A pesar de la buena disposición del animal que sería objeto del sacrificio, a pesar de que el muchacho había cumplido correctamente con su cometido en el interior de la cella, a pesar de todo lo realizado meticulosamente hasta ese momento, el éxito de toda la ceremonia pendía ahora de que el pontifex recitara la plegaria de la manera apropiada. No se trataba de que mostrara entusiasmo, alegría, ni siquiera devoción. Era una cuestión de escrupulosa exactitud. Las fórmulas pronunciadas con exactitud garantizaban la benevolencia del dios. Un error, una palabra mal dicha, un término pasado por alto invalidaban el ritual y obligaban a repetir todo desde el principio. Pero no sucedió. El pontifex cumplió con su cometido con admirable corrección y, acto seguido, miró al muchacho.
-Agone? -preguntó solicitando la aquiescencia del oferente.
El pontifex tendió la mano hacia el asistente, que depositó en ella un martillo de medianas dimensiones. De manera rápida, segura, experimentada, descargó un golpe seco y contundente sobre la cabeza del chivo. Las rodillas del animal se doblaron, pero sin que se produjera su caída. En realidad, hubiérase dicho que no sentía dolor, que no padecía, que la bestezuela tan sólo se entregaba a una suave genuflexión en honor del poderoso dios.
El cultrarius alzó con gesto firme la cabeza del cuadrúpedo como correspondía a una víctima ofrecida a un dios que moraba en el cielo. Luego, con un rápido movimiento, degolló el chivo. La sangre, tan caliente que de ella se desprendía vaho, cayó sobre un lebrillo limpio, mientras el animalillo cerraba los ojos como si su cuerpo se viera poseído no por la muerte, sino por una dulce somnolencia. Fueron precisos tres recipientes como aquél para contener el líquido rojizo que brotaba sin pausa del cuello seccionado del chivo.
El muchacho dirigió la mirada hacia su padre. Sin duda, estaba satisfecho. Un animal que se hubiera resistido, que hubiera sangrado escasamente, que hubiera tardado en morir habría significado un pésimo presagio. Nada de aquello había sucedido. Como si fuera un odre de vino medio vacío o una almohada liviana, el cultrarius alzó por las patas el exangüe chivo. Fue un movimiento rápido, preciso, seguramente ejecutado docenas, incluso centenares de veces. El animalillo quedó por un instante suspendido en el vacío -como si lo sujetara un invisible inmortal o las notas que brotaban del instrumento del flautista- y, finalmente, fue a dar sobre el ara.
Luego, el cultrarius trazó un corte desde el pescuezo hasta la ingle de la bestia. Acto seguido, hundió la diestra en el vientre del sacrificio y dejó al descubierto el hígado. Un gesto de aprobación apareció de manera inmediata y paralela en los rostros del pontifex y del padre. Sí, la víscera presentaba un magnífico aspecto. No estaba herido, ni lesionado, ni enfermo. Su color era óptimo. Con ese presagio, nadie podía dudar de que la misión del muchacho, de Cornelio, transcurriría bajo los mejores auspicios.
El pontifex realizó con la cabeza un gesto, cargado de autoridad, y el cultrarius procedió a despellejar el albo y desnudo chivo con una magistral celeridad. A continuación, le bastó una sucesión rápida de cortes para descuartizarlo y colocar los pedazos sobre el fuego del altar. En escasos momentos, todos los presentes -el pontifex, el cultrarius, el flautista, el joven y su padre- comenzarían a comer la carne del sacrificio. Así, participarían de las bendiciones anticipadas de .Júpiter.
2 ARNUFIS
El pasajero reprimió a duras penas una sensación de asco que le descendió pesada desde las ventanas de la nariz hasta la boca del estómago. Desde luego, el olor casi tangible del puerto de Ostia difícilmente podía resultar más fétido. Los cuerpos sudorosos, hacinados y sucios, que se arremolinaban en el muelle como si se tratara de un hormiguero humano, despedían los hedores más diversos. A cual más repugnante, por supuesto.
