Un estómago que trabaja en falso amanece pronto. Algunos de los ciegos abrieron los ojos cuando la mañana aún venía lejos, y no fue por culpa del hambre sino porque el reloj biológico, o como se llame eso, estaba desajustándose, supusieron que era ya día claro, y pensaron, Me he quedado dormido, y pronto comprendieron que no, allí estaba el roncar de los compañeros que no daba lugar a equívocos. Dicen los libros, y mucho más la experiencia vivida, que quien madruga por gusto o quien por necesidad tuvo que madrugar, tolera mal que otros, en su presencia, sigan durmiendo a pierna suelta, y con razón doblada en este caso del que hablamos, porque hay una gran diferencia entre un ciego que esté durmiendo y un ciego a quien de nada le ha servido el haber abierto los ojos. Estas observaciones de tipo psicológico que, por su finura, aparentemente poco tienen que ver con las dimensiones extraordinarias del cataclismo que el relato se viene esforzando en describir, sirven sólo para explicar la razón de que estuvieran despiertos tan temprano los ciegos todos, a algunos, como se dijo al principio, los agitó desde dentro el estómago, pero a otros los arrancó del sueño la impaciencia nerviosa de los madrugadores, que no se cuidaron de hacer más ruido que el inevitable y tolerable en ayuntamientos de cuartel y sala hospitalaria. Aquí no hay sólo gente discreta y bieneducada, algunos son unos zotes de poca crianza, que se alivian matinalmente con gargajos y ventosidades sin pensar en quien al lado está, verdad es que durante el día obran de la misma conformidad, por eso la atmósfera va tornándose cada vez más pesada, y no hay nada que hacer contra esto, que la única abertura es la puerta, a las ventanas no se puede llegar de altas que están.

Acostada al lado del marido, lo más juntos que podían estar, dada la estrechez del camastro, pero también por gusto, cuánto les había costado, en medio de la noche, guardar el decoro, no hacer como aquellos a quienes alguien había llamado cerdos, la mujer del médico miró el reloj. Marcaba las dos y veintitrés minutos. Afirmó mejor la vista, vio que la aguja de los segundos no se movía. Se había olvidado de dar cuerda al maldito reloj, o maldita ella, maldita yo, que ni siquiera ese deber tan sencillo había sabido cumplir después de apenas tres días de aislamiento. Sin poder dominarse, rompió en un llanto convulsivo, como si le acabara de ocurrir la peor de las desgracias. Pensó el médico que su mujer se había quedado ciega, que llegara lo que tanto temía, desatinado estuvo a punto de preguntarle, Te has quedado ya ciega, pero en el último instante le oyó un murmullo, No es eso, no es eso, y después, en un lento susurro, casi inaudible, tapadas las cabezas de ambos con la manta, Tonta de mí, no le di cuerda al reloj, y continuó llorando, inconsolable. Desde su cama, al otro lado del pasillo, la chica de las gafas oscuras se levantó y, guiada por los sollozos, se acercó con los brazos extendidos, Está angustiada, necesita algo, iba preguntando a medida que avanzaba, y tocó con las dos manos los cuerpos acostados. Mandaba la discreción que inmediatamente las retirase, y sin duda el cerebro le dio esa orden, pero las manos no obedecieron, sólo hicieron más sutil el contacto, nada más que un leve roce de la epidermis en la manta grosera y tibia. Necesita algo, volvió a preguntar, y, ahora sí, las manos se retiraron, se levantaron, se perdieron en la blancura estéril, en el desamparo. Sollozando aún, la mujer del médico saltó de la cama, se abrazó a la muchacha, No es nada, fue un momento de aflicción, Si usted, que es tan fuerte, se desanima, entonces es que de verdad no tenemos salvación, se lamentó la chica. Más tranquila, la mujer del médico pensaba, mirándola de frente, Ya casi no tiene rastros de conjuntivitis, qué pena que no se lo pueda decir, con lo contenta que se pondría. Probablemente sí, se pondría contenta, aunque tal contento fuese absurdo, no tanto por estar ciega sino porque también toda la gente allí lo estaba, de qué sirve tener los ojos límpidos y bellos como son éstos, si no hay nadie que los vea. La mujer del médico dijo, Todos tenemos nuestros momentos de flaqueza, menos mal que todavía somos capaces de llorar, el llanto muchas veces es una salvación, hay ocasiones en que moriríamos si no llorásemos, No tenemos salvación, repitió la chica de las gafas oscuras, Quién sabe, esta ceguera no es como las otras, tal como vino puede desaparecer, Sería ya tarde para los que han muerto, Todos tenemos que morir, Pero no tendríamos que ser muertos, y yo he matado a una persona, No se acuse, fueron las circunstancias, aquí todos somos culpables e inocentes, peor, mucho peor fue lo que hicieron los soldados que nos vigilan, y hasta ésos podrán alegar la mayor de todas las disculpas, el miedo, Qué más daba que el pobre hombre me tocase, ahora él estaría vivo y yo no tendría en el cuerpo ni más ni menos que lo que tengo, No piense más en eso, descanse, intente dormir. La acompañó hasta la cama, Acuéstese, Es usted muy buena, dijo la muchacha, y luego, bajando la voz, No sé qué hacer, me va a venir la regla y no tengo compresas, Tranquila, tengo yo. Las manos de la chica de las gafas oscuras buscaron dónde asistirse, pero fue la mujer del médico quien, suavemente las cogió entre las suyas, Descanse, descanse. La muchacha cerró los ojos, se quedó así un minuto, se habría quedado dormida de no ser por el barullo que en aquel momento se armó, alguien había ido al retrete y, al volver, encontró su cama ocupada, no había sido por mala intención, el otro se había levantado para el mismo fin, se cruzaron los dos en el camino, está claro que a ninguno de los dos se le ocurrió decir, Ojo, no se equivoque de cama cuando vuelva. De pie, la mujer del médico miraba a los dos ciegos que discutían, notó que no hacían gestos, que casi no movían el cuerpo, muy rápido han aprendido que sólo la voz y el oído tienen ahora alguna utilidad, cierto es que no les faltaban brazos, que podían pegarse, luchar, llegar a las manos, como suele decirse, pero un cambio de cama no era para tanto, que todos los errores de la vida fuesen como éste, bastaba con que se pusieran de acuerdo, La dos es la mía, la suya es la tres, que quede claro, Si no fuéramos ciegos, no habría ocurrido esto, Tiene razón, lo malo es que somos ciegos. La mujer del médico le dijo al marido, El mundo está todo aquí dentro.

