XXII
Observó el sombreado del lado derecho del rostro y no le gustó. Resultaba demasiado marcado, casi brillante. Frotó entonces la yema del pulgar sobre la zona y ésta adquirió un tono desvaído, como nebuloso. Sí, estaba mucho mejor de esa manera. Trabajó un par de minutos más en el retrato y, finalmente, lo apartó de sí para dejarlo reposar sobre la mesa grande.
– ¿Puedo verlo ya, Herr Rominger?
Eric tardó un instante en responder. Aunque ya llevaba seis meses en Suiza, no conseguía acostumbrarse al trato ceremonioso de sus ciudadanos y, muy especialmente, a que siempre le llamaran por su apellido, antecedido del Herr de rigor.
– No, Frau Steiner, todavía no -respondió al fin.
La mujer, una cincuentona rolliza y rebosante de salud, sonrió fingiendo disgusto.
– Como usted quiera, Herr Rominger, como usted quiera, pero no sabe cuánto deseo verlo terminado.
La mujer se levantó de la silla en la que había estado posando y alargó la mano para coger una bolsa que descansaba en el suelo. La izó casi hasta la altura del pecho y sacó del interior un par de envoltorios que depositó sobre la mesa.
– Le he traído unas manzanas y un poco de queso -dijo la mujer-. Está usted tan delgado…
Eric sonrió. Había padecido casi desde el inicio de la pubertad la sensación de ser regordete y ahora, en menos de medio año, había adelgazado tanto que las camisas con las que había venido de Viena le resultaban escandalosamente holgadas.
– No debería haberse molestado -protestó suavemente.
– No es ninguna molestia, hijo -aseguró la mujer-. Bueno, hasta mañana.
Eric se levantó de su asiento para responder a la despedida y luego recogió con cuidadosa solicitud sus útiles de dibujo. Apenas hubo acabado, echó mano de un cacillo de metal, lo llenó de agua del grifo y lo colocó sobre un infiernillo. Mientras el contenido del recipiente llegaba a punto de ebullición, dirigió la mirada a la ventana. Tres pisos más abajo los niños salían corriendo al patio y comenzaban a gritar y a jugar. Quizá para otra persona aquel bullicio hubiera resultado molesto, pero a Eric le insuflaba una especie de alegría mansa y suave. Para ser sincero, tenía que reconocer que las cosas no le habían ido demasiado mal. Nada más llegar a Zurich, se había encaminado a la dirección que Lebendig le había entregado. Correspondía a un orfanato cuyo director, en efecto, era amigo de Karl. Hacía años que no se veían, pero la sola mención del escritor provocó en él un verdadero torrente de recuerdos gratos y de palabras laudatorias.
– Karl era una persona maravillosa, muchacho -decía a cada tres o cuatro frases-. Realmente excepcional. Cuando los demás estábamos empezando un libro, él ya había leído tres.
El hombre no podía -y bien que lo lamentó- ofrecerle un trabajo decente, pero estaba dispuesto a proporcionarle comida y alojamiento gratis a cambio de que por las noches desempeñara las funciones de celador.
– El actual tiene ya muchos años -dijo con una sonrisa benevolente el director-, pero no podríamos despedirle, por la sencilla razón de que nadie le daría trabajo. Creo que tu colaboración podría significar una gran ayuda para él.
Eric necesitaba también algo de liquidez para reponer los materiales de dibujo y comprarse ropa, pero antes de que llegara a decir nada, el director le había informado de que podría ganar algún dinerillo dando clases particulares a algún niño o realizando algún trabajillo extra. No se equivocó. En los meses pasados nunca le había faltado algún billete para comprar lápices, cuadernos o gomas de borrar, y pronto se había corrido la voz de que un joven refugiado austríaco realizaba dibujos de una especial calidad. Antes de que pudiera darse cuenta, ganaba el dinero suficiente, no sólo para asombrarse de su capacidad de salir adelante, sino también para enviar a la tía Gretel.
