Cornelio se llevó las manos a los brazos y comenzó a frotárselos. La sensación de frío había pasado de ser desapacible a resultar punto menos que insoportable. Hubiera preferido no tener delante a aquel incómodo testigo de su lamentable estado, pero la situación era la que era.
– Necesito volver a casa… -dijo Cornelio con un hilo de voz.
– Desde luego -reconoció el vejete-. ¿Dónde vives?
– Cerca del templo de Flora…
– ¿Por la calle de los Barberos? -indagó el anciano. Cornelio asintió con la cabeza.
– Pues ya te has dado un buen paseo, ya… -exclamó el hombrecillo mientras agitaba la diestra-. ¿Y desde allí te has venido corriendo?
Cornelio volvió a responder afirmativamente.
– Desde luego, lo que es la juventud… Vamos, intento yo darme esa carrera y me queman en la pira funeraria ese mismo día.
– Te daría un par de sextercios si me ayudas a regresar a casa -dijo el joven cada vez más aterido.
– Cinco -respondió con inesperada energía su interlocutor.
– Tres -tartamudeó un helado Cornelio.
– Adiós, hijo -respondió el anciano dándose la vuelta.
-Quo vadis? -gritó-. ¡Espera! ¡Espera! Te daré los cinco sextercios.
Las palabras de Cornelio fueron acogidas por una sonrisa desdentada y curtida en luchas cotidianas que se habían dilatado durante décadas.
– Venga. No perdamos más tiempo.
6 ARNUFIS
Durante los tiempos siguientes, Arnufis recordaría lo decepcionante que había sido su encuentro con la ciudad de Roma. A decir verdad, cuando el carro alquilado por Demetrio entró en la urbe, no tenía una idea exacta de lo que podía encontrarse. Sin embargo, aunque fuera de una forma difusa, esperaba que la capital del imperio superara a Alejandría, a Antioquía o a Éfeso, tres ciudades donde había pasado algunos años.
La desilusión se había apoderado de él casi desde el primer momento. De entrada, Roma le había parecido una urbe desagradablemente atestada de no romanos. Por supuesto, los extranjeros no resultaban extraños en otras ciudades, pero se trataba de gente bien distinta. En Efeso, había algún romano encargado de mantener el orden, griegos procedentes de otras poleis, una riada continua de peregrinos que venían a adorar a Artemisa, la diosa de docenas de pechos, virgen y madre de dioses y, por supuesto, algunos judíos velludos y desagradables como solía ser la gente de su raza. Sin embargo, a eso se reducía todo. Al fin y a la postre, se trataba de una ciudad griega encajada en el omnipresente orden romano. Lo mismo, con ligerísimas variaciones, podía decirse de Alejandría y de Antioquía. A fin de cuentas, los que no eran naturales del lugar resultaban gente que acudía temporalmente a comerciar o dejar dinero, o pequeñas colonias que vivían en barrios específicos sin mezclarse con nadie ni, como debía exigirse, ocasionar molestias. Pero Roma… ¡ah, Roma! En Roma no existía separación alguna. Uno podía encontrarse por todas partes a aquella gentuza. Sí, gentuza. No exageraba un ápice.
La chusma que deambulaba por las calles de Roma, mezclada en repulsiva cercanía, no había acudido para comerciar y marcharse, o para quedarse sin mezclarse. Algunos había, claro, pero se trataba de los menos. La aplastante, la inmensa, la agobiante mayoría había llegado hasta las orillas del Tíber para echar raíces y vivir a expensas del imperio. ¡Y cómo se multiplicaban! ¡Como ratas! ¡Estaban por todas partes! Por arriba, por abajo, a la izquierda, a la derecha…
No había nada más que echar un vistazo a la insula, la casa de pisos, en la que vivía. Era cara. Enorme, imposible, intolerablemente cara. Si no le fallaban sus cálculos, en sólo un par de meses sus ahorros se habrían esfumado si no encontraba alguna fuente de ingresos. ¿Y qué se pagaba con tan elevado alquiler? ¿Comodidad? No. ¿Limpieza? Por Isis, desde luego que tampoco. Iban repletos de unas pelambreras que se llenaban de piojos y liendres con la misma rapidez con que se vacía una copa puesta boca abajo. ¿Tranquilidad? Ja, los romanos no tenían la menor idea de lo que podía significar esa palabra. No, no y mil veces no. Lo único que se conseguía por una cantidad que constituía un auténtico robo era un cubículo en el interior de la ciudad. Pero qué interior… por Osiris, ¡qué interior!
