Un joven de nuestro pueblo era mozo de comedor de mi hermano. Su abuelo, ciego, vino a mi casa y me rogó que aconsejara a su hijo que le remitiese diez rublos para pagar los impuestos, pues de lo contrario le venderían la vaca.

El viejo me decía que su nieto quería vestir y calzar bien, y que pensaba en comprarse un reloj.

Y al decir aquello, enunciaba la hipótesis más loca que se hubiera podido imaginar, respecto a las intenciones del mozo. Aquel pobre anciano no había tenido aceite en toda la cuaresma, ni había podido encontrar tampoco un rublo y veinte kopeks para comprar leña. Y, sin embargo, se realizó la loca hipótesis del viejo: el joven vino a mi casa vestido con pardesú negro y con botas que le habían costado ocho rublos. Hace pocos días le pidió prestados diez rublos a mi hermano para comprarse más calzado, y mis hijos que conocen a ese pilluelo, me han asegurado que trataba de comprarse un reloj.

Tenía buen carácter; pero creía que se burlarían de él si no llevaba reloj.

En este mismo año, nuestra niñera, joven de dieciocho años, contrajo relaciones íntimas con un cochero, y fue despedida. Una criada que tenemos en casa hace muchos 54

años, y a la que le hablé de aquella desgraciada, me recordó otra joven que yo había olvidado y que fue igualmente despedida de casa hace diez años por tener relaciones con mi ayuda de cámara. Acabó su vida en una casa de prostitución y murió de sífilis en un hospital antes de cumplir los veinte años.

Basta que uno mire en derredor suyo para que se horrorice ante el contagio que comunicamos a aquellos a quienes queremos ayudar, no solamente con el trabajo en establecimientos y fábricas al servicio de nuestro lujo, sino por el mero ejemplo de nuestra vida fastuosa.

Y habiendo comprendido el verdadero carácter de la miseria en las ciudades, miseria que yo no había podido socorrer, vi que la principal causa de ella consistía en que yo les quitaba a los habitantes de los pueblos y de las aldeas lo que les era necesario, y en segundo lugar, porque en la ciudad se consumía lo que yo había sacado de los pueblos.

Yo seducía y pervertía con mi lujo insensato a las personas que venían con el objeto de recuperar una parte de lo que se les había quitado.

XIV

A la misma conclusión me llevaba un camino diametralmente opuesto. Al recordar mis relaciones con los pobres, notó que una de las causas que me habían impedido socorrerlos, era la de que aquellas gentes no habían sido francas ni sinceras conmigo: no me consideraron como un hombre, sino como un medio.

No podía acercarme a ellas: quizá discurría yo mal; pero, como carecían de sinceridad, el socorro era imposible.

¿Cómo ayudar a un hombre que os oculta su situación? Empecé a censurarlos (¡es tan cómodo censurar a los demás!); pero una sola palabra de un hombre notable, de Siutaieff, que vino a visitarme, iluminó mi inteligencia y me hizo ver cuál era la causa de mi fracaso.

Recuerdo que las palabras que me dijo me impresionaron; pero hasta mucho tiempo después no comprendí todo su alcance: yo me hallaba entonces en el periodo álgido de mis ilusiones.

Me encontré con Siutaieff en casa de mi hermana, y ésta me preguntó cómo iba yo en mi empresa. Le respondí, como sucede siempre cuando no se tiene confianza en un asunto, hablándole con calor y entusiasmo de lo que hacía y del resultado que pensaba obtener, repitiéndole a cada paso que protegeríamos a los huérfanos y a los ancianos; que reintegraríamos a los pueblos de su naturaleza a los aldeanos que habían venido a arruinarse a Moscou; que debíamos facilitar el camino del arrepentimiento a los pervertidos, y que si la empresa tenía buen éxito, no quedaría en la ciudad un desgraciado que no fuese socorrido.

Mi hermana me escuchaba complacida: durante nuestra conversación, yo miraba con frecuencia a Siutaieff. Conociendo lo cristiano de su vida y la importancia que le daba a la caridad, esperaba su aprobación y hablé de manera que pudiera oírme y comprenderme, pues mis palabras iban especialmente dirigidas a él.

El anciano permanecía inmóvil en su silla, envuelto en su pelliza de piel de cordero que conservaba puesta en la sala, como todos los mujiks.

Parecía pensar en sus asuntos y no escuchar nuestras palabras: sus ojillos no brillaban, como si estuviese abstraído.

Cuando me cansé de hablar, le pregunté lo que pensaba de mi asunto.

—Todo eso son tonterías, —me dijo.

—Tonterías... ¿Por qué?

—Porque nada bueno resultará de ello.

—¿Cómo así?—le repliqué. — ¿Serán tonterías si socorremos a millares, o aunque no sea más que a centenares de infelices? ¿Prohíbe el Evangelio vestir al desnudo o dar de comer al hambriento?

—Ya lo sé, ya lo sé; pero tú no haces eso: tú te paseas. Te pide uno veinte kopeks y se los das. ¿Es eso una limosna? lo que necesita es un socorro moral: instrúyele; pero le das dinero para que te deje tranquilo. Eso es lo que tú haces.

—No, no es eso: queremos estudiar y conocer a fondo la miseria, y después, socorrer a los desgraciados con dinero y con buenas acciones, y proporcionarles trabajo.

—No podéis socorrer a esas gentes de tal manera.

—¿Quieres, entonces, que las dejemos morir de hambre y de frío?

—¿Por qué morir? ¿Son tan numerosos aquí?

—¿Y me lo preguntas?—dije, pensando que consideraba el asunto de aquella manera porque ignoraba cuánto desgraciado había. — ¿Sabes que hay en Moscou cerca de veinte mil hambrientos? ¿Y cuántos no habrá en San Petersburgo y en las demás ciudades?

Sonrió.

—¡Veinte mil!... ¿Y cuántas casas de labradores hay en Rusia? ¿Habrá un millón?

—Sí; pero eso ¿a qué viene?

—¿Que a qué viene?—repitió, y sus ojillos brillaron y su semblante se animó. — Pues bien: tomémoslos nosotros, y llevémoslos a nuestras casas. Yo no soy rico, y sin embargo, puedo recoger a dos. Tú trajiste un muchacho a tu servicio: yo le invité a que se fuera a mi casa y no quiso. Aun cuando fuesen diez veces más de los que son, recibámoslos en nuestras casas; trabajemos juntos; sentémoslos a nuestra mesa; que oigan buenas palabras, y que vean buenos ejemplos. Eso será una limosna: todo lo demás es tontería.

Aquellas palabras tan sencillas me conmovieron, y hube de reconocer su justicia, y sin embargo, aun creía en lo útil de mi empresa; pero cuanto más adelante la llevaba, cuanto más me acercaba a los pobres, tanta más importancia iban adquiriendo para mí aquellas palabras.

Y, efectivamente, encerraban una gran verdad. Llego en mi coche vistiendo una rica pelliza, o bien, uno que no lleva zapatos ve mi departamento que cuesta dos mil rublos: le doy sin pesar cinco porque de repente me da ese capricho; pero él sabe que le doy lo 57