En ocasiones, después de vigilar los dormitorios por la noche y acudir a su cuarto para descansar un poco, recordaba su pueblo y a los padres, a los que apenas había conocido, y a su tía, y tenía la sensación de que todo ello pertenecía a una vida que no era la suya, sino otra ya concluida mucho tiempo atrás. Incluso le resultaban extrañamente distantes Karl Lebendig, Tanya y la misma Rose. ¡Rose! No había pasado un solo día en el que no leyera varias veces la carta que le había hecho llegar a través de Ludwig. Conocía de memoria su contenido, aquellas líneas en las que le decía que no podía acompañarle a Zurich, que le resultaba imposible abandonar a su familia de esa manera, que le seguiría amando siempre y que, por supuesto, le esperaría, porque aquella situación absurda -situación absurda- no podía prolongarse mucho tiempo.
Durante una semana tuvo la tentación de escribirle a su casa. Consiguió vencerla pensando que, si la carta era interceptada, la muchacha podía ser culpada de colaborar con un personaje sospechoso. Sin embargo, justo cuando logró que su razón se impusiera sobre sus deseos comenzó a experimentar la insoportable mordedura de los celos. ¿Realmente Rose le esperaría o, por el contrario, acabaría cayendo bajo el atractivo de Sepp? Es cierto que cuando se formulaba esa pregunta, de inmediato se decía que era imposible que la muchacha volviera a enamorarse de alguien como el joven camisa parda, pero aquel razonamiento se disolvía, como si fuera un azucarillo arrojado al agua, recordando aquellos primeros días de curso en que Rose iba siempre acompañada por aquel chico alto y fuerte. Bien pensado, ¿qué habría tenido de particular que así sucediera? A fin de cuentas, Sepp y sus camaradas y, sobre todo, aquel sujeto de bigote a lo Chaplin, eran los que habían vencido. Tan sólo un año antes eran aborrecidos en Austria y ahora todo el mundo parecía quererlos, y los que no, se marchaban sin oponer resistencia.
En el curso de los meses siguientes, Eric asistió a la llegada interminable de nuevos refugiados procedentes de Alemania y Austria. A veces, eran judíos y, a veces, arios. A veces, tenían ideas políticas y, a veces, carecían totalmente de ellas. A veces, pretendían quedarse en Suiza y, a veces, sólo deseaban utilizar el país como un camino de paso hacia Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos o incluso Brasil. Sin embargo, todos presentaban como denominador común el temor a lo que el nacional-socialismo pudiera depararles.
Hacía tan sólo unos días, el país parecía haberse visto anegado por riadas de judíos que huían de lo que llamaban la «noche de los cristales rotos», una verdadera ola de destrucción que se había llevado por delante sinagogas y comercios, casas particulares y escuelas y, sobre todo, vidas humanas. Para mayor pesar de Eric, aquella explosión de violencia había sido más brutal en Austria que en Alemania. ¿Qué habrían hecho su pobre tía, Frau Schneider, Rose, sus profesores, Ludwig y tantos otros durante aquellas jornadas? ¿Habrían seguido las enseñanzas de aquellos papas de los que le había hablado Lebendig o, por el contrario, habrían creído en mensajes cargados de odio, como los contenidos en el número de Der Stürmer que le había entregado Sepp?
Fuera como fuese, lo cierto es que su situación resultaba privilegiada, y lo sabía. Si continuaba ahorrando como hasta ahora, al curso siguiente podría reanudar sus estudios y, según decía el director del orfanato, no era descartable que incluso le concedieran una beca. Además, como había escrito Rose, aquello no podía durar eternamente.
Apartó la mirada del patio y descubrió que el agua borboteaba en el cacillo. Descolgó un paño de un clavo y, envolviéndose la mano en él, retiró el recipiente del fuego. Vertió a continuación el líquido en una tetera de metal y alargó la mano para coger un tarro, donde guardaba algo de té. Apenas acababa de alcanzarlo, cuando escuchó que llamaban a la puerta.
No era habitual que a esas horas le molestara nadie, pero los niños tenían una especial habilidad para crear problemas inesperados y no resultaba raro que, ocasionalmente, pidieran su colaboración para solventarlos. Depositó el cacillo sobre la mesa y se dirigió a abrir la puerta.