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– Tíreme las esposas -le gritó Bosch a Olivas.

Bosch cogió las esposas y se colocó en el segundo peldaño de la escalera. Waits empezó a bajar mientras el videógrafo permanecía en el borde y grababa su descenso. Cuando Waits estaba a tres peldaños del final, Bosch estiró el brazo y agarró la cadena de la cintura para guiarlo el resto del camino hasta abajo.

– Es ahora, Ray -le susurró al oído desde detrás-. Su única oportunidad, ¿está seguro de que no quiere intentarlo?

Una vez abajo, Waits se alejó de la escalera y se volvió hacia Bosch, sosteniendo las manos en alto para que le pusiera las esposas. Sus ojos se fijaron en los de Bosch.

– No, detective. Creo que me gusta demasiado vivir.

– Eso creía.

Bosch le esposó las manos a la cadena de la cintura y volvió a mirar por la pendiente a los otros.

– Prisionero esposado.

Uno por uno, los demás bajaron por la escalera. Una vez que se hubieron reagrupado abajo, O'Shea miró a su alrededor y vio que ya no había camino. Podían continuar en cualquier dirección.

– Muy bien, ¿por dónde? -le dijo a Waits.

Waits se volvió en un semicírculo como si viera la zona por primera vez.

– Ummm…

Olivas casi perdió los nervios.

– Será mejor que no…

– Por allí -dijo Waits con timidez mientras señalaba a la derecha de la pendiente-. Me he desorientado un momento.

– No joda, Waits -dijo Olivas-. O nos lleva al cadáver ahora mismo o volvemos, vamos a juicio y le clavan la inyección que se merece. ¿Entendido?

– Entendido. Y, como he dicho, es por ahí.

El grupo avanzó entre la maleza detrás de Waits. Olivas se aferraba a la cadena por la parte de los riñones y manteniendo siempre la escopeta a menos de metro y medio de la espalda del prisionero.

El terreno en este nivel era más blando y muy fangoso. Bosch sabía que el agua subterránea de las lluvias de la última primavera probablemente había bajado por la pendiente y se había acumulado allí. Sintió que empezaban a dolerle los músculos de los muslos porque era trabajoso levantar a cada paso las botas de aquel barro succionador.

Al cabo de cinco minutos llegaron a un pequeño claro a la sombra de un roble alto y completamente adulto. Bosch vio que Waits levantaba la cabeza y siguió su mirada. Una cinta de pelo amarillenta colgaba lánguidamente de una de las ramas.

– Tiene gracia -dijo Waits-. Antes era azul.

Bosch sabía que en el momento de la desaparición de Marie Gesto se creía que ella llevaba el pelo atado en la nuca con una banda elástica azul. Una amiga que la había visto ese último día había proporcionado una descripción de la ropa que llevaba. La banda elástica no estaba con la ropa que se encontró pulcramente doblada en el coche de los apartamentos High Tower.

Bosch levantó la mirada a la cinta del pelo. Trece años de lluvia y exposición habían desvaído el color. Miró a Waits, y el asesino lo estaba esperando con una sonrisa.

– Aquí estamos, detective. Finalmente ha encontrado a Marie.

– ¿Dónde?

La sonrisa de Waits se ensanchó.

– Está de pie encima de ella.

Bosch abruptamente dio un paso atrás; Waits se rio.

– No se preocupe, detective Bosch, no creo que le importe. ¿Qué es lo que escribió el gran hombre acerca de dormir el largo sueño? ¿Acerca de que no importaba la suciedad de cómo viviste o dónde caíste?

Bosch lo miró un largo momento, preguntándose una vez más por los aires literarios del limpiaventanas. Waits pareció interpretarlo.

– Llevo en prisión desde mayo, detective. He leído mucho.

– Apártese -ordenó Bosch.

Waits separó las palmas de sus manos esposadas en un ademán de rendición y se apartó hacia el tronco del roble. Bosch miró a Olivas.

– ¿Suyo?

– Mío.

