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– Puedes llevarte lo que quieras, Eric.

El muchacho apartó las fotos y las colocó sobre una silla con la intención de conservarlas, como si fueran objetos tocados por un halo sagrado.

– Vas a marcharte, ¿verdad? -preguntó al fin.

Lebendig no respondió y se limitó a mirar a Eric.

– Quiero decir -continuó el estudiante- que comprendo que te vayas. Si los nacional-socialistas están deteniendo a gente contraria a ellos… bueno, pueden detenerte cualquier día…

– Sí -reconoció con pesar el escritor-, pueden venir a detenerme cualquier día, pero no tengo la menor intención de irme de Viena.

Aquel reconocimiento de la realidad provocó en Eric un desagradable sentimiento de ansiedad, que se posó sobre la boca de su estómago. Dudó por un instante si continuar aquella conversación o concluir la tarea que le había encomendado Lebendig y marcharse. Al final, la preocupación fue más fuerte que sus deseos de comportarse educadamente.

– Karl -dijo al fin-. No deseo… no deseo ser indiscreto… Tú sabes que te aprecio, que te estoy muy agradecido por todo pero… pero creo que te equivocas. Deberías marcharte, deberías desaparecer, deberías…

– Sé lo que debería hacer -le interrumpió Lebendig, mientras esbozaba una de sus peculiares sonrisas-, pero me quedo.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué? -exclamó Eric, alzando al aire los dos brazos-. ¡Esta cabezonería puede costarle la vida!

Pronunció la última frase y se arrepintió inmediatamente de su falta de consideración. No tenía ningún derecho a acusar de nada a Lebendig, y ahora se sentía pesaroso pensando que el escritor se ofendería con sus palabras. Sin embargo, Karl estaba muy lejos de abrigar esas sensaciones. Por el contrario, su interior rebosaba de ternura viendo a aquel joven que podía estar tan lleno a la vez de talento y de ingenuidad.

– Conservar la vida es importante -dijo al fin- y, además, constituye una obligación moral, pero… pero hay veces en que ese deber tiene que ceder ante otros.

– Pero… pero… -balbució Eric-, ¿qué deber puede ser ahora más importante? Si… si se trata de escribir… bueno, podrías hacerlo en otro país, y además con más libertad… Si te vas de Viena, si dejas Austria, podrías informar al mundo sobre Hitler y sobre lo que hace y…

– No se trata de eso -le interrumpió suavemente Lebendig.

– Pues lo siento, Karl, pero no lo entiendo.

Lebendig inspiró hondo, como si hubiera sentido un dolor repentino que no podía extinguir y que se esforzara infructuosamente por dominar.

– Eric -exclamó al final con un hilo de voz-, Tanya se está muriendo.

XVIII

Eric abrió la boca una vez y otra e incluso una tercera, pero no logró articular un solo sonido. Se sentía incapaz de reaccionar, de la misma manera que si alguien le hubiera golpeado en la cara con una puerta o que si hubieran descargado un martillazo sobre el cráneo.

– Es una historia muy larga -prosiguió Lebendig- y no tiene sentido que te la cuente ahora. Tanya y yo nos amamos desde hace muchos años, pero hace un tiempo que decidió marcharse de mi lado. Llegué a creer que nunca volvería a verla, pero hace unas semanas regresó a Viena, porque estaba sola y porque se sentía mal. La llevé a un médico amigo, un antiguo compañero de estudios. Enseguida se dio cuenta de que hay algo en su pecho que la está devorando y que le quitará la vida en meses, quizá incluso en días.

– ¿No… no puedes llevártela a otro lugar? -acertó a decir finalmente Eric.

– No -respondió Lebendig, mientras tomaba asiento-. Está muy grave y un traslado sólo serviría para acortarle la vida y causarle más sufrimientos.

– ¿Y no puede quedarse nadie cuidando de ella? -preguntó Eric con la voz impregnada de ansiedad-. Quizá podrías pagar a alguien para que la atendiera…

– No -contestó con firmeza Lebendig-. He pasado demasiado tiempo separado de ella y no voy a dejarla en sus últimas horas.

