Un viejo con una venda negra en un ojo vino del cercado. O es que ha perdido también su equipaje, o no lo trajo. Fue el primero en tropezar con los muertos, pero no gritó. Se quedó con ellos, junto a ellos, aguardando que volvieran la paz y el silencio. Durante una hora esperó. Ahora anda en busca de abrigo. Despacio, con los brazos extendidos, busca el camino. Encontró la puerta de la primera sala del ala derecha, oyó voces que venían de dentro, entonces preguntó, Hay aquí una cama para mí.
La llegada de tantos ciegos pareció traer al menos una ventaja. Pensándolo bien, dos, siendo la primera de orden por así decir psicológico, ya que es muy diferente estar esperando, en cada momento, que se nos presenten nuevos inquilinos, a ver que el edificio se encuentra lleno, y que a partir de ahora será posible establecer y mantener con los vecinos relaciones permanentes, duraderas, no perturbadas, como sucedía hasta ahora, por sucesivas interrupciones e interposiciones de recién llegados que nos obligaban a reconstituir continuamente los canales de comunicación. La segunda ventaja, ésta de orden práctico, directa y sustancial, fue que las autoridades de fuera, civiles y militares, comprendieran que una cosa era proporcionar alimentos para dos o tres docenas de personas, más o menos tolerantes, más o menos predispuestas, por su pequeño número, a resignarse ante ocasionales fallos o retrasos en la distribución de la comida, y otra cosa era ahora la repentina y compleja responsabilidad de sustentar a doscientos cuarenta seres humanos de todos los talantes, procedencias y maneras de ser en cuestión de humor y temperamento. Doscientos cuarenta, repárese, es una manera de decir, porque son al menos veinte los que no han encontrado camastro y duermen en el suelo. En todo caso, hay que reconocer que no es lo mismo que tengan que comer treinta personas de lo que sería apenas suficiente para diez, que distribuir para doscientos sesenta el alimento destinado a doscientos cuarenta. La diferencia casi no se nota. Pudo ser la asunción consciente de esta acrecentada responsabilidad, y quizá, posibilidad ésta digna de ser tenida en cuenta, el temor de que se desencadenasen nuevos tumultos, lo que determinó la mudanza de procedimiento de las autoridades, en el sentido de hacer llegar la comida a tiempo y a las horas y en las cantidades convenientes. Evidentemente, tras la pugna, a todo título lastimosa, a que acabamos de asistir, no podría ser fácil, ni exenta de conflictos localizados, la acomodación de tantos ciegos, baste recordar a los infelices contagiados que antes veían y ahora no ven, los matrimonios divididos y los hijos perdidos, los lamentos de los pisoteados y atropellados, algunos dos o tres veces, los que andan en busca de sus queridos bienes y no los encuentran, sería preciso que uno fuera completamente insensible para olvidar, así como así, la aflicción de estas pobres gentes. Ahora, lo que no se puede negar es que el anuncio de la llegada del almuerzo fue, para todos, un bálsamo reconfortante. Y si es innegable que la recogida de tan grandes cantidades de comida y su distribución entre tantas bocas, debido a la falta de una organización adecuada y de una autoridad capaz de imponer la necesaria disciplina, dio origen a nuevas faltas de entendimiento, tenemos que reconocer que ha cambiado mucho el ambiente, y para mejor, cuando en todo el antiguo manicomio no se oyó más que el ruido de doscientas sesenta bocas masticando. Quién limpiará todo esto es cuestión por ahora sin respuesta, sólo al caer la tarde el altavoz volverá a recitar las reglas de buena conducta que deberán ser observadas para bien general, y entonces se verá qué grado de acatamiento van a merecer por parte de los recién llegados. Ya no es poco que los ocupantes de la sala segunda del ala derecha hayan decidido al fin enterrar a sus muertos, al menos de este hedor quedamos libres, que al olor de los vivos, aunque fétido, será más fácil que nos acostumbremos.
