Parecía triunfar de los que le habían humillado tantas veces, por medio de la superioridad de su instrucción. Se regocijaba a ojos vistas de sus relaciones con el mundo en donde se hacen imprimir tarjetas en papel color de rosa, con aquel mundo en que se había encontrado en otro tiempo.

Casi siempre que les preguntábamos, nos contaban con fuego la novela aprendida de memoria de los infortunios que les habían agobiado y hablaban de la posición que ocuparían y debieran ocupar por el solo hecho de su educación.

Aquellas gentes estaban esparcidas por todos los rincones de la casa de Rjanoff.

Había una habitación ocupada exclusivamente por ellos, hombres y mujeres.

Cuando llegamos a ella, nos dijo Iván Fedótitch: —Este es el departamento de los nobles.

Había en él unos cuarenta individuos.

No era posible encontrar en toda la casa personas más decaídas, más desgraciadas, más viejas, más pobres ni más perdidas.

Dirigí la palabra a algunos.

Contaban siempre la misma historia, desarrollada en diferentes grados. Todos habían sido ricos: sus padres, sus hermanos o sus tíos, ocupaban aún brillantes posiciones, o bien habían tenido ellos altos empleos.

Luego habían sufrido una desgracia por causa de los envidiosos y de su propia bondad, o había ocurrido un suceso imprevisto que les había hecho perder cuanto tenían, hasta el punto de verse obligados a vivir en una situación que les era odiosa, indigna de ellos, comidos de piojos, llenos de harapos, en una sociedad de borrachos y de libertinos, alimentándose con hígado y con pan y... tendiendo la mano.

Todos los recuerdos, todas las ideas y todos los deseos de aquellas gentes se dirigían hacia el pasado: el presente les parecía poco natural, dispuesto a hacer decaer el ánimo, y eso merecía la pena de que se les prestara atención.

Ninguno de ellos tenía presente; sólo conservaban el recuerdo del pasado, y en cuanto al porvenir, únicamente concebían deseos, aspiraciones que podían realizarse a cada momento, y cuya realización dependía de muy poca cosa; pero faltaba aquella cosa 29

insignificante y la vida se les iba corriendo en vano tras ella, a los unos al primer año, a los otros al quinto, y a algunos a los treinta.

El uno no tenía otra necesidad que la de vestirse comme il faut,para presentarse en casa de una persona que le era muy afecta. El otro deseaba únicamente poderse vestir bien, pagar sus deudas y trasladarse a Orel. Un tercero carecía de recursos para seguir un pleito que se debía fallar en su favor y restituirlo a su vida de otro tiempo.

Todos decían que sólo les faltaba el aspecto exterior para reintegrarse en la posición afortunada que llegaron a alcanzar y que les era debida.

Si no me hubiese guiado el orgullo de hacer el bien, me hubiera bastado examinar un poco sus fisonomías, jóvenes o viejas, débiles y sensuales por lo general, pero buenas, para comprender que no había manera de remediar su infortunio por medios exteriores, y que no podían ser dichosos, cualquiera que fuese su posición, a no variar su modo de considerar la vida. No eran seres extraordinarios en condiciones singularmente desgraciadas, sino hombres, lo mismo que nosotros y que los que nos rodean por todas partes.

Recuerdo que me sentía disgustado cuando trataba con aquellos desgraciados.

Ahora conozco el porqué: me veía en ellos como en un espejo; si hubiese comparado mi vida con la de las personas que me rodeaban, hubiera visto que entre una y otras no había diferencia alguna.

Si los que ahora viven cerca de mí en grandes departamentos o en sus propias casas en Sivtzoff Vrajek y en la calle Dimitrievka, y no en la casa Rjanoff, comen y beben bien, y no se limitan a hígado, arenques y pan, no les impedirá eso el seguir siendo desgraciados.

También están ellos descontentos en su posición; también echan de menos el pasado y desean lo que no tienen. Aquella mejor posición a que tienden es la misma por la cual suspiran los habitantes de la caca Rjanoff, es decir, una posición en la que podrían trabajar menos y aprovecharse más del trabajo de otros.

Toda la diferencia reside en el grado y en el momento.

Hubiera debido comprenderlo así; pero no había reflexionado aún y preguntaba a aquellas gentes é inscribía sus nombres, proponiéndome socorrerlas después de conocer al pormenor su posición y sus necesidades. No comprendía entonces que no hay más que un medio de socorrer a tales hombres, y es el de cambiarles su manera de ver.

Y para cambiar la manera de ver del prójimo, hay que conocer el mejor modo de considerar las cosas y vivir según sus principios, mientras que yo vivía y las consideraba bajo el mismo aspecto que era preciso cambiar, a fin de que aquellas gentes dejasen de ser desgraciadas.

No veía que la miseria de aquellos individuos no provenía de la falta de alimento substancial, sino de que sus estómagos estaban estragados y necesitaban aperitivos: para aliviarlos era preciso curarles, ante todo, el estómago.

Me anticiparé a consignar que no socorrí a ninguno da aquellos cuyos nombres inscribí. Hice, sin embargo, en obsequio de algunos, lo que deseaban y yo podía hacer, esto es: ponerlos en condiciones de regenerarse, y hasta pudiera citar particularmente a tres que, después de varias rehabilitaciones y de otras tantas caídas, se hallan hoy en la misma situación que hace tres años.

VIII

La segunda categoría de desgraciados a quienes quería socorrer, eran las prostitutas, muy numerosas en la casa de Rjanoff.

Entre ellas las había de todas las edades, desde las muy jovencitas hasta las viejas de rasgos marchitos, feas y horribles.

El deseo de socorrer a aquellas mujeres, que en un principio no había entrado en mis cálculos, se hizo sentir en mí después del hecho siguiente: Estábamos hacia la mitad de nuestro cometido. Habíamos adquirido ya la rutina del oficio. Cuando llegábamos a un nuevo local, le preguntábamos inmediatamente al que hacía de cabeza de familia: uno de nosotros tomaba asiento y se preparaba a hacer las inscripciones; el otro iba de un lado para otro, preguntaba individualmente a cada uno y transmitía los datos al primero.

Entramos en la habitación y un estudiante fue a buscar al inquilino de ella; yo empecé a preguntar a los que allí se encontraban. La habitación estaba dispuesta de este modo: en medio de una pieza cuadrada se hallaba el hogar; de allí partían cuatro tabiques formando cuatro pequeñas habitaciones.

En la primera, que era preciso atravesar para ir a las demás y en la que había cuatro camas, vimos a un viejo y a una mujer; entramos en seguida en otra habitacioncita larga en la cual estaba un joven J muy pálido que llevaba puesta una almilla de tela gris, llamada paddiovka. El tercer compartimiento estaba situado a la izquierda y en él se ha-liaban: un hombre dormido y borracho probablemente y una mujer en bata rusa, suelta por delante y ceñida por detrás. Por la habitación del dueño se entraba en la cuarta pieza.