieran, y que me hubiera sido fácil distribuir sus donativos y quedar satisfecho de mi virtud; pero comprendí que nosotros, los ricos, no queríamos dar a los pobres una parte de lo que nos era superfluo. ¡Teníamos tantas necesidades personales que satisfacer!... Comprendí también que no había nadie a quien socorrer precisamente, si se quería hacer el bien en conciencia y no distribuir el dinero a tontas y a locas, como lo había hecho yo en la taberna de Rjanoff. De tal modo abandoné el asunto por completo cuando me fui al campo.

Quise publicar un artículo descriptivo de cuanto había visto y demostrar por qué había fracasado mi empresa. Tuve deseos de justificar lo que había escrito y me reprochaban, acerca del censo; denunciar la indiferencia de la sociedad; indicar las causas generadoras de la miseria en las ciudades, y proponer los medios de combatirla.

Empecé a escribir el artículo con el propósito de condensar en él muchas cosas importantes; y no obstante mis esfuerzos, a pesar de la abundancia de las materias, no pude realizar mi trabajo: tal era el estado de irritación en que me encontraba, que me impedía tratar las cosas con serena imparcialidad, y por eso no he conseguido ultimarlo hasta los comienzos del año actual.

Ocurre con frecuencia en la vida moral un hecho curioso y poco notado, Si yo le cuento a un ignorante lo que todos sabemos, referente a geología, astronomía, historia, física o matemáticas, adquirirá nociones nuevas; pero no me dirá seguramente: —No me enseñáis nada nuevo: eso lo sabe todo el mundo, y yo también.

Pero decidle a un hombre la más alta verdad moral; presentádsela en una forma clara y precisa como él no haya oído jamás, y hasta el más badulaque, el que menos se interese en ese género de cuestiones, os dirá: —¿Quién puede ignorar eso? Hace ya mucho tiempo que eso lo dice y lo sabe todo el mundo.

Y, en efecto, aquel hombre cree estar seguro de haber oído aquella verdad, expresada en iguales términos.

Únicamente los que se interesan de una manera real en las cuestiones morales, comprenden el alcance y la extensión de una modificación cualquiera en la definición de las ideas, y saben apreciar el laborioso trabajo por medio del cual se llega a tal resultado.