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– ¡Mantened las filas! ¡Mantened las filas! -gritaron a la vez el optio y el centurión. Ambos sabían que si lograban conservar la calma ahora, la batalla estaría medio ganada. Una vez que hubieran trabado combate con el enemigo, nadie pensaría en las bajas ni en su miedo. Se encontrarían demasiado ocupados en salvar la vida para dejarse arrastrar por esas reflexiones.

Sin embargo, los partos no tenían la menor intención de enfrentarse en un cuerpo a cuerpo con la cohorte. Un coro de alaridos advirtió a Valerio de que el cerco acababa de consumarse. Lo habían logrado. Bueno, sólo quedaba resistir. Resistir, sí, resistir hasta que se agotaran y entonces… entonces destrozarlos a golpes.

– Nos han rodeado… -escuchó la desmayada voz del legado-. Vamos a morir todos.

Por primera vez desde que habían visto a los jinetes,

Valerio sintió inquietud. La experiencia le decía que si el caudillo aguantaba, las tropas resistirían, pero que si perdía la calma…

– ¡Centurión, ordena la retirada!

Grato parpadeó sorprendido al escuchar la orden del legado. ¿Qué estaba diciendo aquel jovenzuelo? ¿Había perdido la razón?

– Domine, no es posible. ¿Hacia dónde?

No obtuvo respuesta. En realidad, no podía ser de otra manera. El legado parecía clavado sobre la silla como si en algún lugar perdido, un sitio que sólo él podía vislumbrar, un dios lejano le estuviera dirigiendo palabras inefables. De repente, movió la cabeza como si una abeja le hubiera picado en el cuello. Parpadeó con fuerza, igual que si necesitara aclararse la vista, y abrió la boca. Pero no salió una sola palabra. Volvió a repetir el movimiento de los labios y siguió mudo. Entonces, de repente, arrancando de algún lugar perdido en lo más hondo de su alma, brotó un grito primario, desesperado, casi animal.

– ¡Retirada! ¡Retirada!

La orden del legado actuó sobre los corazones de sus hombres como el conjuro poderoso de un mago perverso. Uno tras otro, los legionarios arrojaron al suelo los escudos para poder correr con más facilidad. Salieron así despavoridos a la busca de una vida que sentían en peligro.

Se encontraron con algo bien diferente. Aún estaban a unas docenas de pasos de la llanura cuando un enjambre de proyectiles cayó sobre ellos. Se hundieron en los cuellos, en las piernas, en los rostros. Eran disparos certeros realizados por los arqueros más diestros del orbe. Los muertos se sumaban ya por docenas cuando, apresados por el desorden y el pánico, decidieron dar marcha atrás y emprender una nueva retirada esta vez hacia la cima de la loma.

– ¡No os mováis! ¡No os mováis! -gritaba Valerio logrando a duras penas mantener en cuadro a unas docenas de legionarios-. ¡Aguantad! ¡Al que dé un solo paso lo mato yo mismo!

Valerio y Grato acompañaban sus órdenes con bastonazos que descargaban con furia sobre sus hombres. No actuaban con rigor feroz porque la ira los hubiera cegado. Por el contrario, se movían impulsados por la certeza de que sólo la disciplina podría proporcionarles una oportunidad de salvarse de aquel desastre.

– Tú, no te muevas… no te muevas, te digo -gritó el optio blandiendo el bastón-. Tú, ahí, sí, quédate ahí.

– ¿Cuántos hombres nos quedan? -preguntó Grato sin dejar de mirar a los compañeros que caían atravesados por los proyectiles partos a tan sólo unos pasos de ellos.

– Unos treinta -respondió Valerio a la vez que propinaba un empujón a uno de los legionarios para situarle en su puesto.

Grato reprimió un gesto de contrariedad. Eran demasiado pocos, sin duda.

– Formad la tortuga -dijo con un tono de voz firme, pero sereno, como si buscara infundir en sus hombres la tranquilidad indispensable para sobrevivir-. Ahora mismo.

Quedó constituida justo cuando los jinetes partos, ahítos de matar legionarios, llegaron a su altura. Con un dominio absoluto de sus caballos y de sus armas, los bárbaros volvieron a disparar. Sin embargo, esta vez lo que encontraron no fue un rebaño atemorizado al que exterminar. Por el contrario, sus proyectiles chocaron con la experiencia decantada de infinidad de combates.

