Ludwig calló y se pasó la temblorosa mano por la frente, como si así pudiera borrar el terrible recuerdo que le aquejaba. Sin embargo, deseaba acabar su relato. Respiró hondo un par de veces, como si le faltara el resuello y dijo:
– Fue como una centella, Eric. A mi lado pasó uno de aquellos sujetos empapados de barro y agua, subió con dificultad los escalones y llegó hasta donde se encontraba el anciano. Se detuvo entonces y, agarrándole de los brazos, le ayudó a ponerse en pie. Luego recogió la piedra y se la colocó en las manos con la misma delicadeza que si hubiera sujetado un objeto sagrado. Tuvo suerte, porque ningún SS pareció ver lo sucedido. Entonces se dio la vuelta y comenzó a descender la escalera para volver a su puesto. Apenas se hallaba a medio metro de mí cuando pude distinguir su rostro. Llevaba el cabello sucio, como la cara, el cuerpo y las manos, pero lo reconocí inmediatamente, Eric. Aquel hombre era Karl Lebendig.
XXIV
– No dije una sola palabra. Si lo hubiera hecho, se habría detenido con toda seguridad a saludarme y aquello habría significado tentar en exceso a la suerte. Esperé, por tanto, a que llegara la hora del rancho y entonces me acerqué a él. Deseaba saber, por supuesto, cómo le habían detenido, pero, sobre todo, quería informarle de ese código no escrito que rige en los campos de concentración y cuyo desconocimiento puede significar la muerte.
– ¿Cómo consiguieron atraparle? -interrumpió Eric.
– En realidad, lo que habría que preguntarse es cómo tardaron tanto en detenerle -respondió Ludwig-. Mientras caían millares de personas en manos de las SS, mientras quemaban sus libros en hogueras encendidas en medio de las calles, Karl se iba convirtiendo en una leyenda. Todos eran conscientes de que seguía en Viena, pero nadie sabía dónde. En realidad, lo que salvó a Karl durante meses fue el amor.
– ¿Qué quiere decir? -indagó intrigado Eric.
– Cuando los nacional-socialistas se apoderaron de Austria, no fueron pocos los que decidieron escaparse. Karl tendría que haberlo hecho desde el primer momento, pero decidió quedarse porque Tanya, según me contó entonces, se estaba muriendo.
– Sí, ya lo sabía.
– Vendió todo lo que tenía y decidió invertir ese dinero en comprar medicinas y comida y en alquilar un apartamento donde ocuparse de ella y donde, además, tardaran en descubrirlo. Comportarse así equivalía a firmar su sentencia de muerte, pero no creo que tuviera ningún interés en seguir viviendo sin Tanya.
– Seguramente -concedió Eric.
– La mujer aún sobrevivió casi tres meses -continuó Ludwig-. Por lo que Karl me contó, en sus últimas semanas no podía levantarse del lecho y, ya al final, en algunas ocasiones, ni siquiera le reconocía. En realidad, se había convertido en un verdadero esqueleto, pero, según me dijo Karl emocionado, era un «esqueleto bellísimo», junto al que pasaba todo el día, recitándole las poesías que le había escrito en el pasado y susurrándole canciones de amor.
– ¿Sufrió mucho al morir?
– Por lo visto, hacía un par de días que no podía comer y sólo toleraba algunos líquidos -respondió Ludwig-. Karl le acababa de dar un zumo y luego la abrazó. Pesaba ya tan poco que casi parecía una niña, me dijo. Entonces comenzó a entonar una canción en la que el enamorado pedía a su amada que tomara su corazón y su vida. Cuando concluyó, se dio cuenta de que Tanya había muerto.
– Así que consiguió engañarla… -pensó en voz alta Eric.
– No -negó Ludwig-. Nunca la engañó. En realidad, fue ella la que le engañó a él.
– No entiendo.
– Tanya sabía que se estaba muriendo desde hacía más de un año -dijo el antiguo periodista-. Así se lo habían asegurado dos especialistas de Viena. Llegó incluso a visitar al doctor Freud, por si su dolencia pudiera tener raíces psicológicas y era susceptible de curarse mediante el psicoanálisis…
– ¿Fue ésa la razón de que se marchara del lado de Karl?
