XVI
Durante los días que siguieron a la visita relámpago de Hitler a Viena, todo pareció regresar a la normalidad. Era verdad que los miembros de las SA parecían haber ocupado todos los edificios de importancia y que no faltaban banderas con esvásticas colgadas de las ventanas y balcones de casi cada casa. Sin embargo, los comercios seguían abiertos, las escuelas continuaban impartiendo clases y los trabajadores acudían cada mañana a su empleo para ganarse la vida. No faltaban los rumores de detenciones, pero éstas debían de tener lugar sin ser vistas y, de momento, la mayoría de la gente se sentía tranquila.
El mismo Eric no dejó de asistir a la Academia de Bellas Artes y apenas percibió diferencias con lo que había vivido en los meses anteriores. Los seguidores de Hitler eran claramente visibles por insignias, brazaletes e incluso uniformes, pero no parecía que aquello influyera en exceso en la vida corriente. De hecho. Rose y Eric no interrumpieron sus paseos a la salida de clase.
Fue precisamente entonces cuando Sepp volvió a hacer acto de presencia. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que lo había visto en clase y se había modificado tanto su aspecto exterior, que Eric necesitó unos instantes para reconocerle. Sin duda, había crecido en aquellos meses que había estado ausente de la Academia de Bellas Artes, pero, además de su estatura, también el porte de Sepp había cambiado de manera radical. Sus cabellos rubios destacaban más sobre una tez ahora bronceada y su cuerpo parecía haber adoptado un aspecto especialmente musculoso y fuerte.
Entró en el aula con paso firme y descendió los escalones en dirección al lugar donde estaban sentados Eric y Rose. Sin embargo, contra lo que había temido Eric nada más descubrir su presencia, no miró a la muchacha. En realidad, se esforzó por apartarla de su campo visual. Luego clavó la vista en el estudiante y, colocándose los puños en la cintura, dijo:
– ¿Cómo te van las cosas?
– Bien, muy bien. ¿Y a ti? -respondió Eric con toda la rapidez que pudo.
– Extraordinariamente -dijo Sepp, mientras seguía contemplándolo de hito en hito.
– Me alegro -mintió Eric, sosteniendo la mirada del camisa parda.
Una sonrisa pegajosa se posó sobre el rostro de Sepp al mismo tiempo que levantaba la mano derecha y chasqueaba los dedos pulgar y corazón.
Un camisa parda acudió al escuchar a Sepp y, echando mano a una bolsa que llevaba en bandolera, sacó un periódico y se lo tendió.
– La última vez que nos vimos -dijo Sepp, mientras cogía el panfleto sin dejar de mirar a Eric-, hablamos de algunas cosas muy interesantes. Los nacional-socialistas no pretendemos convencer a los viejos que son presa de prejuicios rancios, pero sabemos que la juventud está con nosotros, porque nuestro es el porvenir. Creo que te vendrá muy bien leer esto.
Eric tomó el periódico mientras se esforzaba en seguir manteniendo la mirada de Sepp.
– Lo leeré. Gracias -dijo, intentando no parpadear.
Sepp no respondió. Se cuadró militarmente, estiró el brazo en el saludo romano y dijo con voz bronca: -¡Heil Hitler!
Nadie respondió al grito de Sepp, que enseguida dio media vuelta y comenzó a subir los peldaños que conducían hacia la salida.
– ¡Qué desagradable es este muchacho! -dijo Rose, apenas Eric se hubo sentado a su lado-. ¿A quién pretende impresionar con ese uniforme y esos correajes?
Eric se mantuvo callado, pero algo en su interior le decía que Sepp buscaba causar más el temor de los hombres que la admiración de las mujeres.
– Es un estúpido -continuó hablando Rose-. ¿A quién se le ocurre entrar así en una Academia de Bellas Artes? ¿Qué se ha creído? ¿Que esto es un cuartel de las SA?
Eric no respondió a ninguna de las preguntas. Ni siquiera sentía la tentación, que hubiera debido reprimir, de responder a Rose dejando de manifiesto lo necio y odioso que era Sepp. Se limitó a guardar la publicación en su cartapacio y recibió con alivio la entrada del profesor en clase.