– No os mováis -dijo el optio-. Ni un paso, ni un paso.

– ¡Mi pie! ¡Mi pie! -gritó un legionario alcanzado por una flecha.

– ¡De rodillas! ¡Poneos de rodillas y tapaos los pies! Los hombres obedecieron sin rechistar mientras las flechas seguían lloviendo de todas partes.

– ¡Aguantad! ¡Pasad la orden!

Aguantaron. Una, dos, tres, cuatro bandadas de proyectiles cayeron sobre ellos sin ocasionarles una sola baja.

– No pueden con nosotros… -musitó un hombre arrodillado al lado de Grato.

– Por supuesto -dijo el centurión-. Por supuesto.

Durante unos instantes, descendió sobre los legionarios un silencio tan sólo rasgado por algún relincho ocasional.

– ¿Qué pretenderán estos bárbaros? -sonó la voz de otro hombre.

Valerio miró al legionario que acababa de hablar. Era joven, muy joven. Quizá incluso más que el legado… el legado, pobre novato. ¿Qué majadero habría ideado aquella costumbre de nombrar para estos cargos a niños de buena familia que nunca habían entrado en combate? Sí, era cierto que algunos daban buen resultado, pero éste… ¿Qué le habría pasado? Júpiter lo sabía, pero lo más seguro es que yaciera muerto al pie de la colina. Mal destino para el hijo de un senador. Si todo hubiera salido bien -si no hubiera perdido la cabeza-, habría regresado a Roma cubierto de gloria, de tanta como para presentarse a algunas de las múltiples elecciones que se celebraban en la capital. Edil, cuestor, censor, cónsul… todo eso hubiera podido ser. Todo, sin duda, pero ahora, posiblemente, había quedado reducido a la condición de cadáver y su espíritu andaría cruzando el río Estigio en la barca de Caronte. Si los dioses no lo remediaban también ellos cenarían esa noche en el Hades.

-Loquerisne lingua Latina? -escuchó una voz teñida de un acento pesado al otro lado de la muralla metálica formada por los escudos.

Un murmullo de estupor se extendió entre los hombres que formaban la tortuga. ¿Quién se dirigía a ellos en la lengua del imperio?

-Scisne Latine? -insistió el extranjero.

-Haud… haud multum scio… -respondió uno de los legionarios, un sirio alistado unos meses atrás atraído por la promesa de la paga.

– ¿Quién es ese idiota? -preguntó Grato-. ¿Quién te ha dicho a ti que hables con el enemigo?

Sobre el rostro atezado y sudoroso del centurión se había dibujado un gesto de sorpresa. ¿Qué pretendía aquel bárbaro que se dirigía a ellos en un latín áspero?

-Pauci estis [7] -prosiguió la voz.

– Menuda novedad -masculló otro legionario-. Como que si fuéramos muchos, íbamos a estar aquí de rodillas, bárbaro.

El parto siguió dirigiéndose a los hombres de Grato. Hablaba en un latín claro, casi correcto, como si lo hubiera aprendido con un rector. Pero lo importante no era la profundidad de sus conocimientos gramaticales, sino su mensaje. Les dijo que no quedaba ni uno solo de sus compañeros, que todos habían muerto, que la resistencia era inútil, que, a fin de cuentas, lo más prudente era rendirse.

– ¡Nunca, bárbaro, nunca! -gritó uno de los legionarios.

Pero el parto no pareció impresionado por aquella respuesta. Continuó refiriéndose a la falta de agua, a la escasez de alimentos, a la imposibilidad de seguir luchando, a la sensatez de entregarse. Si lo hacían, acabarían sus tribulaciones; si lo hacían, se negociaría su rescate; si lo hacían, a fin de cuentas, salvarían la vida.

Grato buscó con la mirada a Valerio. Ignoraba si el parto les decía la verdad o sólo intentaba engañarlos. Le constaba, sin embargo, que su capacidad de resistencia era mínima. Podrían mantenerse de rodillas unas horas, quizá incluso un día, pero, poco a poco, los hombres se desplomarían bajo aquel sol, ahogados por el calor, sedientos y en el momento en que la tortuga se cuarteara… entonces, lo sabía de sobra, los asaetearían hasta que no quedara uno solo alentando.

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[4] ¿Hablas latín? (N. del A.)

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[5] ¿Sabes latín? (N. del A.)

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[6] Sé un poco. (N. del A.)

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[7] Sois pocos. (N. del A.)