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Se trataba de una estancia espaciosa, pero nadie en su sano juicio hubiera juzgado que su disposición era normal. Con la excepción de un pequeño trozo de pared, donde se dibujaba una chimenea, y de otro paralelo a uno de los cuerpos de un sofá en forma de ele, todos los muros estaban cubiertos completamente por estanterías de modesta y barata madera. En ellas los volúmenes se apiñaban unos sobre otros en un caos punto menos que carente de forma. Por si todo lo anterior fuera poco, buena parte del espacio que mediaba entre la puerta y el sofá se hallaba ocupado por más pilas de libros, revistas y lo que parecían ser discos.

– Disculpa que todo ande un poco manga por hombro -dijo Lebendig-. Como trabajo en casa…

«Como trabaja en casa, precisamente debería ser más ordenado», pensó Eric. «¿Cómo diantre puede moverse por la casa sin empezar a tirar libros? Y, aunque lo consiga, ¿cómo logra encontrar lo que busca en medio de esa jungla de volúmenes y papeles?»

– Acomódate donde quieras… -añadió el escritor-. A propósito, no me has dicho cómo te llamas.

– Eric -respondió el muchacho, mientras miraba en torno suyo cada vez más abrumado por lo que veía-, Eric Rominger.

– Eric Rominger -repitió Karl Lebendig, como si fuera un eco-. Suena bien. Bueno, Eric Rominger, ¿qué prefieres, té, café, cacao, leche?

– Creo que preferiría un cacao -contestó el muchacho.

– Cacao, estupendo. Siéntate en lo que voy a prepararlo.

Mientras Karl se perdía por el pasillo, Eric se preguntó donde podría sentarse. Una parte no pequeña del inmenso sofá estaba cubierta de libros y papeles y, aunque no faltaba espacio libre, tenía dudas de que fuera suficiente para dos personas.

– Retira lo que quieras y ponlo en el suelo -escuchó que decía Karl desde el otro extremo de la casa-. Ya lo ordenaré yo luego.

«¿Ordenarlo luego?», se preguntó Eric. ¿Qué idea tendría aquel hombre de lo que significaba esa frase? Porque, a juzgar por la pátina de polvo que recubría alguno de aquellos montones, había que llegar a la conclusión de que llevaban mucho tiempo -quizá meses- sin que nadie hubiera intentado acabar con aquel barullo.

Procurando que no se le escapara nada de entre las manos, retiró los suficientes materiales de encima del sofá como para permitir que dos personas se sentaran holgadamente. Luego, mientras se restregaba las manos para arrancar de ellas el polvo que se le había adherido, comenzó a pasear la mirada por la habitación. A su izquierda había un balcón -ante el que se extendía una de las partes del sofá- y a ambos extremos del muro que tenía enfrente se abrían dos puertas, que llevaban a sendas habitaciones. Pensó que serían dormitorios y que Dios quisiera que en ellos no hubiera tantos libros y tanto desorden como los que invadían el salón.

– Bien, Eric Rominger -escuchó que decían a su izquierda-. Aquí está tu cacao.

Karl Lebendig entró en la habitación sujetando con ambas manos una bandeja de madera clara. En su superficie descansaban una taza de forma extraña, más cercana a la de un bote de conservas que a cualquier otro objeto que Eric hubiera podido ver nunca, y un vaso alargado de cristal, del que salía un humillo que anunciaba elocuentemente dulzura y calor.

El escritor depositó los recipientes en una mesa baja, que estaba situada frente al sofá, y luego tomó asiento. El mueble no crujió al recibir el impacto de su peso pero se hundió lo suficiente como para que Eric temiera verse precipitado contra su anfitrión.

– De manera que has leído algunos de mis libros -comenzó a decir el escritor-. ¿Tienes preferencia por alguno en particular?

– Sí -respondió Eric sin dudar un solo instante-. Bueno… en realidad, todos los que he leído me han gustado, pero… pero hay uno que me resulta muy especial…

– ¿Ah, sí? -preguntó Karl, mientras sonreía-. ¿Cuál?

– Las canciones para Tanya -respondió Eric con la voz rezumante de entusiasmo-. Son tan hermosas, tan sentidas…

El muchacho estaba tan absorto en el recuerdo de las emociones que le había provocado el libro de Lebendig que no advirtió una tenue sombra que había descendido sobre el rostro del escritor.

