Allí vi mujeres que tenían el mismo aspecto; que ofrecían el mismo empaque andrajoso, las mismas botas o los mismos zapatos destalonados, y que, a pesar de lo haraposo de sus vestiduras, tenían igual desenvoltura. Viejas y jóvenes, sentadas las unas vendiendo diversas mercancías, y andando las otras de aquí para allá, discutían vomitando injurias.
Había poca gente en la plaza.
Era evidente que había terminado la venta, y la mayor parte de los transeúntes no hacían más que atravesar el mercado y seguir más arriba, siempre en la misma dirección. Los seguí, y a medida que avanzaba, la concurrencia iba siendo mayor.
Después de atravesar el mercado, tomé por una calle adyacente y alcancé a dos mujeres: la una vieja y la otra joven.
Ambas iban envueltas en andrajos de color gris, y hablaban de un negocio.
A cada una de las palabras necesarias a la conversación, añadían una o dos enteramente inútiles y de las más obscenas. No estaban borrachas, y el negocio de que hablaban las hacía ser desconfiadas. Los hombres que se cruzaban con ellas o que iban delante, no prestaban atención alguna a aquella manera de expresarse tan extraña para mí.
Era evidente que en aquel sitio se expresaban todos de aquel modo. Quedaban a nuestra izquierda muchas casas para dormir, pertenecientes a particulares, y algunos desgraciados iban entrando en ellas: los demás seguían su camino.
Llegados al final de la calle, nos acercamos a una casa grande que formaba esquina: el mayor número de los viandantes se detuvo allí. En todo lo largo de la acera, en las baldosas y hasta en la nieve de la calle, se mantenían, de pie o sentadas, muchas personas que tenían el mismo aspecto que mis compañeros de camino.
Las mujeres estaban a la derecha y los hombres a la izquierda: pasó por delante de todos: eran algunos centenares, y yo me detuve allí donde terminaba la fila.
La casa ante cuya puerta aguardaban todos era el asilo de noche gratuito, fundado por Liapine: la multitud la componían gentes sin domicilio que esperaban que se abriese la puerta; ésta se abrió a las cinco y por ella se dejó entrar a cuantos quisieron.
Hacia aquella casa era a donde se dirigían casi todos aquellos a quienes yo me había adelantado.
Yo me había detenido al extremo de la fila de hombres. Los que tenía más cerca me miraron, y su mirada ejerció atracción sobre mí. Los jirones que envolvían sus cuerpos ofrecían notable variedad: pero la expresión de las miradas que me dirigieron aquellas gentes fue la misma.
En todas leí esta pregunta: —¿Por qué razón tú, que perteneces a otra esfera, te paras a nuestro lado? ¿Quién eres? Un ricachón lleno de arrogancia que quiere gozarse en nuestra miseria y disipar su fastidio atormentándonos. O bien: ¿Serás acaso, lo que no es ni puede ser, un hombre que tenga lástima de nosotros?
Todos me inspeccionaban: cuando sus ojos se encontraban con los míos, los volvían a otro lado.
Tenía deseos de trabar conversación con uno de ellos y, sin embargo, me costó mucho el decidirme.
Pero nos habían aproximado ya nuestras miradas, siquiera no nos hubiésemos hablado aún.
No obstante la distancia que la vida había puesto entre nosotros, ambos comprendimos que éramos hombres, y ya no tuvimos miedo el uno del otro.
El que tenía yo más cerca era un hombre de rostro mofletudo y barba rojiza. Llevaba en los hombros un caftán agujereado, y metidos sus pies mondos en zapatos destalonados, y eso que hacía un ocho grados bajo cero.
Nuestra mirada se encontró por tercera o cuarta vez, y tan dispuesto me sentí a hablarle, que lo que me avergonzaba no era el dirigirle la palabra, sino el no haberlo hecho ya.
Le pregunté de qué país era; me contestó y seguimos la conversación: los demás se acercaron a nosotros.
Era del gobierno de Smolensko y había venido a Moscou en busca de trabajo para ganarse el pan y poder pagar los impuestos.
—En los tiempos que corren falta el trabajo, —me dijo. —Los soldados lo acaparan todo. No hago más que ir tirando. Hace dos días que no he comido.
Esto lo dijo tímidamente y tratando de sonreír.
Cerca de nosotros estaba un soldado viejo, comerciante de sbitiene 2: le hice seña de que se acercase. Llenó un vaso que el hombre se tomó muy caliente, y luego se frotó las manos.
Ejecutado esto, me hizo el relato de sus aventuras. Su historia se parecía a la de los demás: había estado ocupado algún tiempo; había faltado luego el trabajo, y para colmo de desgracias, le habían robado en el asilo de noche el saco en que guardaba el dinero y el pasaporte, de suerte que no podía salir de Moscou.
Me dijo que, durante el día, entraba en las tabernas en donde se calentaba y se mantenía con los mendrugos de pan que dejaban los parroquianos.
Unas veces lo dejaban entrar y otras no: las noches las pasaba en el asilo.
Lo único que deseaba era que la ronda de policía diese con él y lo enviase por etapas a su país, en vista de no tener pasaporte.
—Según dicen, —añadía a modo de conclusión, — el próximo jueves vendrá por aquí la ronda y me detendrá seguramente. ¡Con tal de que pueda yo esperar hasta entonces!
La prisión y las etapas le parecían la tierra prometida. Mientras que contaba su historia, tres o cuatro hombres de los que allí estaban habían confirmado sus palabras, y añadido que también se encontraban ellos en igual situación.
Un joven, pálido, de largos cabellos, vestido únicamente con una camisa desgarrada por los hombros y con la cabeza cubierta con una gorra sin visera, se abrió paso por entre la multitud y llegó hasta mí. El frío le hacía temblar horriblemente, sin embargo de lo cual trataba de sonreír desdeñosamente mientras que los mujiks hablaban.
Le ofrecí sbitiene; tomó un vaso; se calentó también las manos, y empezó a hablar, pero le apartó en seguida un individuo de alta estatura, moreno, con la nariz de pico de águila, sin nada a la cabeza, y llevando por todo abrigo una camisa de indiana y un chaleco.
El hombre de la nariz de pico de águila me pidió que le diese de beber.
Luego llegó un viejo alto, de barba terminada en punta, vestido con un paleto ceñido a la cintura con una cuerda y calzado con lapits 3.
Estaba borracho.
Vi en seguida un hombrecillo de rostro abultado y ojos lagrimosos que llevaba puesto un chaquetón de cutí blanco, y que iba enseñando las rodillas por los agujeros del pantalón (de riguroso verano); rodillas que temblaban de frío y daban la una contra la otra.
El pobre diablo temblaba tanto, que derramó sobre sí el contenido del vaso. Lo llenaron de injurias.