No todo. La comida, por ejemplo, estaba fuera, y tardaba. De una sala y de la otra, varios hombres se habían ido acercando al zaguán, aguardando que dieran la orden por el altavoz. Pateaban el suelo, nerviosos, impacientes. Sabían que iban a tener que salir al recinto exterior para recoger las cajas que los soldados, cumpliendo lo prometido, dejarían en el espacio entre el portón y la escalera, y temían que aquello fuera una añagaza, una trampa, Quién nos dice que no empiezan a disparar contra nosotros, Visto lo que ya hicieron, muy capaces son, No podemos fiarnos, Yo no voy allá fuera, Ni yo, Alguien tendrá que ir, si queremos comer, Puede que morir de un tiro sea mejor que ir muriendo de hambre poco a poco, Yo iré, Y yo también, No es preciso que vayamos todos, A los, soldados puede que no les guste ver tanta gente, O se asusten, pensando que queremos huir, puede que por eso mataran al de la pierna, Hay que decidirse, Toda prudencia es poca, acordaos de lo que pasó ayer, nueve muertos, nada menos, Los soldados nos tienen miedo, Y yo les tengo miedo a ellos, Me gustaría saber si ellos también se quedan ciegos, Ellos, quiénes, Los soldados, Yo creo que ellos deberían ser los primeros. Todos se mostraron de acuerdo, sin preguntarse por qué, faltó alguien que diera la razón fundamental, Porque así no podrían disparar. El tiempo iba pasando, y el altavoz seguía callado, Habéis enterrado ya a los vuestros, preguntó por decir algo uno de la primera sala, Todavía no, Pues van a empezar a oler mal, van a apestarlo todo, Pues que infecten y apesten, porque lo que es yo, no pienso coger una pala mientras no haya comido, que, como dice el refrán, primero es comer y luego lavar los platos, La costumbre no es ésa, tu dicho se equivoca, es después de los entierros cuando se come y se bebe, Pues conmigo es al revés. Pasados unos minutos, dijo uno de estos ciegos, Estoy pensando una cosa, Qué, No sé cómo vamos a repartir la comida, Como se hizo antes, sabemos cuántos somos, se cuentan las raciones, cada uno recibe su parte, es la manera más justa y más sencilla, No ha dado resultado, hubo quien se quedó con la barriga vacía, Y también hubo quien comió el doble, Es que dividimos mal, Si no hay respeto y disciplina siempre repartiremos mal, Si tuviésemos a alguien que al menos viera un poco, Pues se quedaría él con la mayor parte, Ya decía el otro que en el país de los ciegos el tuerto es rey, Déjate de refranes, aquí ni los tuertos se salvarían, Yo creo que lo mejor será repartir la comida por salas, a partes iguales, y luego que cada cual se las arregle con lo que haya recibido, Quién ha dicho eso, Yo, Yo, quién, Yo, De qué sala eres, De la segunda, Claro, ya lo sabía, como ahí sois menos, salíais ganando, comeríais más que nosotros, que tenemos la sala abarrotada, Yo lo he dicho porque así es más fácil, El otro también decía que quien parte y reparte y no se queda con la mejor parte, o es loco, o en el repartir no tiene arte, Mierda, a ver si acabas ya con lo que dice el otro, que me ponen nervioso los refranes, Lo que tendríamos que hacer es llevar toda la comida al refectorio, cada sala elegir tres para el reparto, con seis personas contando no habrá peligro de trampas y triquiñuelas, Y cómo vamos a saber que es verdad cuando digan que somos tantos en la sala, Estamos tratando con gente honrada, Y eso, también lo dijo el otro, No, eso lo digo yo, Mira, amigo, lo que somos aquí de verdad es gente con hambre.