– A ti te va más esto de mandar, nosotros vamos detrás y hacemos lo que nos digas.

– Bueno.

A la mañana siguiente, todavía de noche, salimos al monte los besteiros, en otros lados les llaman bestelleiros, allá cada cual, todos limpios y descansados; nuestros caballos también habían comido, bebido y descansado bien, al calor de la cuadra. El secreto es acurrar con calma y mucha paciencia, para que las bestias no se asusten y se desperdiguen; al principio hay que ir situando los animales, hablándoles poco a poco y dándoles y ofreciéndoles sosiego, ¡to, caballo!, ¡quieto, curriño!, ¡tranquilo, famento!, que ya se les podrá azuzar a gritos y a palos más tarde, cuando el día llegue y una vez que las bestias hayan enfilado la corredoira que las vacía en el curro.

Doce o trece hombres a caballo y persiguiendo, aún a la media luz del alba, a cien bestias salvajes y ciegas de pavor, a lo mejor no llegan a cien, es trance que se vive con el corazón en la garganta seca.

– ¡Córtales por ahí!

– ¡Arréales para abajo!

– ¡Cuidado, que se te vuelve!

A Policarpo no le dio tiempo de tener cuidado y el griñón se le volvió y, de un mordisco, le llevó los dedos de una mano, le dejó dos. Policarpo se apretó la herida bien fuerte con el pañuelo, metió lo que le quedaba de mano en el bolsillo y aguantó; un minuto de desgracia puede echarlo todo a perder, pero el sol sigue su camino como si nada. Policarpo se fue quedando atrás y volvió a Briñidelo donde la madre de los Marvises le hizo una cura con la receta de siempre: hojas de herba concheira, boñiga fresca de vaca, orina de mujer, telarañas, tierra y azúcar, todo bien lamido por un perro.

Con el ganado en el curro, lo mejor es no darle agua en un día o dos y esperar a que calme. Después se apartan las yeguas preñadas, se separan las paridas de su rastra, se sueltan los caballos débiles o defectuosos, ya se encargarán de ellos los lobos (ahora los mandan al matadero), y se derriban, rapan y marcan los que merece la pena. Con tres o cuatro hombres fuertes y con un poco de valor, Afouto, su hermano Tanis, Cidrán y Camilo, el menor de los primos Marvises, la faena no es difícil, basta con no distraerse. Don Brégimo Faramiñás tocaba el banjo sentado en la cerca de piedra ya verde por el paso del tiempo, Gaudencio miraba -entre atónito y envidioso- las piruetas y los alardes de sus compañeros, y Moncho Preguizas, a caballo entre los caballos, arreaba palos a los caballos con su pata de palo de primera calidad. Crego de Comesaña, Marcos Albite, Segundo y Evaristo Marvís y yo, mirábamos alrededor, atendíamos el fuego, bebíamos vino de la bota y esperábamos a que pasase el tiempo para empezar la rapa.

– ¿Y Policarpo?

– Fue a Briñidelo, se conoce que se lastimó. La rapa se hace como se puede, allí no se esmera nadie, y el caso es acabar rápido y cuanto antes. Cada animal deja, uno con otro, la libra de crin, puede que algo menos; la crin larga y limpia, cogida en mazos, vale lo que la canal de ternera. Crego de Comesaña se me quedó mirando.

– Aquí te venimos a ser todos Guxindes, bueno, todos igual, no, unos más que otros; aquí todos gastamos los dientes separados, es lo que se estila en la familia, tenemos más de siete pies de alto y pesamos de las cinco arrobas para arriba. ¡Todavía aguanta la raza! ¡Arde o eixo!

Marcos Albite acostumbra a mascar tabaco portugués.

– Lo malo es la baba, que lo echa todo a perder; pero mascar tabaco es más saludable que fumar, no se queman los pulmones.

Los potros se marcan con un hierro ardiendo, como todo el ganado, la señal de los Marvises de Briñidelo es la L del apellido de la madre, Rosa Loureses, y un nisco en cada oreja. Los animales débiles o lastimados, quiero decir aquellos que ha de matar el lobo o el hambre o el frío, que todos los años son más de mil, ni se marcan siquiera, ¿para qué? Y a los enaniños bravitos, los ponis castaños, hay alguno negro y alguno tordo, que no levantan más de dos varas del suelo, no se les puede encerrar porque al medio día de cárcel enqueixelan y mueren de tristeza. Cidrán Segade canta con buena voz cuando está cansado, se conoce que el ejercicio le hace bien a los pliegues del fuelle y a las cuerdas de la garganta.