A pesar de que se sentía preocupado por la situación de Lebendig, Eric no era víctima de una inquietud especial tras la conquista del poder por los nazis. En la Academia se veía ocasionalmente a algún alumno con símbolos nacional-socialistas, pero no había presenciado ninguna pelea, ninguna algarada, ningún incidente que mereciera el calificativo de desagradable. Por otra parte, lo que para él era más importante, las clases, habían continuado como si nada hubiera cambiado en Austria. Desde luego, si los profesores sentían algo, lo ocultaban con un éxito absoluto.
Aquella mañana, Eric se comportó de una manera totalmente normal. Atendió en el aula, realizó los ejercicios pertinentes y luego acompañó a Rose hasta su casa. Tan sólo cuando se dirigía hacia la pensión de Frau Schneider reparó en un pajarillo de plumas azuladas, que se desplazaba dando saltitos por encima de los barrotes de una verja baja. Jamás había contemplado el estudiante un animal como aquel y ahora su gracia y, sobre todo, su colorido poco habitual le impulsaron a querer dibujarlo. Abrió el cartapacio para sacar un papel y entonces contempló la portada de la publicación que le había entregado Sepp.
En un apretado conjunto aparecían agrupados unos cuerpos infantiles que también podrían haber pertenecido a unos ángeles, dado que sobrevolaban por encima de unas cabezas indudablemente humanas. Humanas, sí, aunque repugnantes. Sus rostros, gordezuelos y coronados por negros cabellos ensortijados, destacaban no sólo por unas horribles narices ganchudas, sino también por servir de sede a unos ojos caracterizados por la maldad y la avidez. Aquellos seres repugnantes, cuyas facciones no pertenecían a ninguna raza que Eric hubiera visto jamás, recogían en bandejas la sangre que brotaba de los seres etéreos que flotaban sobre ellos. Que se trataba de repulsivos recolectores de sangre inocente parecía, pues, obvio, pero ¿quiénes eran y a quiénes arrancaban el fluido vital?
Sumido en el estupor, Eric decidió averiguarlo. Sin embargo, a medida que se adentraba en la lectura de aquel periódico, sus preguntas no sólo no encontraban respuesta sino que se iban multiplicando casi con cada página que pasaba. Para empezar, una cita de Voltaire, el filósofo francés modelo de la Ilustración del siglo XVIII, afirmaba que «los hurones, los canadienses y los iroqueses eran filósofos humanitarios comparados con los israelitas». A continuación, unas letras mayúsculas del alfabeto gótico afirmaban: EXPOSICIÓN DEL PLAN JUDÍO CONTRA LA HUMANIDAD NO JUDÍA. Debajo se indicaba: I. EL PUEBLO ASESINO.
Lo que venía después era una colección de citas de diversas obras que, supuestamente, probaba la existencia de un plan judío destinado a lograr el exterminio de los que no pertenecían a su raza. No pudo el joven entender mucho de aquellas frases, pero cuando se adentró en el relato de los asesinatos comenzó a sentir un vago malestar. Se trataba de historias truculentas en las que un grupo de judíos daba siempre muerte a un gentil, valiéndose de un método especialmente sanguinario. Así, refiriéndose a Helmut Daube, un muchacho asesinado en la noche del 22 al 23 de marzo de 1932, el folleto afirmaba: «A las cinco sus padres lo encontraron muerto, en la calle, frente a su casa. Su garganta había sido seccionada hasta la espina dorsal, y sus órganos genitales habían sido extirpados. Casi no se encontró sangre. Las manos de este infortunado muchacho estaban deshechas en pedazos y su abdomen mostraba numerosas heridas de cuchillo».
Eric apartó la vista del texto. ¿Podía ser verdad aquello que estaba leyendo? ¿Realmente entraba dentro de las leyes secretas de los judíos el propósito de matar a los que no pertenecían a su religión? ¿Podía ser cierto que en algunas de sus festividades se dedicaran a buscar a inocentes con la única finalidad de sacrificarlos, primero, y desangrarlos después? Se llevó la diestra hasta la boca y, por un instante, se pellizcó los labios. Luego volvió a dirigir la mirada hacia aquellas páginas recubiertas de apretujados caracteres y continuó leyendo.