Fue trabajoso abrir la tumba. La tierra estaba dura, apretada, había raíces a un palmo del suelo. Cavaron el taxista, los dos policías y el primer ciego. Ante la muerte, lo que se espera de la naturaleza es que los rencores pierdan su fuerza y su veneno, cierto es que se dice que odio viejo no cansa, y de eso no faltan pruebas en la literatura y en la vida, pero esto, la verdad, no era realmente odio, y de viejo no tenía nada, pues qué vale el robo del coche al lado del muerto que lo había robado, y menos en el mísero estado en que se encuentra, que no son precisos ojos para saber que esta cara no tiene nariz ni boca. Sólo pudieron cavar tres palmos. Si el muerto fuera gordo, le habría quedado asomando la barriga, pero el ladrón era flaco, un auténtico palo de escoba, y más aún después del ayuno de tres días, cabrían en aquella tumba dos como él. No hubo oraciones. Podríamos ponerle una cruz, recordó la chica de las gafas oscuras, los remordimientos hablaron por ella, pero nadie tenía noticia de lo que el difunto pensaba en vida de tales historias de Dios y de la religión, lo mejor era callar, si es que otro procedimiento tiene justificación ante la muerte, además, téngase en consideración que hacer una cruz es algo mucho menos fácil de lo que parece, por no hablar del tiempo que iba a sostenerse, con todos estos ciegos que no ven dónde ponen los pies. Volvieron a la sala. En los sitios más frecuentados, salvo en el campo abierto, como el cercado, ya no se pierden aquellos ciegos, que con un brazo tendido hacia delante y unos dedos moviéndose como antenas de insectos se llega a todas partes, incluso es probable que los ciegos más dotados no tarden en desarrollar eso que llamamos visión frontal. La mujer del médico, por ejemplo, es asombroso cómo consigue moverse y orientarse por ese procedimiento entre aquel rompecabezas de salas, desvanes y corredores, cómo sabe doblar una esquina en el punto exacto, cómo se detiene ante una puerta y abre sin vacilar, cómo no tiene que ir contando las camas hasta llegar a la suya. Está sentada ahora en la cama del marido, habla con él, muy bajito, como de costumbre, se ve que es gente de educación, y tienen siempre algo que decirse el uno al otro, no son como el otro matrimonio, el primer ciego y su mujer, después de aquellas conmovedoras efusiones del reencuentro casi no han conversado, y es que, en ellos, probablemente, ha podido más la tristeza de ahora que el amor de antes, con el tiempo se acostumbrarán. Quien no se cansa de repetir que tiene hambre es el niño estrábico, pese a que la chica de las gafas oscuras se quita prácticamente la comida de la boca para dársela a él. Hace muchas horas que el mozalbete no pregunta por su madre, pero seguro que volverá a echarla de menos después de haber comido, cuando el cuerpo se encuentre liberado de servidumbres brutales y egoístas que resultan de la simple, pero imperiosa, necesidad de mantenerse. Sería por causa de lo ocurrido de madrugada, o por motivos ajenos a nuestra voluntad, la verdad es que no habían llegado las cajas con el desayuno. Ahora se aproxima la hora de comer, es ya la una en el reloj que la mujer del médico acaba de consultar a hurtadillas, no es, pues, extraño que la impaciencia de los jugos gástricos haya empujado a unos cuantos ciegos, tanto de ésta como de la otra sala, a esperar en el zaguán la llegada de la comida, y esto por dos excelentes razones, la pública, de unos, porque así se ganaría tiempo, y la reservada, de otros, porque sabido es que quien llega primero, mejor se sirve. En total, no serán menos de diez los ciegos atentos al ruido que hará el portón enrejado al ser abierto, a los pasos de los soldados que han de traer las benditas cajas. A su vez, temerosos de una súbita ceguera que pudiese resultar de la proximidad inmediata de los ciegos que esperaban en el zaguán, los contaminados del ala izquierda no se atreven a salir, pero algunos de ellos atisban por la rendija de la puerta, ansiosos de que les llegue su turno. Fue pasando el tiempo. Cansados de esperar algunos ciegos se han sentado en el suelo, más tarde dos o tres regresaron a las salas. Fue poco después cuando se oyó el rechinar inconfundible del portón. Excitados, los ciegos, atropellándose, empezaron a moverse hacia donde, por los ruidos de fuera, calculaban que estaba la puerta, pero, de súbito, presos de una vaga inquietud que no tendrían tiempo de definir y explicar, se detuvieron y luego confusamente retrocedieron, justo cuando empezaron a oír con nitidez los pasos de los soldados que traían la comida y de la escolta armada que los acompañaba.

