El siguiente capítulo aún le resultó más sobrecogedor que lo que había leído hasta ese momento. En él se enseñaba que los judíos sacrificaban durante su fiesta de Pascua, denominada Pésaj, «a un inocente niño no judío en vez de a Cristo». Luego venían relatados docenas y docenas de ejemplos destinados a mostrar la veracidad de aquel aserto. De acuerdo con ellos, a lo largo de los siglos, los judíos habían crucificado a niños inocentes durante la Pascua, valiéndose para conseguirlo de medios como el secuestro, la esclavitud o el engaño. Los habían asesinado en Siria y Alemania, en Inglaterra y Suiza, en Hungría y España, en Rusia e Italia. Casi podría decirse que no existía un solo lugar que los hubiera acogido sin ser testigo de alguno de aquellos crímenes rituales.
Cuando, finalmente, Eric concluyó la lectura de la publicación que le había entregado Sepp, era presa de la mayor de las confusiones. Hasta ese momento, sus conocimientos sobre los judíos eran muy escasos. Sabía, claro está, que las autoridades religiosas que habían llevado a Jesús ante Pilato para que lo crucificara eran judías, pero también era consciente de que el mismo Jesús era un judío, hijo de una virgen judía, y que todos sus primeros discípulos, incluido san Pablo, que había predicado el Evangelio a los gentiles, eran judíos. En otras palabras, históricamente, habían existido judíos buenos y malos, pero esa división moral se daba también entre los austriacos y, sin duda, en los demás pueblos. Por lo demás, Eric apenas se había encontrado con judíos a lo largo de su breve existencia. En su pueblo no existían y en Viena tan sólo había tenido ocasión de ver -y no mucho- a los vecinos de Lebendig, que, dicho sea de paso, habrían podido pasar por católicos por su aspecto exterior y no se parecían lo más mínimo a los monstruos sanguinarios dibujados en la portada de Der Stürmer. Ahora, sin embargo, tenía que reconocer que toda aquella visión había recibido un golpe de una enorme dureza.
Eran tantos los casos citados por aquella publicación que no se le pasó por la cabeza pensar que se tratara de una mentira y si todo era verdad… bueno, si todo era verdad, si realmente los judíos raptaban, torturaban, castraban, asesinaban y desangraban a criaturas inocentes… si eso era cierto, eran un pueblo despreciable, que debía ser objeto de los castigos más severos.
Reflexionaba en todo esto cuando, de repente, a la cabeza le vinieron las imágenes de aquel día en que había visitado a Lebendig acompañado de Rose y de Sepp. ¿Qué pensaría Lebendig de una cosa como aquella? En realidad, como había dicho Sepp, ¿era simplemente un viejo cargado de prejuicios? Se formulaba estas preguntas cuando su mirada tropezó con la esfera de su reloj de pulsera. Era tarde, pero quizá… Dobló el periódico con cuidado, casi con respeto, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Luego echó mano de su carpeta y se encaminó hacia la casa del escritor.
Afortunadamente para Eric, el camino le resultaba tan conocido que sus pies lo siguieron sin que tuviera que prestar una atención especial a las calles e incluso a los cruces. De otra manera, jamás habría llegado, porque su mente estaba del todo embriagada por lo que había leído y, como cualquier borracho, había perdido el contacto con la realidad.
Pasó ante la portería sin saludar, pero no por mala educación sino, simplemente, porque no se percató de que el nuevo inquilino del segundo seguía trabajando en aquella angosta taquilla. Luego, de forma cansina, fue subiendo los peldaños hasta llegar al cuarto piso. Sólo cuando se encontró ante la puerta de Lebendig pareció Eric salir de aquel estado hipnótico. Sacudió entonces la cabeza, como si pretendiera despejarse tras un sueño prolongado y tocó al timbre.
No tardó en escuchar unas pisadas que se iban acercando por el pasillo y que, finalmente, llegaron hasta la entrada. Luego sonó la cerradura y la puerta se abrió.
– ¡Ah! -dijo Lebendig con gesto de sorpresa-. ¿Eres tú? Me encuentras aquí de puro milagro. Bueno, no te quedes ahí como un pasmarote y pasa.
Antes de que Eric realizara el menor ademán, Karl se dio media vuelta y volvió a desaparecer por el corredor. El muchacho lo siguió, llegó hasta el salón y se dejó caer en el sofá. Luego sacó del bolsillo Der Stürmer y se lo tendió a Lebendig.
