César Vidal
El último tren a Zurich
Para Sagrario, que pespuntea de luz
belleza y alegría
mis recuerdos de Viena
que hubiera resultado distinta
– y mucho menos hermosa- sin ella.
I
Pasó sobre su cabeza con la rapidez de una centella, surcó los limpios huecos situados entre las armoniosas columnas y se estrelló con un ruido seco contra la decorada pared. A Eric no le habría extrañado que aquel objeto que apenas había podido distinguir quedara pegado, como las mariposas que su tía coleccionaba y clavaba, en aquellos muros. Sin embargo, estalló en mil pedazos y tan sólo dejó un reguero de espumilla brillante que a Eric le llevó a pensar en el rastro húmedo de los caracoles. Dada su predisposición a distraerse con temas banales, en otro tiempo y en otro lugar se hubiera entregado a recordar no sólo los ya citados seres sino también las lapas o cualquier otro animal que fuera dejando en pos de sí un recuerdo acuoso de su paso. No sucedió así, por la sencilla razón de que distraerse en esos momentos habría resultado una imprudencia imperdonable.
Con la intención de evitar un golpe, se deslizó a cuatro patas por el suelo encerado y, procurando no resbalar, buscó refugio detrás de una de las mesas. Consistía ésta en una gran laja de mármol blanco sostenida en el aire por unas patas cruzadas de metal negro y labrado, y cuando miró, cubierto por ellas, se dijo que habría preferido encontrarse resguardado por un muro.
Mientras se esforzaba por no dejar un solo centímetro de su cuerpo fuera del campo de protección del mueble, dirigió la mirada hacia la izquierda. Allí, a un paso de la puerta, un grupo confuso pero muy compacto de jóvenes ataviados con camisas pardas y brillantes correajes negros descargaba sus porras una y otra vez sobre lo que parecía un deforme gurullo formado por un abrigo negro y unas manos extendidas y llenas de sangre. A unos metros de aquella paliza, un par de muchachos vestidos con el mismo uniforme estaban pasando unas huchas rojizas por las mesas en solicitud de donativos. Visto lo que estaban haciendo con el pobre infeliz que taponaba la entrada, los presentes no mostraban lentitud alguna. Echaban en las ranuras monedas o incluso algún billete doblado, ya que, a juzgar por la expresión de sus rostros, no podían permitirse la menor reticencia frente a aquella colecta.
Los muchachos de las alcancías parecían, desde luego, contentos. Cada vez que aumentaban sus haberes, movían los alargados recipientes con un rápido gesto de la muñeca y les arrancaban un alegre sonido metálico.
Desvió Eric los ojos hacia la derecha y contempló a los camareros, que se habían colocado con las nalgas pegadas contra el mostrador a la espera de que concluyera todo. Sin duda, el calvo tenía miedo de que aquellos uniformados jóvenes la emprendieran a golpes con alguien distinto del desdichado al que estaban moliendo a la entrada. Sin embargo, no todos mostraban semejante inquietud. Uno de ellos, delgado, moreno y con ojos azules, contemplaba la escena con el mismo gesto aburrido con que habría visto llegar el camión de la leche. En cuanto a los dos empleados restantes, se habían colocado las bandejas delante del pecho como si así pudieran protegerse mejor de cualquier eventualidad desagradable. Estaba Eric contemplando aquellas reacciones tan dispares cuando un soniquete metálico le obligó a cambiar su ángulo de visión.
Uno de los jóvenes de camisa parda se había detenido ante una mesa, situada a cinco metros escasos, mientras hacía repiquetear la hucha con golpes acompasados e ininterrumpidos. No podía ver Eric a la persona a la que instaba, bastante infructuosamente por cierto, a contribuir. Sin embargo, a pesar de que lo mejor hubiera sido no cambiar de posición, su curiosidad resultó más fuerte que su prudencia. Reculó unos centímetros, colocó las yemas de los dedos sobre el mármol y se impulsó lo suficiente como para poder proyectar la mirada por encima de la mesa.