Bosch miró al suelo. Había dejado huellas en el terreno fangoso, pero también parecía existir otra alteración reciente en la superficie. Parecía como si un animal hubiera cavado un pequeño hoyo al hurgar. Bosch hizo una señal a la técnico forense para que se acercara al centro del calvero. Cafarelli avanzó con la sonda de gas y Bosch señaló el lugar situado justo debajo de la cinta descolorida. La técnica clavó la punta de la sonda en el suelo blando y ésta se hundió con facilidad un palmo. Conectó el lector y empezó a estudiar la pantalla electrónica. Bosch se acercó a ella para mirar por encima de su hombro. Sabía que la sonda medía el nivel de metano en el suelo. Un cadáver desprende gas metano al descomponerse, incluso un cadáver envuelto en plástico.

– Tenemos una lectura -dijo Cafarelli-. Estamos por encima de los niveles normales.

Bosch asintió con la cabeza. Se sentía extraño. Deprimido. Llevaba más de una década con el caso y, en cierto modo, le gustaba aferrarse al misterio de Marie Gesto. Sin embargo, aunque no creía en eso que llamaban «cierre», sí creía en la necesidad de conocer la verdad. Sentía que la verdad estaba a punto de desvelarse, y aun así era desconcertante. Necesitaba conocer la verdad para seguir adelante, pero ¿cómo podría seguir adelante una vez que ya no necesitara encontrar y vengar a Marie Gesto?

Miró a Waits.

– ¿A qué profundidad está?

– No muy hondo -replicó Waits como si tal cosa-. En el noventa y tres hubo sequía, ¿recuerda? El suelo estaba duro y, joder, me dejé el culo haciendo un agujero para ella. Tuve suerte de que fuera tan pequeñita. Pero, en cualquier caso, por eso lo cambié. Después se acabó para mí lo de cavar grandes hoyos.

Bosch apartó la mirada de Waits y volvió a fijarse en Cafarelli. Estaba tomando otra lectura de la sonda. Podría delinear el emplazamiento trazando los niveles más altos de metano.

Todos observaron en silencio el lúgubre trabajo. Después de hacer varias lecturas siguiendo el modelo de una cuadrícula, Cafarelli movió finalmente la mano en un barrido norte-sur para indicar la posición probable del cadáver. A continuación, marcó los límites del emplazamiento funerario clavando el extremo de la sonda en la tierra. Cuando hubo terminado marcó un rectángulo de aproximadamente metro ochenta por sesenta centímetros. Era una tumba pequeña para una víctima pequeña.

– De acuerdo -dijo O'Shea-. Llevemos al señor Waits de vuelta, dejémoslo a buen recaudo en el coche y luego traigamos al equipo de exhumación.

El fiscal le dijo a Cafarelli que debería quedarse en el emplazamiento para evitar problemas de integridad de la escena del crimen. El resto del grupo se encaminó de nuevo hacia la escalera. Bosch iba el último de la fila, pensando en el terreno que estaban atravesando. Había algo sagrado en ello. Era terreno sagrado. Esperaba que Waits no les hubiera mentido. Esperaba que Marie Gesto no hubiera sido obligada a caminar hasta su tumba aún con vida.

Rider y Olivas subieron la escalera los primeros. Bosch llevó a Waits hasta la escalera, le quitó las esposas y lo empujó hacia arriba.

A espaldas del asesino, el ayudante del sheriff preparó la escopeta, con el dedo en el gatillo. En ese momento, Bosch se dio cuenta de que podía resbalar en el suelo fangoso, caer sobre el ayudante del sheriff y posiblemente propiciar que la escopeta se disparara y Waits fuera víctima de la mortal descarga de fusilería. Apartó la mirada de la tentación y se fijó en el abrupto terraplén. Su compañera estaba mirándolo con cara de acabar de leerle el pensamiento. Bosch trató de poner una expresión de inocencia. Extendió las manos mientras articulaba la palabra «¿Qué?».

Rider negó con la cabeza con desaprobación y se apartó del borde. Bosch se fijó en que llevaba el arma al costado. Cuando Waits llegó a lo alto de la escalera fue recibido por Olivas con los brazos abiertos.

– Manos -dijo Olivas.

– Claro, detective.

Desde su posición, Bosch sólo alcanzaba a ver la espalda de Waits. Por su postura se dio cuenta de que había juntado las manos delante de él para que se las esposaran de nuevo a la cadena de la cintura.