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– Los he visto. Di a los hombres que se preparen. No sabemos si son hostiles.

– Llevan arcos -comentó Valerio sin apartar la vista de los jinetes y procurando que sus palabras no sonaran irrespetuosas.

– Sí, eso salta a la vista, optio. Pero no hay que precipitarse.

– ¿Sabemos dónde andan los exploradores? -se permitió indagar Valerio.

El centurión torció el gesto. Sí, resultaba extraño que no les hubieran alertado de aquella presencia. A fin de cuentas no eran buhoneros ni prostitutas, sino hombres armados y a caballo.

– Voy a informar al legado. Tú sigue atento, optio.

Fueron sus últimas palabras. Justo las que pronunció antes de que una flecha parta se hundiera en su garganta arrancándolo del mundo de los mortales.

4 RODE

El carro se detuvo con un brusco frenazo y el cuerpo de Rode se vio empujado hacia delante, casi provocando su caída.

– ¡Ten más cuidado! -chilló una prostituta gorda que estaba sentada detrás de Rode-. No vas a dejarnos un hueso sano.

– A ti seguro que no se te quiebran -respondió el conductor-. Bien envueltos los llevas en tocino.

– Será perro… -exclamó la mujer-. ¿No será que me confundes con tu madre?

El conductor volvió el rostro hacia la ramera. A juzgar por su expresión, no le había gustado la referencia a la mujer que le había dado el ser.

– Mira por dónde, me parece que tienes razón y que vas a llegar al castra con algún hueso roto… -masticó la palabra.

– ¿Ah, sí? -respondió la prostituta llevándose las manos a las caderas con gesto desafiante-. ¿Y quién me los va a romper? ¿Tú, so eunuco?

– Te vas a enterar, lupa -gritó el hombre mientras saltaba del pescante.

– Vamos, vamos… no te pongas así. Es como es. Pero ¿te vas a enfadar con una vieja? -gritaron alarmadas las mujeres que iban en el carro.

– ¿A quién llamas tú vieja, asquerosa? -preguntó la prostituta con las venas del cuello hinchadas por la cólera. -Oye, asquerosa lo será…

– ¡Basta!

La escueta orden sonó como un trallazo en medio de la algarabía desatada por las mujeres.

– Aquí -continuó la misma voz- habéis venido a servir. ¿Os enteráis? ¡A servir!

El silencio, verdaderamente sepulcral, se extendió con la rapidez del aceite por el lino nada más sonar aquellas frases salidas de la boca de un legionario encrespado por la misión que le habían encomendado. Nada más y nada menos que la de custodiar a las lupae que debían atender los burdeles de los castra. Él, que había servido bajo el glorioso Trajano, bajo el prudente Adriano, se veía ahora reducido a la tarea de acompañar a aquellas mujerzuelas. Se trataba -¿quién hubiera podido negarlo?- de una mercancía necesaria, casi incluso indispensable, pero demasiado perecedera. El trigo, el vino, incluso el aceite aguantaban bien un viaje como aquél, pero las rameras… enfermaban, vomitaban, necesitaban orinar a cada paso, se contagiaban, morían por nada y ¿cómo sustituirlas? No sería haciendo una requisa…

De sus primeros años Rode no sabía nada. Imaginaba que, seguramente, había sido abandonada por una madre que no deseaba tener más hijos, quizá por una esclava que prefería exponer a su criatura a la muerte que a un yugo perpetuo. Ese espacio negro de los primeros tiempos comenzaba a aclararse cuando llegaba a una edad cercana a los seis o siete años. De su corazón subían entonces unas imágenes desvaídas en las que se reconocía comiendo con otras niñas en torno a una mesa común. No habían faltado -estaba segura de ello- los pescozones, las patadas, los gritos, las bofetadas en aquellas remembranzas. Sin embargo, eran los únicos recuerdos que encendían en su corazón una débil llamita de nostalgia. No sabía Rode lo que era la felicidad, pero si hubiera tenido que encontrar en su vida algún momento que se le acercara, sin duda, hubiera estado conectado con aquellas comidas en común.