Un hombrecillo un tanto sobrado de peso escribía con una pluma de color corinto sobre un cuaderno de inmaculada blancura. El hecho en sí no habría tenido la mayor importancia de no ser porque el joven uniformado se encontraba ante él y agitaba cada vez con más fuerza la hucha. Ciertamente, aquel gordito debía de ser muy sordo o estar loco por completo.
– El movimiento nacional-socialista solicita su ayuda -dijo el muchacho de la alcancía, y Eric se dio cuenta de que habían sido las primeras palabras pronunciadas por alguien de aquel grupo. Hasta ese momento les había bastado con realizar gestos, con o sin porras, para lograr lo que deseaban.
Apenas acababa de pronunciar el joven la última palabra, el hombre levantó los ojos del papel. La suya fue una mirada totalmente exenta de temor. Por un instante, la posó sobre el muchacho y luego volvió a bajarla para continuar escribiendo.
La alcancía enmudeció a la vez que el muchacho de la camisa marrón enrojecía hasta la misma raíz de los cabellos. Hasta ese momento, todos los presentes se habían doblegado ante aquella petición independientemente de los deseos que tuvieran de hacerlo y ahora… ahora…
– ¿Sucede algo, Hans?
Eric miró de forma instintiva hacia el lugar del que procedía la voz. Se trataba del segundo postulante. Había abandonado el lugar donde estaba realizando su cuestación y, pasando bajo los elegantes arcos del café, se acercaba ahora con pasos acelerados a su camarada.
– ¿Sucede algo, Hans? -volvió a preguntar.
No respondió, pero tampoco fue necesario. La vista de su compañero se dirigió hacia el hombre que seguía escribiendo y entonces se detuvo en seco, igual que si se hubiera topado con un muro invisible. Tardó unos instantes en recuperarse de la impresión y, cuando lo hizo, giró en redondo y echó a correr hacia el grupo de camisas pardas que había en la puerta. Habían terminado ya de golpear al hombre del abrigo negro y estaban charlando animadamente entre ellos, intercambiando risas y manotazos. Eric pudo ver que el segundo postulante llegaba a su lado y pronunciaba unas palabras al oído del que parecía de mayor edad. Éste dio un respingo y lanzó una mirada rápida en dirección a la mesa. A continuación apretó los labios y se dirigió, dando zancadas, hacia aquel sujeto empeñado en seguir escribiendo.
– Sé quien eres -gritó más que dijo al llegar a su altura-. Un día haremos un montón con todos tus libros y les prenderemos fuego…
Eric tragó saliva al escuchar aquellas palabras, pero el hombre continuó deslizando la pluma sobre el papel como si, ajeno a lo que sucedía, se encontrara inmerso en una calma total. Fue precisamente esa serenidad la que provocó una mayor irritación en su interlocutor. Con gesto rápido, sacó la porra de la cartuchera y la descargó contra la mesa de mármol.
El tañido de un centenar de campanas no le habría parecido a Eric más ensordecedor que aquel rotundo golpe único. De hecho, todos los presentes, a excepción de los camisas pardas y del camarero de los ojos azules, dieron un respingo, a la vez que contenían la respiración.
El hombre dejó la pluma sobre la mesa y a continuación se llevó, de manera sosegada, la diestra al bolsillo de la americana. Daba la impresión de que iba a buscar algo de dinero con el que calmar a los camisas pardas, y ese pensamiento infundió una cierta calma entre los presentes. Parecía que, al fin y a la postre, para bien de todos, entraba en razón. Esa misma certeza hizo que una sonrisa pegajosa aflorara en el rostro del jefe del grupo. Sin embargo, el silencioso hombre extrajo de su chaqueta, no un monedero, sino una cajita rectangular de terciopelo azul. La abrió parsimoniosamente y colocó la pluma en su interior. Luego volvió a guardar el estuche en la americana y se cruzó de brazos mientras miraba a los dos camisas pardas.