Aún bajo la impresión causada por el trágico suceso de la noche, los soldados que llevaban las cajas habían acordado que no las dejarían junto a las puertas que daban a las alas, como más o menos hacían antes, sino que las dejarían en el zaguán, Que esa gente se las arregle como pueda, dijeron. La ofuscación producida por la intensa luz del exterior y la transición brusca a la penumbra del zaguán les impidió, en el primer momento, ver al grupo de ciegos. Los vieron luego, inmediatamente. Soltando gritos de terror, tiraron las cajas al suelo y salieron como locos por la puerta afuera. Los dos soldados de escolta, que esperaban en el descansillo, reaccionaron ejemplarmente ante el peligro. Dominando, sólo Dios sabe cómo, el miedo legítimo que sentían, avanzaron hasta el umbral de la puerta y vaciaron sus cargadores. Empezaron los ciegos a caer unos sobre otros, y al caer seguían recibiendo en el cuerpo balas que ya eran un puro despilfarro de munición, fue todo tan increíblemente lento, un cuerpo, otro cuerpo, que parecía que nunca acabarían de caer, como se ve a veces en las películas y en la televisión. Si los soldados tuvieran que dar cuenta del uso de las balas que disparan, éstos podrían jurar sobre la bandera que actuaron en legítima defensa, y por añadidura en defensa también de sus compañeros desarmados que iban en misión humanitaria y de repente se vieron amenazados por un grupo de ciegos numéricamente superior. Retrocedieron corriendo desatinadamente hacia el portón, cubiertos por los fusiles que los otros soldados del piquete, trémulos, apuntaban entre la reja, como si los ciegos que quedaban vivos estuvieran a punto de hacer una salida vengadora. Lívido, uno de los que habían disparado decía, Yo no vuelvo ahí dentro ni aunque me maten, y, realmente, no volvió. Bruscamente, aquel mismo día, caída ya la tarde, a la hora de arriar bandera, pasó a ser un ciego más entre los ciegos, y de algo le valió ser de la tropa, porque si no habría tenido que quedarse allí, haciendo compañía a los ciegos paisanos, colegas de aquellos a los que había acribillado, y Dios sabe cómo lo recibirían. El sargento dijo, Mejor sería dejarlos morir de hambre, muerto el perro se acabó la rabia. Como sabemos, no falta por ahí quien haya dicho y pensado esto muchas veces, afortunadamente un resto precioso de sentido humanitario le hizo decir a éste, A partir de hoy dejamos las cajas a medio camino, que vengan ellos a buscarlas, estaremos atentos y, al menor movimiento sospechoso, fuego con ellos. Se dirigió al puesto de mando, tomó el micrófono y, juntando las palabras lo mejor que pudo, recurriendo al recuerdo de otras semejantes oídas en ocasiones más o menos parecidas, dijo, El Ejército lamenta vivamente haberse visto obligado a reprimir por las armas un movimiento sedicioso responsable de una situación de riesgo inminente, cuya culpa directa o indirecta en modo alguno puede hacerse recaer sobre las fuerzas armadas, se advierte en consecuencia que a partir de hoy los internos recogerán la comida fuera del edificio, quedan advertidos que sufrirán las consecuencias de cualquier tentativa de alteración del orden, como ha acontecido ahora y como aconteció la pasada noche. Hizo una pausa, sin saber muy bien cómo tenía que terminar, había olvidado las palabras adecuadas, que las había, sin duda, y no hizo más que repetir, No hemos tenido la culpa, no hemos tenido la culpa.