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– Sí -dijo la mujer con una sonrisa irónica-. Esa forma de desconcertar es muy propia de Karl.

– ¡Oh, vamos! -protestó el escritor-. Yo no podía saber quién me estaba siguiendo, y después del incidente con esos admiradores de Hitler…

– Está bien, está bien -dijo Tanya, conteniendo a duras penas las carcajadas-. Te perdonamos. Todos te perdonamos. Eric, Rose, yo… hasta el camarero que viene por ahí te perdona.

Durante las horas siguientes, los cuatro comieron y bebieron, charlaron y rieron, pasearon y hasta se dejaron retratar por un fotógrafo ambulante. Es verdad que Eric protestó, porque consideraba que podía hacer dibujos de todos que en nada serían inferiores a una fotografía y que, además, les saldrían gratis. Sin embargo, no consiguió convencer a ninguno de sus acompañantes. Así, un hombre humilde, que en medio de tiempos convulsos se ganaba la vida plasmando en papel imágenes reducidas a tonalidades en blanco y negro con un fondo sepia, dejó constancia gráfica de algo en apariencia carente de importancia. Mientras un antiguo cabo, nacido en Austria y adornado con un bigote peculiar semejante al de Chaplin, reflexionaba sobre la mejor manera de conquistar su tierra natal, dos parejas -una, en plena madurez, y la otra, al inicio de la adolescencia- habían sido felices, tan sólo porque se amaban.

XIV

– ¿Estás seguro?

– Totalmente.

Lebendig se llevó la mano a la boca y se apretó los labios, como si deseara evitar que de ellos brotara alguna inconveniencia.

– La información que tengo es buena y…

El escritor alzó la mano levemente para que su interlocutor se callara. Necesitaba silencio en aquellos momentos. Desde luego, lo que Ludwig Lehar acababa de decirle era más que suficiente para no dejarle dormir en toda la noche. Eric, que contemplaba la escena, tampoco se atrevió a musitar una palabra. No estaba seguro de haber entendido todo lo que había escuchado, pero el gesto de preocupación de Lebendig había resultado suficiente para colocarle sobre la boca del estómago un peso insoportable. Al final, no pudo más y se atrevió a preguntar:

– ¿Quién es ese Heinrich Himmler?

Ludwig miró al escritor para ver si resultaba pertinente responder. Lebendig, que había parecido ausente, dio un respingo y, volviéndose hacia el muchacho, respondió:

– El Reichsführer de las SS, o sea, su jefe supremo.

– ¿Son como las SA? -preguntó Eric.

– No -respondió el escritor-. Son mucho peores. Educados, instruidos, incluso cultos, pero dispuestos a poner sus talentos a disposición de Hitler. Matarían a su madre si ese monstruo se lo pidiera.

– ¿Y por qué ha venido ese Himmler a Viena? -dijo el muchacho, totalmente desconcertado.

– Pues -respondió Lebendig-, porque, mucho me temo, Hitler ha decidido invadir Austria y está preparando a sus secuaces para que procedan a detener a todo el que se les oponga.

– Tampoco hay que ser tan pesimista… -musitó Ludwig.

– ¿Pesimista? ¿Pesimista? -gritó Lebendig, mientras saltaba del sofá y se ponía en pie-. ¡Realista! ¡Eso es lo que soy! ¡Realista! Llevo años advirtiéndoos de lo que haría Hitler y no me habéis creído. Desde que tuvo que marcharse de Austria, porque aquí nadie le hacía caso, no ha dejado de soñar con conquistar este país.

– ¡Oh, vamos, Karl, no seas tan paranoico! -protestó Ludwig-. Francia, Inglaterra e Italia no se lo consentirán. Francia e Inglaterra son democracias que no van a permitir el avance de una dictadura como la de Hitler. Italia… bueno. Mussolini es amigo personal de Austria y…

– No seas ingenuo, Ludwig -le interrumpió el escritor-. Mussolini es un aliado de Hitler en la guerra que se libra en España y, por lo que se refiere a las democracias, ninguno de sus políticos desea perder unas elecciones por defendernos. Nadie va a mover un dedo por una nación de ocho millones de habitantes perdida en el centro de Europa. Estamos solos y más vale que te des cuenta de ello cuanto antes.