– Tanya existió, ¿verdad? -preguntó Eric, alzando la voz-. Vamos, creo que tiene que ser así, porque nadie puede imaginar a una mujer tan maravillosa si no…

– Sí -cortó Karl-. Tanya existió, y ahora creo que es mejor que hablemos de otra cosa.

IV

Eric se quedó momentáneamente sin poder articular palabra. Hasta ese momento, Lebendig se había comportado con una amabilidad notable, incluso excesiva, pero la sola mención de Tanya parecía haber operado en él una mutación inexplicable. Sus mandíbulas, de trazado suave, se habían endurecido y sus ojos habían adquirido un aspecto húmedo y pétreo. El muchacho deseó en ese momento no haber formulado aquella pregunta, no haber subido al piso, incluso no haber conocido al escritor. Abrió y cerró la boca como si intentara respirar mejor y entonces, sin pensarlo, dijo:

– ¿Por qué no tuvo usted miedo de aquel grupo de energúmenos?

Lebendig giró la cabeza hasta que su mirada se cruzó con la del muchacho. Instantáneamente, desapareció de su rostro el gesto de áspera dureza que lo había cubierto y en la comisura de los labios volvió a hacer acto de presencia aquel esbozo de sonrisa que ya había dirigido a Eric con anterioridad.

– Los nacional-socialistas son un hatajo de cobardes -dijo Lebendig-. ¡Oh, sí! Son muy valientes cuando acuden en masa a un café a atemorizar a ancianos, o cuando pegan a un judío en un callejón, pero cuando tienen que vérselas con un par de policías con redaños… echan a correr como conejos. No hay más que ver lo que sucedió esta mañana.

– Pero -objetó el muchacho-, en Alemania llegaron al poder hace cinco años…

– Sí, es cierto -reconoció Lebendig-, pero es que allí nadie se propuso pararles los pies. Se uniformaron y nadie hizo nada; constituyeron sus milicias y nadie hizo nada; quemaron papeleras y comercios y nadie hizo nada; amenazaron, golpearon y asesinaron a inocentes y nadie hizo nada… Por supuesto, había gente que protestaba y que los llamaba por su nombre, pero los jueces, los policías, los políticos…

– En Alemania no parece que les vaya tan mal… -pensó en voz alta Eric-. Además, los alemanes no son estúpidos…

– Eso es lo peor -resopló Lebendig-, que no son una nación de retrasados mentales. Quiero decir que si fueran caníbales o jamás hubieran escuchado el Evangelio o acabaran de descubrir la escritura… ¡No! ¡No! ¡Qué va! Hace siglos que Alemania derrama la luz de su saber y su arte sobre el orbe. Beethoven, Schiller, Bach, Goethe, Durero… todos ellos alemanes, ¡todos! ¡Y de repente deciden votar a ese austríaco majadero, que tuvo que marcharse de este país porque no había los suficientes locos ni canallas como para seguirlo y formar un partido!

Calló el escritor y Eric tuvo la sensación de que no había dejado de meter la pata desde que había entrado en aquella casa. Ya le había advertido su tía de que debía evitar el trato con desconocidos. Lo mejor sería levantarse ahora mismo y marcharse cuanto antes. Estaba a punto de hacerlo, cuando Lebendig volvió a hablar.

– ¿Sabes cuál es la base sobre la que los nacional-socialistas han levantado su imperio? ¿No? Pues yo te lo voy decir. El miedo. Sólo el miedo. Cuando la gente comenzó a aceptar que era mejor darles dinero, o contemplar con los brazos cruzados cómo pegaban a un infeliz, o huir ante ellos cuando quemaban tranvías o librerías, cuando empezaron a hacerlo, no los convirtieron en seres pacíficos ni en ciudadanos decentes. No, lo único que consiguieron fue abrir camino a ese Hitler. Si hubieran demostrado firmeza contra ellos, todo habría sucedido de otra manera. Ésa es una desgracia que no se ve alterada porque Beethoven fuera alemán y, desde luego, el día menos pensado puede suceder aquí lo mismo, si no nos damos cuenta de ello y hacemos algo por remediarlo.