– ¡Por Isis! -escuchó que musitaba su criado-. ¡Qué peste! Habrá que hacer algo para remediarlo.
Sí, se dijo el pasajero, algo había que hacer si no quería morir por aquel tufo asfixiante.
– ¿Y a qué esperas? -exclamó con tono desabrido.
El sirviente dio un respingo como si hubiera visto un áspid letal surcando su camino.
– Sí, mi señor Arnufis -balbució mientras sacaba de su bolsa un pequeño incensario de metal y procedía a encenderlo-. Inmediatamente, mi señor, inmediatamente.
Por un instante, no pareció que se produjera ningún cambio. Pero entonces el siervo agitó el incensario y una nube gris esparció un olor dulzón y penetrante.
– Dejad paso a mi señor Arnufis -entonó con una voz bronca y solemne el siervo-. Dejad paso.
Gritaba en griego y a buen seguro que se trataba de una lengua ignorada por la mayoría, pero la manera en que la pronunciaba resultaba convincente. Terroríficamente convincente. A pesar de todo, no fue la advertencia enérgica, sino el movimiento pendular del incensario arrojando humo y algunas chispas el que consiguió que los transeúntes se apartaran ante el esclavo y su amo. A fin de cuentas, y por mucho que fuera ataviado con un impecable lino blanco y precedido por un ceremonioso esclavo, el anunciado Arnufis no pasaba de ser un extranjero. En suma, se trataba de un tipo de semoviente que no escaseaba en Roma. El egipcio sonrió al pensar en esa circunstancia. Desde luego, en otra época las calles de Roma habían sido sólo romanas. Incluso la gente de la península italiana había tenido problemas para acceder a aquellas colinas y quedarse, más o menos oculta, en alguna de sus oscuras callejuelas. Claro que de eso hacía mucho tiempo. Todo había empezado a cambiar con el gran César -Cayo Julio César-, el que había dado su nombre a la dinastía que ahora reinaba en Roma. Arnufis reprimió una sonrisa amarga. Reinaba. No, según los romanos, no reinaba. Ellos -decían rebosantes de soberbia- no tenían reyes. Tenían una república. Ganas de engañarse. La república había muerto incluso antes de que Julio César cayera acribillado a puñaladas. Y lo que ahora tenían… era puro despotismo. La prueba era que los césares eran dioses. Bueno, es verdad que en Roma tardaban un tiempo en convertirse en tales, pero en Oriente, en su Egipto, eran desde el momento mismo de la coronación dioses y faraones. No estaba mal para alguien que, supuestamente, no era ni rey.
El criado apartó de un manotazo a un transeúnte de piel oscura. Bien hecho. En esta vida -y nadie podía asegurar que existiera otra- había que ir apartando a los que se interponían con energía, con seguridad y, sobre antes. Siquiera porque mientras discutía la tarifa había dejado de agitar el incensario y aquella agobiante peste romana había vuelto a sofocarlo.
El esclavo desanduvo la distancia que lo separaba de su señor de una carrerita.
– Kyrie, he llegado a un acuerdo -dijo ocultando apenas una sonrisa-. El mejor. El mejor, no me cabe duda.
Arnufis no dijo nada. Se limitó a alzar todavía más el empinado mentón y a encaminarse hacia la litera. Se acomodó en el vehículo como pudo. Era algo más ancho que los que podían encontrarse en las calles de Heliópolis o de Alejandría, eso era cierto. Sin embargo… ¡Ah! Vaya tirón para comenzar a caminar.
Los esclavos que llevaban el vehículo demostraron una prodigiosa habilidad para moverse en medio de la muchedumbre. Fue así como lograron desplazarse desde el puerto hasta salir a una calzada. Había oído hablar de ese tipo de camino, pero no pudo evitar la sorpresa al contemplarlo con sus propios ojos. Con una extraordinaria -verdaderamente extraordinaria- anchura y una sólida base de piedras cortadas y encajadas como si fueran las teselas de un mosaico, la calzada atrapó la mirada del egipcio. Más incluso que los árboles y los matorrales y el verdor que se alzaban a los lados del camino. Todo parecía muy… muy bien cuidado.