En cuanto a la primera sala, tal vez por ser la más antigua y llevar por tanto más tiempo en proceso de adaptación al estado de ceguera, un cuarto de hora después de que sus ocupantes acabaran de comer, no se veía en el suelo un papel sucio, un plato olvidado, un recipiente goteando. Todo había sido recogido, las cosas menores metidas dentro de las mayores, las más sucias dentro de las menos sucias, como determinaría una reglamentación de higiene racionalizada, tan atenta a la mayor eficacia posible en la recogida de los restos y detritus como a la economía del esfuerzo necesario para realizar este trabajo. La mentalidad que forzosamente habrá de determinar comportamientos sociales de este tipo, ni se improvisa, ni nace por generación espontánea. En el caso en examen parece haber tenido una influencia decisiva la acción pedagógica de la ciega del fondo de la sala, la que está casada con el oculista, que dijo hasta la saciedad, Si no somos capaces de vivir enteramente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales, y tantas veces lo repitió, que el resto de la sala acabó por convertir en máxima, en sentencia, en doctrina, en regla de vida, aquellas palabras, en el fondo simples y elementales. Probablemente, tal estado de espíritu, propicio al entendimiento de las necesidades y de las circunstancias, fue lo que contribuyó, aunque de forma colateral, a la benévola. acogida que acabó encontrando el viejo de la venda negra cuando asomó por la puerta y preguntó, Hay aquí una cama para mí. Por una afortunada casualidad, obviamente prometedora de consecuencias para el futuro, había una cama, la única, Dios sabe por qué razones sobrevivió, por así decir, a la invasión, en aquella cama había sufrido el ladrón de automóviles indecibles dolores, tal vez por eso haya quedado en ella un aura de padecimiento que hizo alejarse a la gente. Son disposiciones del destino, misterios de los arcanos, y esta casualidad no ha sido la primera, lejos de eso, basta reparar que a esta sala llegaron todos los pacientes de la vista que se encontraban en el consultorio cuando apareció el primer ciego, entonces todavía se pensaba que la cosa no iba a más. Bajito, como de costumbre, para no descubrir el secreto de su presencia, la mujer del médico susurró al oído del marido, Quizá haya sido también enfermo tuyo, es un hombre ya de edad, calvo, de pelo blanco, y lleva una venda negra en uno de los ojos, recuerdo que me hablaste de él, En qué ojo, En el izquierdo, Tiene que ser él. El médico avanzó por el corredor y dijo, levantando un poco la voz, Me gustaría poder tocar a la persona que acaba de unirse a nosotros, le ruego que venga andando en esta dirección, yo iré a su encuentro. Coincidieron en medio del camino, los dedos con los dedos, como dos hormigas que se reconocieran por el manejo de las antenas, no será así en este caso, el médico pidió permiso, tanteó con las manos la cara del viejo, encontró rápidamente la venda, No hay duda, era el último que nos faltaba aquí. El paciente de la venda negra, exclamó, Qué quiere decir, quién es usted, preguntó el viejo, Soy, era su oftalmólogo, se acuerda, estuvimos hablando de la fecha de su operación de cataratas, Y cómo me ha reconocido, Sobre todo por la voz, la voz es la vista de quien no ve, Sí, la voz, también yo reconozco la suya, quién nos lo iba a decir, doctor, ahora ya no necesito que me opere, Si hay remedio para esto, los dos lo necesitamos, Recuerdo que usted, doctor, me dijo que después de operado no iba a reconocer el mundo en que vivimos, ahora sabemos cuánta razón tenía, Cuándo se quedó ciego, Ayer por la noche, Y lo han traído ya, Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas, Aquí ya liquidaron a diez, dijo una voz de hombre, Los encontré, dijo el viejo de la venda negra simplemente, Eran de otra sala, a los