No debieron de durar mucho y ahí sí que su memoria era más exacta. ¿Qué edad podía tener? No lo sabía con exactitud, pero andaría por los once o doce años. De hecho, había tenido su primera menstruación pocos meses antes. Entonces Marcela, la vieja que les había dado de comer durante los años anteriores, la llamó aparte después de la comida.

Le habló de que pronto conocería a los hombres, de que debía ser amable con ellos, de que al principio era difícil, pero luego resultaba muy sencillo, casi divertido. Todo se lo dijo mientras la bañaba, la peinaba y le pintaba -por primera vez en su vida- los labios y los ojos. Hubiera deseado que fuera diferente, pero, por aquel entonces, no entendió nada. Absolutamente nada.

Aquella noche, Marcela la condujo, entre sombras sin luna, a una domus situada fuera de Roma. Las recibió un esclavo enjuto al que le faltaban buena parte de los dientes de la quijada superior. Aquello la amedrentó, pero sólo por unos instantes. El sentimiento se vio muy pronto sumergido por otras sensaciones. El olor desconocido de flores nunca vistas, el sonido de una fuente distinta de los pilones sucios de donde sacaba agua cada día, la anchura de un patio extenso jamás contemplado, la amplitud de unos pasillos como nunca los había visto… Alzaba la mirada hacia las paredes cuando de un tirón, enérgico y recio, recondujeron sus pasos trémulos hacia una luz situada al final del corredor.

Durante unos instantes, quedó deslumbrada por el paso brusco de la semipenumbra a una habitación iluminada con más lámparas de las que Rode había visto jamás. Aún estaba distraída con aquel cambio, cuando sintió el aliento de Marcela acercándose a su oído.

– Recuerda todo lo que te he dicho.

Hubiera deseado preguntarle en ese momento a qué se refería, hubiera deseado pedir explicaciones, hubiera deseado -eso más que nada- salir de aquel lugar que, de repente, le pareció preñado de peligros desconocidos y, por desconocidos, más terribles. No tuvo ocasión. Un hombre, vestido con una túnica impecable, sencilla, pero limpia y bien ceñida, se alzó del triclinio en el que estaba recostado y avanzó unos pasos hacia ella.

– ¿Ésta es la muchacha de la que me hablaste, Marcela? -preguntó sin apartar la mirada de Rode.

– Así es, domine -respondió la vieja con un cierto tono de temor en la voz-. Se llama Rode y…

El hombre hizo un gesto con la mano y Marcela guardó silencio. Luego movió suavemente los dedos y Rode pudo escuchar cómo la anciana y el esclavo abandonaban la estancia. Intentó volver la cabeza e incluso abrió la boca para decir algo, algo que ahora mismo no recordaba. No lo consiguió. Unos dedos delgados y férreos le agarraron el mentón y le volvieron la mirada.

– Así que Rode, ¿eh? -indagó de manera formularia.

Había asentido con la cabeza a la pregunta, mientras el hombre daba unos pasos hacia atrás y la miraba de arriba abajo. No supo entonces por qué, pero aquel gesto le produjo una insoportable turbación. Se trató de un azoramiento acompañado por un calor repentino en las orejas, por un temblor incómodo que hizo entrechocar sus rodillas y por un peso punzante en la boca del estómago.

– Bien -dijo el hombre mientras echaba mano de un racimo de uvas gordas y rojas que reposaba en una fuente-. Bien. Un poquito flaca, pero bien.

Sin apartar de ella esa mirada que tanto nerviosismo le inyectaba, se introdujo una de las uvas en la boca y la masticó pausadamente.

– Bueno, no perdamos más tiempo, Rode -dijo con la boca medio llena-. Quítate la ropa.

Fue escuchar aquellas palabras y el sofoco que colgaba de sus pulpejos se extendió como una mancha de aceite por todo su cuerpo. ¿Qué era lo que le estaba diciendo aquel hombre? ¿Qué… qué pretendía?

– Vamos, ya me has oído, Rode. Desnúdate… no puedo estar esperando toda la noche.

Esperando… esperando, ¿qué esperaba aquel hombre? Nadie respondió aquella pregunta que le martilleaba el alma con tanta fuerza como el corazón que le chocaba contra la tabla del pecho.