Cuando Robín Lebozán terminó de escribir lo que antecede, lo leyó en voz alta y se levantó.

– Yo creo que me gané un café y un coñac. Y además, esta noche he de visitar a Rosicler, le he de llevar chocolatinas para que engorde un poco.

Rosicler es enfermera, pone muy bien las inyecciones, a la señorita Ramona siempre le está poniendo inyecciones de hierro, de hígado y de cal, para que coja fuerzas. La señorita Ramona toma vino Deschiens, anemia, debilidad, agotamiento, y sellos de Fitikal, medicación recalcificante intensiva. Según dicen Rosicler tiene más de un apaño, lo lleva todo con mucha discreción, aquí no hay por qué pregonar nada. A veces, Rosicler y la señorita Ramona, cuando no las ve nadie, bailan juntas y se acarician con delicadeza y mucho mimo; el perro Wilde también se deja acariciar y mimar, es muy cariñoso y obediente.

– No te vayas, Rosicler, quédate un poco más.

– ¿No va a venir esta noche tu primo Raimundo?

– ¿Y a ti qué más te da? Raimundo bien puede con las dos.

– Sí, eso es cierto… ¡tampoco sería la primera vez que nos derrota!

– Calla, Rosicler, no seas puta.

– Soy lo que quiero, Monchiña. Y además, no me gusta que me llames puta, así, en frío.

– Dispensa.

Rosicler cenó con la señorita Ramona y se quedó hasta muy tarde en su casa.

– ¿Te vas a ir ahora, tan de noche?

– Sí; hoy me toca ponerte los cuernos con Robín.

– Pero, mujer, ¿no escarmientas?

– No.

Al padre de Rosicler lo pasearon en Orense durante la guerra civil, lo mató el abogado don Jesús Manzanedo, que se hizo muy famoso haciendo muertes, la verdad es que a nadie se le ocurre ponerle Rosicler a una hija, el que juega con fuego en él perece; a las niñas hay que ponerles nombres de vírgenes o de santas, no nombres laicos y de dudoso gusto: Rosicler, Amanecer, Aurora…, bueno, Aurora sí vale, Atmósfera, Venus, ¡qué disparate! El padre de Rosicler era cajero de un banco y el pobre pagó con la vida su mala cabeza.

– ¿Usted cree, doña Arsenia, que las cosas son así como dice?

A Lázaro Codesal lo mató la mala suerte, también la confianza, de los moros no se debe uno fiar porque son arteros de sentimiento y de carácter, nadie sabe cómo se llama el moro que mató a Lázaro Codesal mientras se la estaba meneando debajo de una higuera y con la imagen de Ádega en cueros en el pensamiento, pero esto no importa. Lázaro Codesal se daba mucha maña para tirar piedras con honda, tenía muy buena puntería.

– ¿A que no le das a aquella palomilla del telégrafo?

– ¿Que no?

Lázaro Codesal rodaba la honda y, ¡zas!, la palomilla del telégrafo salía por el aire en cien pedazos.

– ¿A que no le das a aquel gato negro?

– ¿Que no?

Lázaro Codesal volteaba la honda y, ¡zas!, el gato negro salía cagando centellas y con la cabeza partida en dos.

– ¿No sería el demonio?

– No creo; el demonio anda ahora poco por aquí.

La raya del monte se borró cuando mataron a Lázaro Codesal, desde aquel día desgraciado ya nadie volvió a verla, para mí que se la llevaron a muchas leguas, a lo mejor más allá de las portillas de la Canda y el Padornelo, en el camino de la Sanabria. No midió las distancias el marido que le salió al paso a Lázaro Codesal en la Cruz del Chosco, ¡Dios, qué tunda llevó por descarado! Los cornudos no han de ser descarados sino, antes bien, recatados, prudentes y temerosos de Dios, no es fácil ser cornudo con dignidad y eficacia.

– Yo voy a mi paso y por mi camino; aparte a un lado, que no le ando a buscar pelea.

Y el otro no se apartó y, claro es, lo devolvieron a su casa deslomado y atado y más corrido que una mona. Moncho Requeixo estuvo con Lázaro Codesal en la guerra de Melilla pero volvió vivo, cojo pero vivo.