Los romanos -hasta donde él había podido ver- desconocían lo que era una vivienda en condiciones. Se apiñaban, por el contrario, en edificios de varias plantas a los que iban añadiendo más y más cada año. Él mismo tan sólo había encontrado una vivienda algo menos asquerosa en un cuarto, frente a un muchacho de provincias de aspecto pueblerino, y con otros dos pisos encima llenos de africanos ruidosos, molestos y de mirada desafiante. Siglos atrás esos pueblos habían sido tratados como se merecían por los antiguos monarcas de Egipto, pero desde entonces había pasado mucho tiempo. A decir verdad, los reyes del Nilo se habían extinguido y aquellos bárbaros habían continuado multiplicándose y multiplicándose y multiplicándose.
La primera noche la pasó Arnufis sumido en terribles pesadillas. Fueron sueños en los que contemplaba cómo un ejército de mauri caía sobre su pecho procedente de los pisos superiores. Al final, su peso acumulado -un peso compuesto a partes iguales de miseria y carne- horadaba los suelos y lo aplastaba. Se despertó boqueando con angustia para dormirse al poco rato y volver a emerger del sueño con el corazón latiéndole como si deseara salirse del pecho. Así hasta seis veces. Jamás había sufrido cosa semejante.
Y luego estaba la cuestión de la comunicación. Arnufis conocía como su lengua materna el egipcio, pero su dominio del griego era absoluto. A decir verdad, lo había utilizado desde la infancia. Tampoco era malo su latín. Le parecía una lengua bárbara, de sonido áspero y de estructura enrevesada, una estructura que atribuía al sentimiento de inferioridad que -estaba seguro- albergaban los romanos en su miserable interior. Sin embargo, a pesar de todo, no podía cerrar los ojos ante el hecho de que conocerlo revestía una inmensa utilidad. Lo había aprendido e incluso se había permitido leer a algunos de sus escritores para dominarlo. Pues bien, ninguno de esos conocimientos le había servido de mucho en Roma. Los extraños hablaban en sus respectivas lenguas con un desparpajo deplorable, como si no vieran la menor utilidad en aprender la lengua del imperio, al menos en su parte occidental. Por lo que se refería a los romanos… ¿qué hablaban exactamente los romanos? Le costaba creer que fuera latín. No respetaban las declinaciones, conjugaban los verbos de maneras que no conseguía comprender y, sobre todo, utilizaban un vocabulario que en no escasa medida no lograba identificar.
El problema no tenía escasa relevancia. Si su ocupación hubiera consistido en vender naranjas, le habría bastado con señalar la mercancía y hacer aspavientos a la hora de regatear; si se hubiera dedicado a comerciar con carne, le habría sobrado una docena de palabras que vocear, pero ¿cómo se anuncia un mago? ¿Cómo se vocea que se poseen los arcanos más ignotos del universo? ¿Cómo se indica con gestos que entre las manos se alberga la capacidad de curar las enfermedades más terribles y letales? ¿Cómo se muestra que se cuenta con el poder para detener las tempestades, acabar con la peste o dominar a los daimones perversos? No existía manera sin recurrir a las palabras y si no se tenían las palabras no acudía nadie y si nadie acudía, el resultado era una bolsa cada vez más mermada y la tenebrosa perspectiva del hambre y del desahucio. Al cabo de una semana, la situación comenzó a presentar un aspecto verdaderamente inquietante; tras dos, se percató de que sería prudente eliminar el consumo de algunos productos relativamente costosos; en un mes, se dijo que quizá no había sido muy sensato el venir a Roma con la intención de labrarse una fortuna.