Unos por indolencia, otros por tener el estómago delicado, a nadie le apeteció ejercer el oficio de enterrador después de comer. Cuando el médico, que por su profesión se consideraba más obligado que los otros, dijo de mala gana, Bueno, vamos a enterrar a éstos, no se presentó ni un solo voluntario. Tendidos en las camas, los ciegos sólo querían que les dejasen hacer tranquilamente la breve digestión, algunos se quedaron dormidos inmediatamente, cosa que no era de extrañar, después de los sustos y sobresaltos por los que habían pasado, y el cuerpo, pese a estar tan parcamente alimentado, se abandonaba al relajamiento de la química digestiva. Más tarde, cerca ya del crepúsculo, cuando las lámparas mortecinas parecieron ganar alguna fuerza por la progresiva disminución de la luz natural, mostrando así también lo débiles que eran y lo poco que servían, el médico, acompañado de su mujer, convenció a dos hombres de su sala para que los acompañaran al cercado, aunque sólo fuera, dijo, para hacer balance del trabajo que debería ser hecho y para separar los cuerpos ya rígidos, una vez decidido que cada sala enterraría a los suyos. La ventaja de que gozaban estos ciegos era la de algo que podría llamarse ilusión de la luz. Realmente, igual les daba que fuera de día o de noche, crepúsculo matutino o vespertino, silente madrugada o rumorosa hora meridiana, los ciegos siempre estaban rodeados de una blancura resplandeciente, como el sol dentro de la niebla. Para éstos, la ceguera no era vivir banalmente rodeado de tinieblas; sino en el interior de una gloria luminosa. Cuando el médico cometió el desliz de decir que iban a separar los cuerpos, el primer ciego, que era uno de los que concordaran ayudarle, quiso que le explicase cómo iban a reconocerlos, pregunta lógica la del ciego, que desconcertó al doctor. Esta vez la mujer pensó que no tenía que acudir en su auxilio, porque se denunciaría si lo hiciese. El médico salió airosamente de la dificultad, por el método radical del paso adelante, es decir, reconociendo el error, Uno, dijo en el tono de quien se ríe de sí mismo, se acostumbra tanto a tener ojos que cree que los puede utilizar incluso cuando no le sirven para nada, de hecho sólo sabemos que hay aquí cuatro de los nuestros, el taxista, los dos policías y otro que estaba también con nosotros, la solución es, por tanto, coger al azar cuatro de estos cuerpos, enterrarlos como se debe, y así cumplimos con nuestra obligación. El primer ciego se mostró de acuerdo, su compañero también, y de nuevo, relevándose, empezaron a cavar las tumbas. No sabrían estos auxiliares, como ciegos que eran, que los cadáveres enterrados, sin excepción, habían sido precisamente aquellos de los que hablaron, y no será preciso decir cómo trabajó aquí lo que parece el azar, la mano del médico, guiada por la mano de la mujer, tocaba una pierna o un brazo, y decía, Éste. Cuando ya estaban enterrados dos cuerpos, aparecieron al fin, procedentes de la sala, tres hombres dispuestos a ayudar, es probable que no se ofrecieran si alguien les hubiera dicho que ya era noche cerrada. Psicológicamente, incluso estando ciego un hombre, hay que reconocer que existe una gran diferencia entre cavar sepulturas a la luz del día y después de la caída del sol. En el momento en que entraban en la sala, sudados, sucios de tierra, llevando aún en las narices el primer hedor dulzón de la corrupción, repetía el altavoz las instrucciones consabidas. No hubo ninguna referencia a lo que había pasado, no se habló de tiros ni de muertos a quemarropa. Avisos como aquel de Abandonar el edificio sin previa autorización significará la muerte inmediata, o Los internos enterrarán sin formalidades el cadáver en el cercado, cobraban ahora, gracias a la dura experiencia de la vida, maestra suprema en todas las disciplinas, pleno sentido, mientras aquel otro que prometía cajas de comida tres veces al día resultaba grotesco sarcasmo o ironía aún más difícil de soportar. Cuando la voz calló, el médico, solo, porque empezaba a conocer los rincones de la casa, fue hasta la puerta de la otra sala para informar, Los nuestros están enterrados ya, Si enterraron a unos, también podían haber enterrado a los otros, respondió desde dentro una voz de hombre, Lo acordado fue que cada sala enterraría a sus muertos, nosotros contamos cuatro y los enterramos, Está bien, mañana enterraremos a los de aquí, dijo otra voz masculina, y luego, cambiando de