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– ¿Qué te parece, optio? -preguntó Grato.

Valerio no dijo una sola palabra, pero en sus ojos, castaños y serenos, Grato pudo leer con nitidez un eco exacto de sus propios pensamientos.

– Voy a salir -gritó el centurión.

Las escamas metálicas de la tortuga se abrieron lo indispensable para que Grato pudiera aparecer sin que recibieran daño alguno los legionarios. Sintió el dolor de las piernas ahora estiradas y se vio obligado a realizar un poderoso esfuerzo para que no se le doblaran mientras se encaminaba hacia el bárbaro. Era un hombre alto, de barba y bigote cuidados, de mirada altiva y profunda.

Valerio contempló cómo hablaban. Hablaban y hablaban sin que el aire le trajera una sola de sus palabras. Al final, desanduvo la escasa distancia que mediaba entre el jinete y la tortuga y desapareció en su interior.

– ¿Qué te ha dicho? -indagó Valerio.

– Son muchos y… no… no creo que siga vivo ni uno de los nuestros…

Un nuevo murmullo recorrió la tortuga.

– ¿Qué vamos a hacer? -indagó con un hilo de voz el legionario joven.

– Lo que diga el centurión -cortó Valerio.

– Sí, claro, optio -musitó el muchacho con tono atemorizado.

– El centurión -comenzó a decir Grato con amargura- cree que lo mejor es deponer las armas.

Los legionarios contuvieron el aliento. Sabían que de lo que dispusiera aquel hombre -el único mando vivo- dependía su futuro.

– No podemos seguir resistiendo -continuó Grato-. No es seguro que nos respeten. No quiero engañaros. Pero… pero tenemos una oportunidad.

– ¿Y el honor del senado y el pueblo de Roma?

Era el legionario) oven el que había formulado la pregunta.

Grato se mantuvo un instante en silencio. Luego clavó la mirada en el muchacho y respondió.

– Muerto no serás de ninguna utilidad al senado y al pueblo de Roma.

Luego miró a un lado y a otro, y añadió:

– Poneos en pie y arrojad las armas.

8 RODE

A quella noche de golpes y violación fue el umbral que, una vez cruzado, convirtió a una niña abandonada en una meretrix. Rode había dejado de ser una muchacha que ignoraba lo que podía depararle el porvenir, para transformarse en una joven que conocía de sobra lo que tenía ante sí. Vendida a un leno, se la catapultó a uno de los cubículos diminutos donde debía entregarse a hombres de vil condición a cambio de una cifra que percibía su nuevo dueño. Se trataba de una insula situada en las cercanías del Circo Máximo. Trabajó allí noche y día porque los hombres que salían de contemplar los juegos eran presa de la excitación más animal. Al parecer, la visión de la sangre y de la muerte los empujaba a realizar aquel acto con el que la Natura había decidido perpetuar la especie.

Pero la vida de Rode no se detuvo en aquellas habitaciones en las que una pintura obscena colocada en el dintel señalaba lo que cada cliente podía esperar de la meretrix. Por el contrario, a medida que iba creciendo y con los años desaparecía la juventud y se sumaban las arrugas, sus dueños sucesivos la fueron vendiendo -más bien deshaciéndose de ella- para ocuparse de otros menesteres. Si Rode hubiera contado con alguna instrucción, si se hubiera tratado de una actriz o de una danzarina, si incluso hubiera sido una mujer libre, con el paso del tiempo habría acumulado un peculio para retirarse algún día. Lo mismo podía decirse de las prostitutas que atendían en tabernas, mesones o panaderías. Algunas -pocas, pero algunas- llegaban a convertirse en las amantes de dueños viejos y necesitados de un cuerpo cálido por la noche y una administración sólida por el día. Hasta las bustuariae que se colocaban cerca de las tumbas en busca de clientes o las ambulatrices que recorrían las calles tenían alguna posibilidad, por escasa que fuera, de salir de aquella sórdida servidumbre. No era el caso de Rode, que ni sabía hacer nada aparte de permitir que los hombres la usaran ni era libre. Así, en el curso de los años siguientes, fue recorriendo distintos lupanaria y fornices en los que, más de forma experimental que didáctica, se fue adaptando a las servidumbres de su ocupación.