Ludwig guardó silencio y reclinó la cabeza contra el pecho. Eric miraba a los dos adultos y sentía que ninguno de ellos parecía creer en que pudiera existir un rayo de esperanza en medio de una situación confusa.

– Karl -dijo finalmente-, quizá… quizá no sea tan grave. Si los políticos de todo el mundo no lo ven… No sé… puede ser que así se evite una guerra… Mi tío murió en la guerra y mi padre… mi padre quedó enfermo ya para siempre…

– Mira, Eric, la vida no es como nosotros queremos, sino como es en realidad -respondió Lebendig-. Lo malo es que la mayoría de la gente no quiere verlo. Los políticos, los financieros, los periodistas, hasta la gente común y corriente lleva años sin querer verlo. Se habría podido detener a Hitler cuando militarizó Renania, cuando comenzó a crear un ejército, cuando quitó a los judíos la ciudadanía, pero nadie quiso hacerlo. Llevan años gritando que hay que negociar con él, que hay que dialogar con él, que hay que buscar una salida política al problema que representa. ¡Estúpidos! ¡Con el terror no se puede negociar! Ahora le dan Austria y mañana les pedirá Checoslovaquia y Polonia y Ucrania y, al final, tendremos una guerra todavía peor que la anterior, porque Hitler será mucho más fuerte de lo que era en 1933, en 1936 o ahora mismo.

Lebendig guardó silencio y Eric pudo ver cómo sus ojos se asemejaban a un mar en el que se entrecruzaban la pena, la cólera y el desaliento. El escritor no estaba orgulloso porque lo que venía preconizando desde hacía años se había cumplido. Por el contrario, sentía el inmenso pesar de haber acertado y la enorme angustia de saber que su visión del futuro no iba a resultar equivocada.

– Ésta -dijo Lebendig con un nudo en la garganta- es la tierra de Mozart y de Mahler, de Hofmannstahl y de Roth, de Zweig y de Klimt. Aquí nació Schubert y aquí Beethoven decidió vivir y morir… De todo eso pronto no quedará nada. Sólo veremos multitudes agitando banderas con la cruz gamada y gritando que lo más importante es la sangre, la lengua y la raza. Son tan necios que acabarán determinando qué gallinas son de raza aria y cuáles no.

– Debes marcharte, Karl -dijo de repente Ludwig-. Tienes que salir de Viena cuanto antes.

Eric y el escritor miraron a Ludwig sorprendidos.

– Creo que te equivocas -dijo inmediatamente el periodista-. De verdad, estoy convencido de que exageras, Karl, pero… pero, por si acaso, por si se diera la fatalidad de que tengas razón, lo mejor que puedes hacer es marcharte.

– ¿Por qué? -preguntó Eric-. ¿Qué ha hecho Karl para tener que irse?

Por primera vez desde el inicio de la conversación, Ludwig sonrió. Fue una sonrisa ancha, preludio de una carcajada que no llegó a brotar porque las circunstancias eran profundamente tristes.

– Nuestro buen amigo Karl -dijo Ludwig- tiene una batalla personal con los nacional-socialistas. Empezó a escribir contra ellos hace ya quince años, cuando Hitler intentó dar un golpe de estado en Munich. Tenías que haber leído sus artículos enfurecidos cuando le pusieron en libertad con antelación o cuando se publicó Mi lucha, el libro donde se contiene su programa político.

– El libro que nadie ha debido leer o que, si lo han leído, se niegan a creer -masculló Lebendig a media voz.

– Desde entonces -prosiguió Ludwig- siempre ha dicho que concurrían a las elecciones pero que no eran demócratas, y que su insistencia en la idea de una raza superior y en la unión de toda la sangre alemana en una sola nación acabarían llevándonos a una nueva guerra. Nunca se lo han perdonado.

A la mente de Eric acudieron en ese momento las imágenes del día en que había conocido a Lebendig. Ahora entendía por qué algunos de los muchachos ataviados con camisas pardas le habían reconocido y por qué se habían acercado a él de aquella manera que tanto le había llamado la atención.