– Sospecho que sí -respondió Ludwig-. Seguramente, no deseaba que sufriera viendo cómo se apagaba hasta morir. Le dijo que padecía una indisposición pasajera y que se le curaría pasando un tiempo en un balneario. Por supuesto, Karl quiso acompañarla, pero Tanya no se lo permitió.
– ¿Y él ya sabía que estaba enferma?
– No en esa época. Por un tiempo, pensó que la mujer había dejado de amarle y que tan sólo deseaba librarse de él. Se atormentaba diciéndose que su desorden y sus manías la habían alejado de su lado. Naturalmente, cuando regresó a Viena se volvió loco de alegría.
– Y volvió porque lo amaba…
– Sin duda alguna. Imagino que llegó a la conclusión de que no podía vivir, ni morir, sin él. Por supuesto, nada más presentarse en Viena, Karl la llevó a que la examinara un especialista pero, antes, temiéndose lo peor, le suplicó que ocultara a la mujer su situación en caso de ser grave. Se trataba de un antiguo amigo de Karl y aceptó la condición. Lo que ambos ignoraban era que Tanya sabía más que de sobra cuál era su estado. Cuando murió, Karl decidió quemar el contenido de algunas carpetas que ella se había empeñado en conservar. En el interior de una de ellas descubrió los informes médicos que habían entregado a Tanya antes de marcharse de Viena, un año antes. Karl siempre dijo que era la mujer más inteligente del mundo y hay que reconocer que, al menos en esta ocasión, lo demostró de sobrada. Él pensaba que había logrado ocultarle todo, y era ella la que lo había conseguido. Aquella misma tarde, Karl salió del apartamento por primera vez en muchos días. Buscaba una funeraria y se las arregló para que dieran sepultura a Tanya. Naturalmente, ahora ya sabían dónde podían encontrarle y le detuvieron dos días después. Apenas tardaron unas horas en enviarlo a Mauthausen. Habían quemado sus libros en hogueras públicas pero, al parecer, abrigaban la esperanza de ganarlo para su causa.
– ¿Lo consiguieron? -interrogó el muchacho.
– No pudieron quebrantarle, Eric, no pudieron… -dijo Ludwig-. Y la verdad es que lo intentaron todo.
Al escuchar aquellas palabras, el estudiante habría deseado que ahí se detuviera el relato del amigo de Lebendig, pero no supo o no pudo hacerlo.
– Un día -continuó Ludwig- uno de los oficiales de las SS tuvo una idea. No sé… no sé cómo se le pasó por la cabeza, pero decidió que en la sesión de interrogatorio estuviera presente un mono.
– ¿Un mono? -preguntó Eric con un hilo de voz.
– Lo habían golpeado mucho -dijo Ludwig sin responder a la pregunta-. Yo entré para llevar unas bebidas a los SS y estuve a punto de que se me cayera la bandeja al verlo. No se trataba sólo de que tuviera la cara hinchada y el pecho cubierto de sangre. Además tenía las manos moradas y sangrando. Quizá… quizá le habían roto los dedos para evitar que pudiera seguir escribiendo… A ciencia cierta, no lo sé.
Eric sintió que se le formaba un nudo en la garganta, pero se propuso aguantar hasta el final del relato.
– Entonces el oficial de las SS que sujetaba al mono con una correa dijo: «¡Vamos, Pipino! ¡Acaba con él!»
– ¡Dios santo! -musitó Eric.
– Los monos son animales fácilmente excitables. Si se ponen nerviosos o si se sienten presionados, reaccionan de manera violenta. Muerden, arañan, golpean… se convierten en verdaderos monstruos, en fieras enloquecidas…
Ludwig interrumpió el relato y se llevó la mano a la boca, como si deseara limpiarse los labios.
– El oficial de las SS volvió a azuzar al mono y, a continuación, descargó su fusta cerca del lugar donde estaba. No sé… no sé qué clase de adiestramiento tenía aquel simio, pero entendió a la perfección lo que le ordenaban. Saltó al suelo y, corriendo sobre sus cuatro manos, se acercó hasta donde estaba Karl.
Eric guardó silencio, a la vez que los ojos se le humedecían y el nudo que tenía en la garganta se le hacía insoportable.