Nunca aprendió a leer, pero sabía cómo acelerar la consumación del deseo de sus clientes. Jamás supo escribir ni siquiera su nombre, pero consiguió llegar a regatear la tarifa y los pluses con una habilidad no pequeña. Todo aquello sucedió a la vez que se hacía con los rudimentos del arte de la defensa propia. Se los enseñó un legionario viejo al que cambió el relato de sus experiencias por algunos coitos gratuitos. El hombre -al que la edad tampoco le permitió aprovechar demasiado el pacto- le indicó los puntos neurálgicos en el cuerpo de un varón. Así, Rode aprendió dónde golpear si la sujetaban, dónde clavar el estilete que siempre llevaba encima si la amenazaban e incluso dónde provocar un enorme dolor sin dejar luego una huella que pudiera hacerla acreedora a la flagelación u otra pena peor. No era un mal hombre aquel militar veterano. Incluso le habló de comprarla y de convertirla en su concubina. No pudo ser. Los hijos eran demasiado codiciosos y no deseaban una madrastra, tanto si era virgen como meretrix, joven o vieja.

A esas alturas, Rode era una mujer adiestrada pasablemente en su oficio. Nunca llegaría a hacerse famosa por su dominio del ars amatoria, pero sus clientes solían quedar satisfechos. Sabía cuándo tenía que escucharlos, cuándo debía cortar su verborrea y cuándo lo más prudente era que llamara al encargado para evitar que todo acabara a golpes. Quizá por eso, logró pasar los años con sólo un par de palizas -una se la dio un verdulero borracho y la otra un matón procedente del norte de Africa- y una cicatriz que apenas se veía cuando la luz era escasa.

Cuando cruzó la línea que señalaba las dos décadas de existencia, Rode sabía que cada nueva jornada en la que contemplaba la luz del sol al amanecer constituía algo tocado de manera extraordinaria por algún dios. El saber de qué divinidad se trataba constituía un asunto ya más arduo. Al carecer de familia, Rode no poseía los dioses manes, lares y penates que eran objeto de culto en cada hogar romano. Ni conocía a sus antepasados ni tampoco poseía un lugar que necesitara protección especial de los dioses. Sus amos, por supuesto, sí contaban con esos lares, pero, pensaba ella, seguramente ya tenían bastante con dispensarles protección y no iban a ocuparse de ninguna de sus meretrices. Por lo que se refería a sus compañeras, todas ellas eran mujeres que creían en algún dios o diosa que pudiera preservarlas de las enfermedades o las palizas, que fuera capaz de evitar sus embarazos, y que incluso, en una extraordinaria muestra de favor, poder y gracia, lograra arrancarlas de aquella existencia.

Rode lo ignoraba, pero, en otra época, Genita Mana, Acca Larentia o Carna hubieran sido divinidades que se habrían ofrecido como opciones atractivas para ayudarla a enfrentarse con el miedo a la enfermedad, la desgracia o la miseria. Ahora sus adoradores eran muy escasos y Deméter, Dionisos, Hécate o Cibeles gozaban de más devotos. Sin embargo, no se inclinó por ninguna de ellas. El objeto de su elección acabó determinándolo un episodio peculiar.

Una mañana en que el número de clientes era bajo y disponía de algo de tiempo libre, se acercó al cubículo cercano para charlar con Albina, una esclava algo mayor que ella. Para sorpresa suya, la encontró lavándose con notable dedicación, como si fuera a acicalarse. No es que fuera extraño que una prostituta se lavara, pero, por regla general, esperaban a terminar la jornada de trabajo para hacerlo. Además, ¿qué sentido hubiera tenido limpiar algo que iba a volver a ensuciarse en tan sólo unos instantes?

– ¿Ya has terminado? -había preguntado sorprendida Rode.

Albina se había vuelto hacia la puerta y había sonreído. Sin duda, su sonrisa hubiera resultado hermosa de no faltarle un par de dientes de la mandíbula superior.