Por otra parte, se habían distribuido ya a los bienhechores grados, medallas y otra clase de honores, y para lograr algún resultado tocante a la cuestión pecuniaria sería preciso obtener de las autoridades nuevas distinciones. Aunque difícil, aquél era el único medio de obtener recursos.

Al regresar a mi casa aquella noche, volví con el presentimiento de no poder realizar mi idea. Además me encontraba confuso, por estar convencido interiormente de que 17

durante todo el día había estado haciendo algo malo y vergonzoso. Sin embargo, no por ello desistí.

El negocio se había puesto en marcha, y el amor propio me impidió abandonarlo: además, el éxito, y aun cuando esto no fuera, el hecho solo de perseguirlo, me permitía vivir en las condiciones actuales de mi existencia, que era lo que yo temía inconscientemente.

No daba crédito a aquella voz interior, y seguía adelante con mi empresa.

Después de haber dado mi artículo a la imprenta, leí una prueba de él al consejo municipal.

Me hallaba tan confuso, que me puse colorado y tartamudeé al leerlo.

Mis oyentes estaban, igualmente, llenos de confusión.

Cuando terminé la lectura, y propuse a los directores del empadronamiento que utilizasen sus funciones para ser los intermediarios entre la sociedad y los necesitados, se hizo en la sala un silencio embarazoso.

Luego pidieron la palabra dos oradores. Sus discursos disiparon el disgusto que causó mi proposición, pues, dándome en ellos testimonio de gran simpatía, declararon impracticable mi idea, idea que en principio habían aprobado todos. Sintiéronse aliviados de un gran peso. Deseando esclarecer la cuestión, pregunté a los directores si consentían en examinar, durante el empadronamiento, las necesidades de los desgraciados y permanecer en funciones para servir de intermediarios entre los pobres y los ricos.

Sintiéronse disgustados de nuevo y sus miradas parecían decirme: —Por consideración a ti, hemos reparado hace poco la tontería que has cometido; ¿y aun sigues fastidiándonos?

Tal era la expresión de sus semblantes. Sin embargo, me dijeron de viva voz que aceptaban mi proposición, y dos o tres, como si se hubiesen puesto de acuerdo, me dijeron separadamente: —Por nuestra parte, nos creemos moralmente obligados a hacer eso.

Hablé también del asunto a los estudiantes que Fe habían encargado de los trabajos del censo, y mi«palabras produjeron en ellos la misma impresión, cuando les dije que aquellos trabajos tendrían un doble objeto: el de la estadística y el de la beneficencia. Al tocarles este punto, observé que me miraban como se suele mirar a un hombre que dice tonterías.

Mi artículo produjo en el redactor del periódico a quien se lo entregué, el mismo efecto que en mi hijo, en mi mujer y en otras personas. Aunque a todos les disgustara, se creyeron en el caso de aprobar la idea en sí misma, pero añadiendo que era de muy dudoso resultado, y quejándose, no sé por qué, de la indiferencia y frialdad de nuestra sociedad y del mundo, exceptuándose ellos, por supuesto.

Continué sintiendo en mi alma que no era aquello lo que debía hacerse, y presintiendo que los resultados serían nulos, a pesar de lo cual el artículo vio la luz y yo me inscribí para tomar parte en los trabajos del censo. Había elaborado el proyecto del asunto, y éste me arrastraba.

IV

A petición mía, se me nombró para verificar el empadronamiento en un barrio del distrito de Khamovniki, cerca del mercado de Smolensko, en la calle de Prototchny, entre el pasaje Beregovoi y el callejón Nikolsky.

En dicho barrio se hallaban situadas las casas o fortaleza de Bjanoff .Aquellas casas, que en otro tiempo pertenecieron al comerciante Rjanoff, eran ahora de la propiedad de Zimine.

Había oído decir yo, hacía tiempo, que aquel era el boulevard de la mayor miseria y del mayor libertinaje, y por eso solicité el cargo que me confiaron.

Habiendo recibido órdenes del consejo municipal, me fui solo a dar una vuelta por mi cuartel, antes de verificar el censo.

Empecé por el callejón Nikolsky.

En su extremo izquierdo se alza una casa sombría, sin puerta a la calle. Adiviné, por el aspecto exterior, que era una de las que yo buscaba.

En la calle encontré pilluelos de diez a catorce años, vestidos con camisola y paleto, deslizándose sobre ambos pies o sobre un solo patín por la pendiente y siguiendo el curso del agua helada a lo largo de la acera de la casa. Aquellos chicos estaban llenos de andrajos y eran, como los pilluelos de todas las ciudades, ágiles y resueltos.

Me detuve a mirarlos.

Una vieja, con los carrillos caídos y la tez amarilla, doblaba la esquina y se dirigía hacia el mercado de Smolensko resoplando a cada paso que daba, como un caballo cansado. Se detuvo cerca de mí. En otro lugar, me hubiese pedido dinero; pero allí se limitó a decirme:

—Ved, —y me señaló a los chicos; —llegarán a ser rjanovtsi 4como sus hermanos.

Uno de los pilletes oyó aquellas palabras y se detuvo.

—¿Por qué insultas a las gentes?—gritó a la vieja. —Tú, tú sí que eres la víbora de Rjanoff. Yo le pregunté al chico: — ¿Vives aquí?

—Sí, y ella también, la ladrona, que ha robado la caña de una bota, —dijo gritando el chicuelo y lanzándose, con un pie hacia adelante, se fue más lejos.

La vieja prorrumpió en injurias que interrumpían sus golpes de tos.

En esto bajaba un viejo de cabellos blancos como la pluma del cisne, todo cubierto de harapos: descendía por el arroyo balanceando los brazos y traía en la mano panes de diversas formas, algunos de ellos ensartados en una cuerda.

El viejo traía el aspecto del hombre que ha tomado una copa y ha entrado en calor. Al escuchar a la vieja vomitar injurias, se puso de su parte.

—Galopines, —dijo, — tened mucho cuidado; —y haciendo como que se dirigía contra ellos, pasó por delante de mí y tomó la acera.

Si yo me hubiese tropezado con aquel viejo en la calle de Arbate, me hubiera llamado la atención por su vejez, su debilidad y su pobreza, pero allí no era más que un obrero alegre que se retiraba a su casa terminados sus quehaceres.

Tomó por la izquierda de la calle de Prototchny, y después de rebasar la casa y la puerta, se metió en una cantina.

A la calle daban dos puertas cocheras y las de un restaurant, una taberna y una lonja.

Aquella era la fortaleza de Rjanoff.

Todo en ella era de color gris, sucio y hediondo: las casas, las habitaciones y las personas.