– Acabo de leer esto -dijo con voz tensa.
El escritor frunció el ceño y dio unos pasos hacia su amigo. A continuación, echó mano de la publicación y la desdobló. Eric pudo ver cómo recorría el interior de la boca con la punta de lengua en un gesto que no resultaba fácil de interpretar. Lebendig se detuvo unos instantes en observar el dibujo de la portada y luego ojeó con bastante rapidez el resto del periódico. Para sorpresa del muchacho, no parecía ni interesado ni impresionado por aquellos escalofriantes relatos.
– Es terrible lo que llevan haciendo los judíos durante siglos -exclamó Eric, que se sentía un tanto decepcionado por la actitud de Lebendig-. No comprendo cómo no se ha hecho nada hasta ahora para evitar estos crímenes… no, no lo entiendo.
Karl dobló Der Stürmer y luego se lo tendió al muchacho.
– Eric -dijo, una vez que el estudiante lo hubo recogido-, eres católico, ¿verdad?
– Sí -respondió el muchacho, un tanto desconcertado-, pero… pero no me estás haciendo caso. ¿No te das cuenta de lo que dice ese periódico?
– Cómo católico, ¿qué piensas del papa? -preguntó Lebendig, como si no hubiera escuchado la pregunta de su amigo.
– ¿Del… del papa? -exclamó Eric-. No te entiendo, Karl, de verdad que no te entiendo… Te estoy contando esto y me sales con el papa… Si no quieres hablar conmigo, me lo dices y en paz.
Apenas hubo pronunciado la última frase, Eric se sintió mal. Su tono había sido muy desabrido y le pesaba el haber dirigido así la palabra a un hombre que le había tratado bien desde el primer día.
– Perdona, Karl -dijo al fin sintiéndose culpable-. Es que esto es muy importante… Yo creo que… el papa es el vicario de Cristo en la tierra.
– Bien -exclamó Lebendig-. Eso quiere decir que lo representa.
– Pues sí… eso creo -dijo Eric.
– Bien. Supón entonces que alguien te dijera que una cosa es verdad y el papa afirmara todo lo contrario. Como católico, ¿a quién creerías? ¿A un hombre común y corriente o a la persona a la que consideras representante de Cristo en la tierra?
– Pues… creo que al papa… -respondió el muchacho sin mucha convicción y, sobre todo, sin entender hacia dónde deseaba llegar su amigo.
Lebendig se acercó a la estantería más cercana a la puerta de su dormitorio, donde aún reposaban una veintena de libros. Apenas tardó un instante en dar con el libro deseado, algo fácil si se tenía en cuenta que era el magro resto de una gran biblioteca, vendida al comprador de la perilla gris.
– Escucha esto -dijo Karl-: «La justicia divina no rechazó al pueblo judío hasta el punto de negar la salvación a los que sobreviven. Por eso resulta un exceso digno de censura y una crueldad indigna el que los cristianos, alejándose de la mansedumbre de la religión católica, que permitió a los judíos permanecer en medio de ella y prohibió que se les molestara en el ejercicio de su culto, lleguen por codicia o por sed de sangre humana a despojarlos de lo que poseen, a martirizarlos y a matarlos sin juicio. Los judíos que viven en nuestra provincia han presentado últimamente ante la Santa Sede, suplicándole que ponga remedio, quejas contra algunos prelados y señores de esta provincia, que para tener un pretexto para encarnizarse contra ellos, les acusan de la muerte de un adolescente asesinado secretamente en Valreas. Debido a esta acusación, algunos judíos fueron arrojados a las llamas; otros, privados de sus bienes, fueron expulsados de sus dominios; sus hijos, en contra de la costumbre que quiere que una madre eduque a sus hijos para la libertad, son bautizados a la fuerza, y todo eso sin que se haya probado legalmente ningún crimen, sin que haya habido ninguna confesión por su parte. No queriendo tolerar semejantes cosas, de las que no deseamos hacernos responsables ante Dios, ordenamos que se someta al principio de legalidad todo lo que fue emprendido a la ligera contra estos judíos por los prelados, los nobles y los funcionarios del reino, que no se permita más que los judíos sean molestados arbitrariamente por estas acusaciones y otras semejantes…»