nuestros los enterramos inmediatamente, añadió la misma voz como si acabase un informe. La chica de las gafas oscuras se había ido acercando, Se acuerda de mí, llevaba puestas unas gafas oscuras, Me acuerdo muy bien, a pesar de la catarata recuerdo que era muy bonita, la chica sonrió, Gracias, dijo, y volvió a su sitio. Desde allí añadió, También está aquí el niño, Quiero ver a mi madre, dijo el pequeño con voz como cansada por un llanto remoto e inútil. Y yo soy el primero que se quedó ciego, dijo el primer ciego, estoy aquí con mi mujer, Y yo soy la empleada del consultorio, dijo la empleada del consultorio. La mujer del médico dijo, Sólo quedo yo por presentarme, y dijo quién era. Entonces el viejo, como para agradecer la acogida, anunció, Tengo una radio, Una radio, exclamó la chica de las gafas oscuras dando palmadas, música, qué bien, Sí, pero es una radio pequeña, de pilas, y las pilas no duran siempre, recordó el viejo, No me diga que nos vamos a quedar aquí para siempre, se lamentó el primer ciego, Para siempre, no, para siempre es siempre demasiado tiempo, Podremos oír las noticias, observó el médico, Y algo de música, insistió la chica de las gafas oscuras, No nos gusta a todos la misma música, pero todos sin duda estamos interesados en saber cómo andan las cosas por ahí fuera, lo mejor es ahorrar las pilas, Eso creo yo también, dijo el viejo de la venda negra. Sacó el aparatito del bolsillo exterior de la chaqueta y lo encendió. Empezó a buscar emisoras, pero su mano, poco segura aún, perdía fácilmente el ajuste de la onda, al principio no se oyeron más que ruidos intermitentes, fragmentos de música y de palabras, al fin la mano cobró firmeza, la música se hizo reconocible, Déjela sólo un momentito, pidió la chica de las gafas oscuras, las palabras ganaron claridad, No son noticias, dijo la mujer del médico, y luego, como si fuera una idea que se le ocurriese de repente, Qué hora será, preguntó, aunque nadie podía responderle. La aguja de sintonización seguía extrayendo ruidos de la cajita, luego se quedó parada, era una canción, una canción sin importancia, pero los ciegos se fueron acercando lentamente, no se empujaban, se detenían cuando notaban una presencia ante ellos, y allí se quedaban, oyendo, con los ojos muy abiertos en dirección a la voz que cantaba, algunos lloraban, como probablemente sólo los ciegos pueden llorar, las lágrimas fluían naturalmente, como de una fuente. La canción se acabó, el locutor dijo, Atención, al oír la tercera señal, serán las cuatro, Una de las ciegas preguntó, riendo, De la tarde o de la mañana, y fue como si le doliese la risa. Disimuladamente, la mujer del médico puso el reloj en hora y le dio cuerda, eran las cuatro de la tarde, aunque, realmente, a un reloj le es igual, va de la una a las doce, lo demás son ideas de los humanos. Qué ruido es ése, preguntó la chica de las gafas oscuras, parecía, Fui yo, oí que en la radio decían que eran las cuatro y le di cuerda a mi reloj, son esos movimientos automáticos que hacemos tantas veces, se adelantó la mujer del médico. Luego pensó que no había valido la pena arriesgarse así, le hubiera bastado mirar la muñeca de los ciegos recién llegados, alguno tendría un reloj en hora. Lo tenía hasta el mismo viejo de la venda negra, como comprobó en aquel momento, y con la hora exacta. Entonces el médico pidió, Díganos cómo andan las cosas por ahí fuera. El viejo de la venda dijo, Sí, pero lo mejor es que me siente, que no me tengo en pie. Esta vez, tres o cuatro en cada cama, de compañía, los ciegos se fueron acomodando lo mejor que pudieron, se hizo el silencio, y, entonces, el viejo de la venda negra contó lo que sabía, lo que había visto con sus propios ojos cuando los tenía, lo que había oído en los pocos días transcurridos entre el inicio de la epidemia y su propia ceguera.