Eric torció la cara en un gesto de contrariedad, pero no dijo una sola palabra.
– En la carta te explica por qué no ha podido venir -Ludwig hizo una pausa y añadió:
– Te quiere. Yo diría que te quiere mucho, a juzgar por la forma en que intentaba no llorar mientras me entregaba la carta, pero no puede acompañarte.
– Pues entonces me quedo -masculló Eric.
– Entonces te vas -dijo Ludwig, clavando la mano en el brazo del estudiante y obligándole a caminar hacia uno de los vagones.
– No quiero -se revolvió el estudiante-. No quiero marcharme y no lo haré.
– ¡Oh! Por supuesto que lo harás -le contradijo el periodista, mientras su mirada adquiría un tono acerado-. Karl pagó esos billetes y quiere que te salves y te salvarás. Y la chica… y la chica se reunirá contigo un día de éstos…
Mientras pronunciaba las últimas palabras, Ludwig arrancó la maleta de la mano de Eric. Luego continuó empujándolo hasta que lo tuvo contra el vagón.
– Ahora te subes al tren y te vas. Sí, te vas.
El «te vas» quedó opacado por el silbido de la máquina anunciando su marcha y la voz ronca de un empleado de la estación haciendo el último llamamiento a los viajeros para que ocuparan sus asientos.
– ¡Vamos! ¡Vamos! -insistió Ludwig, sin dejar de empujar al muchacho. Fue en ese momento cuando advirtió que la vista de Eric había quedado fija en un punto perdido a sus espaldas.
– ¿Qué miras? -dijo, mientras se daba la vuelta para descubrir lo que tanto llamaba la atención del muchacho.
Lo comprendió con sólo echar un vistazo. A unos vagones de distancia, justo en el extremo del convoy, acababa de aparecer un grupo de camisas pardas.
Ludwig tragó saliva intentando no perder un aplomo que le costaba mucho conservar intacto. Luego se volvió hacia Eric para lograr que subiera de una vez al tren. Lo que descubrió entonces fue a un muchacho cuya mandíbula inferior se había descolgado dejándole con la boca abierta en un gesto de sorpresa. ¿Qué le pasaba? ¿Tanto le asustaban los recién llegados? Se formulaba estas preguntas cuando los labios del estudiante se unieron para decir una sola palabra:
– Sepp.
No entendió Ludwig lo que había dicho el muchacho, pero éste no tardó en aclarárselo.
– Karl tenía razón -dijo en un susurro-. Viene a por mí. Viene a por mí, porque Rose me prefirió. Quiere matarme.
El periodista miró alternativamente a los camisas pardas y a Eric.
– ¿Es ese chico alto? -preguntó el periodista.
El estudiante asintió con la cabeza.
– Bien, pues sube al tren de una vez. ¡Maldita sea! -casi gritó Ludwig, mientras le propinaba un empujón que le impulsó al interior del vagón.
Eric tropezó con la bolsa y, trastabillando, cayó. Colocó ambas manos en el suelo e intentó impulsarse con ellas para ponerse en pie y salir del vagón. Sin embargo, en ese momento un nuevo silbido de la locomotora le taladró los oídos y, apenas un segundo después, una sacudida le hizo perder el equilibrio y golpearse en el hombro contra uno de los tabiques. Intentó nuevamente levantarse, pero el movimiento del convoy se lo impidió. Entonces la portezuela del vagón se cerró y el estudiante quedó sumido en una oscuridad absoluta.
XXI
Ludwig salvó la decena de metros que le separaba de los camisas pardas. El convoy ya estaba abandonando el andén, pero era más que consciente de que aquellos energúmenos podían pararlo con sólo un chasquido de dedos. Posiblemente habían recibido la orden de comenzar a detener a personas a partir de las doce de la noche, pero habían decidido adelantarse, haciendo gala de un notable celo.
Estudió con atención al grupo de camisas pardas. Sí, Sepp debía de ser aquel alto. Sin duda, el perder a una chica en favor de Eric debía de haberle escocido mucho. Pequeño, regordete, dibujante… ¡menudo rival para uno de los chicos duros de las SA! Al pensarlo, Ludwig no pudo evitar que los labios se le fruncieran en una sonrisa burlona. Bueno, todo había sido en bien de Rose. ¡Pobre muchacha, si hubiera caído en manos de aquel bigardo nacional-socialista!
Pasó al lado del grupo y sintió que el estómago se le revolvía al contemplar sus sonrisas burlonas. Bueno, unos segundos más y Eric ya estaría a salvo.
Había llegado casi al extremo del andén cuando decidió arrojar un último vistazo. No… no podía ser.
Uno de los camisas pardas se había despegado del grupo y estaba a punto de subir al estribo del tren. ¡Subir al estribo del tren!
Ludwig desanduvo con toda la rapidez que pudo el camino recorrido y cuando estuvo a un par de metros del grupo gritó:
– ¡Sepp! ¿Estás buscando a la chica que te quitaron?
Un silencio espeso descendió sobre el grupo de SA nada más sonar la pregunta, pero el camisa parda había logrado subirse al estribo del tren.
– En la Academia de Bellas Artes todavía se están riendo de ti, Sepp -gritó Ludwig aún más fuerte.
El semicírculo de camisas pardas se deshizo para formar una fila que miraba estupefacta al periodista. A decir verdad, la mayoría de ellos no sabía a ciencia cierta si el individuo que tenían delante era un borracho o un loco. Un chico rubiajo que estaba al lado de Sepp se llevó un silbato a los labios y sopló con fuerza. Fue bastante para que el camisa parda del tren saltara del estribo y corriera a reunirse con sus compañeros.
Ludwig no pudo evitar sonreír al darse cuenta de que su ardid había dado resultado. Eric ya había abandonado la estación y, con un poco de suerte, al cabo de unas horas habría llegado a Zurich. Ahora se trataba de salvarse él.
Giró con toda la rapidez que pudo sobre sus talones y echó a correr. Logró atravesar el andén y llegar hasta el portalón que conducía al vestíbulo. Detrás de él sonaban pitidos, gritos, pisadas, pero no se distrajo. Algo en su interior le decía que, si conseguía alcanzar la puerta de la calle y luego adentrarse en las manzanas de casas cercanas, ya no podrían atraparlo. Sí, los despistaría en medio de aquellas calles que conocía tan bien, que tanto había transitado, que tanto seguía amando.
Se encontraba a una decena de pasos de la salida cuando sintió un impacto contra el omóplato derecho. No fue muy fuerte pero le hizo perder el ritmo de carrera que había llevado hasta ese momento. Intentó reajustarlo pero un nuevo golpe, esta vez en la parte derecha del cuello, le hizo trastabillar a la vez que, instintivamente, se llevaba la mano al lugar alcanzado. Se trató de un instante, pero bastó para que uno de los camisas pardas le alcanzara. Éste no le tiró la porra, como sus otros dos compañeros, sino que le golpeó con ella en la rodilla.
Ludwig sintió un dolor agudo que le subió desde la rótula hasta la ingle y que le obligó a caer de hinojos. Habría deseado ponerse en pie y continuar la huida, pero ya no fue posible. Sobre su cuerpo descendió un verdadero diluvio de golpes propinados con porras y botas. Por unos instantes le arrancaron incluso algún gemido, pero luego, de repente, sintió como si el cielo se hubiera desplomado sobre su cráneo y la oscuridad se convirtió en total.