tono, preguntó, No ha llegado más comida, No, respondió el médico, Pero el altavoz dijo que llegaría comida tres veces al día, Dudo que cumplan la promesa, Entonces habrá que racionar los alimentos que vayan llegando, dijo una voz de mujer, Parece una buena idea, si quieren, hablamos mañana, De acuerdo, dijo la mujer. Ya se retiraba el médico cuando oyó la voz del hombre que había hablado primero, A ver quién manda aquí, y se paró aguardando a que alguien respondiera, lo hizo la misma voz femenina, Si no nos organizamos en serio, van a mandar aquí el hambre y el miedo, como si no fuera vergüenza bastante que no haya ido nadie con ellos a enterrar a los muertos, Y por qué no los entierras tú, ya que eres tan lista y hablas tan bien, Sola no puedo, pero estoy dispuesta a ayudar, Mejor no discutir, intervino la segunda voz de hombre, mañana por la mañana trataremos de eso. El médico suspiró, la convivencia iba a ser difícil. Se dirigía ya a la sala cuando sintió una fuerte urgencia de evacuar. Desde el sitio donde se encontraba no tenía seguridad de dar con las letrinas, pero decidió aventurarse. Esperaba que alguien se hubiera acordado de llevar el papel higiénico que trajeron con las cajas de comida. Se equivocó dos veces de camino, angustiado porque apretaba la necesidad cada vez más, y ya estaba en las últimas, cuando, por fin, pudo bajarse los pantalones y ponerse en cuclillas sobre el agujero. Le asfixiaba el hedor. Tenía la impresión de haber pisado una pasta blanda, los excrementos de alguien que no acertó con el agujero o que había decidido aliviarse sin más. Intentó imaginar cómo sería el lugar donde se encontraba, para él era todo blanco, luminoso, resplandeciente, lo eran las paredes y el suelo que no podía ver y, absurdamente, concluyó que la luz y la blancura, allí, olían mal. Nos volveremos locos de horror, pensó. Luego quiso limpiarse, pero no había papel. Palpó la pared detrás de él, donde podrían estar los soportes de los rollos o los clavos en los que, a falta de algo mejor, habrían sujetado algunos papeles cualquiera. Nada. Se sintió desgraciado, desgraciado a más no poder, allí, con las piernas arqueadas, amparando los pantalones que rozaban el suelo repugnante, ciego, ciego, ciego, y, sin poder dominarse, empezó a llorar en silencio. Tanteando, dio algunos pasos hasta que resbaló y se golpeó contra la pared de enfrente. Extendió un brazo, extendió el otro, al fin dio con una puerta. Oyó los pasos arrastrados de alguien que debía de andar también buscando los retretes y tropezaba, Dónde estará esa mierda, murmuraba con voz neutra, como si, en el fondo, nada le importase saberlo. Pasó a dos palmos del médico sin apercibirse de su presencia, pero no tenía importancia, la situación no llegó a resultar indecente, podría serlo, realmente, un hombre con aquella pinta, descompuesto, pero, en el último instante, movido por un desconcertante sentimiento de pudor, el médico se había subido los pantalones. Luego, cuando pensó que no había nadie, volvió a bajárselos, demasiado tarde, estaba sucio, sucio como no recordaba haberlo estado nunca en su vida. Hay muchas maneras de convertirse en un animal, pensó, y ésta es sólo la primera. Pero no se podía quejar mucho, aún tenía alguien a quien no le importaba limpiarlo.

Tumbados en los camastros, los ciegos esperaban que el sueño se compadeciera de su tristeza. Discretamente, como si hubiera peligro de que los otros pudieran ver el mísero espectáculo, la mujer del médico ayudó al marido a asearse lo mejor posible. Había ahora un silencio dolorido, de hospital, cuando los enfermos duermen, y sufren durmiendo. Sentada, lúcida, la mujer del médico miraba las camas, los bultos sombríos, la palidez fija de un rostro, un brazo que se movía en sueños. Se preguntaba si alguna vez se quedaría ciega como ellos, qué razones inexplicables la habrían preservado hasta ahora. Con un gesto fatigado se llevó las manos a la cara para apartar el pelo, y pensó, Vamos todos a oler mal. En aquel momento, empezaron a oírse unos suspiros, unos gemidos, unos jadeos, primero sofocados, murmullos que parecían palabras, que debían de serlo, pero cuyo significado se perdía en un crescendo que las iba convirtiendo en sonido ronco, en grito y, al fin, en estertor. Alguien protestó desde el fondo de la sala, Puercos, son como cerdos. No eran puercos, sólo un hombre ciego y una mujer ciega que probablemente nunca sabrían uno del otro más que esto.