El estudiante se preguntó por qué Lebendig se había desprendido de todo lo que tenía, si nada sería capaz de curar a Tanya e incluso él podía terminar detenido por los nacional-socialistas.

– Vendí todo -continuó el escritor, como si hubiera adivinado lo que Eric estaba pensando-, porque el tratamiento médico le proporciona una ilusión. Es muy caro y no va a curarla, eso lo sé, pero le hace mantener la esperanza y cuando muera… cuando muera creerá simplemente que está a punto de dormirse.

Eric no dijo una sola palabra. Lo que estaba escuchando sobrepasaba de tal manera lo que hubiera podido imaginar que le impedía incluso ordenar sus pensamientos.

– Las dos últimas semanas no ha podido apenas moverse de la cama, pero quizá así es mejor. Gracias a lo que ella piensa que es una simple crisis de agotamiento, todavía ignora que los camisas pardas controlan las calles -continuó Lebendig-. En realidad, está tan convencida de que su dolencia es un mal pasajero que, cuando esta mañana estuve con ella, nos entretuvimos charlando sobre un futuro viaje a Egipto. Quedamos en realizarlo en el otoño porque es la época ideal para remontar el Nilo sin que el calor resulte agobiante.

Eric guardó silencio, mientras se le formaba un insoportable nudo en la garganta. Sabía que Karl y Tanya nunca volverían al país de los faraones, ni a ninguno de los lugares a los que habían viajado, y esa certeza le creaba una angustia tan grande como si supiera que les estaban privando de manera injusta de algo inexplicablemente hermoso. Era como si, en realidad, incluso ya hubieran muerto.

– Tengo algo para ti -dijo de pronto el escritor-. Lo compré nada más saber el diagnóstico sobre la dolencia de Tanya.

El estudiante se revolvió incómodo en el sofá ante el anuncio de una nueva sorpresa. Permaneció sentado, mientras Lebendig se levantaba para dirigirse a su despacho, esperando impaciente a que regresara. Lo hizo al cabo de un par de minutos, llevando en la mano un sobre blanco.

– Toma -le dijo, tendiéndoselo a la vez que volvía a tomar asiento-. Son dos billetes de tren.

– ¿Dos… qué? -interrogó estupefacto Eric.

– Dos billetes de tren -respondió Lebendig-, para Zurich. Los compré hace tiempo para Tanya y para mí, pero está claro que no vamos a utilizarlos. Creo que Rose y tú podréis aprovecharlos ahora. La verdad es que me has hecho un favor apareciendo por aquí, porque me has ahorrado tener que dejártelos en la pensión. ¡Ah! La fecha de salida es para mañana por la noche. No puede ser más providencial, porque pasado mañana, según me ha contado Ludwig, que suele estar muy bien informado de estas cosas, habrá una redada general en Viena. Por lo visto, las SS cuentan con realizar millares de detenciones.

– Pero… pero… ¿qué voy a hacer yo con dos billetes para Zurich?

– Muy sencillo. Marcharte. Es obvio que no puedes quedarte en Viena, con los camisas pardas paseándose por las calles y dando mamporros.

Eric se dejó caer sobre el respaldo del sofá, abrumado por lo que acababa de oír. Definitivamente, su buen amigo debía de haberse trastornado.

– Pero, ¿por qué tengo yo que marcharme a Zurich?

– Porque, si no lo haces, acabarán contigo -respondió Lebendig con un tono de voz inusitadamente duro.

Calló el escritor y respiró hondo, como si necesitara más aire para brindar a su amigo la explicación que le estaba pidiendo.

– Mira, Eric -comenzó a decir-, tú tienes talento. Es verdad que no te interesa la política y que no distingues un comunista de, digamos, una bellota, pero eso no es lo importante. Lo importante es que eres un genio y que, por serlo, siempre destacarás de la masa amorfa que tanto gusta a las dictaduras. No tardarás en dejar de manifiesto que sus pintores, sus dibujantes, sus diseñadores de carteles son meros monos de imitación; que escriben y pintan al dictado de los poderosos; que tienen muy poca materia gris, si es que tienen alguna, entre las orejas. Cuando eso suceda, aunque no digas una sola palabra, te odiarán y querrán acabar contigo.