Dentro del edificio, el estruendo de los disparos, con resonancia ensordecedora en el espacio limitado del zaguán, había causado pavor. En los primeros momentos se creyó que los soldados iban a irrumpir en las salas barriendo a balazos todo lo que encontraran en su camino, que el Gobierno había cambiado de idea, optando por la liquidación física en masa, hubo quien se metió debajo de la cama, algunos, de puro miedo, no se movieron, pensando que era mejor no hacerlo, para poca salud más vale ninguna, si hay que acabar, que sea rápido. Los primeros en reaccionar fueron los contagiados. Al oír los disparos, huyeron pero, luego, el silencio los alentó a volver, y se acercaron de nuevo a la puerta que daba acceso al zaguán. Vieron los cuerpos amontonados, la sangre sinuosa arrastrándose lentamente por las losas como si estuviese viva, y las cajas de la comida. El hambre los empujó hacia fuera, allí estaba el ansiado alimento, verdad es que iba destinado a los ciegos, que luego traerían el que les correspondía a ellos, de acuerdo con el reglamento, pero a la mierda el reglamento, nadie nos ve, y vela que va delante alumbra por dos, ya lo dijeron los antiguos de todo tiempo y lugar, y los antiguos no eran lerdos. No obstante, el hambre sólo tuvo fuerza suficiente para hacerles avanzar tres pasos, la razón se interpuso y les advirtió que el peligro acecha a los imprudentes, en aquellos cuerpos sin vida, sobre todo en la sangre, quién podría saber qué vapores, qué emanaciones, qué venenosos miasmas estarían desprendiéndose ya de la carne destrozada de los ciegos. Están muertos, no pueden hacernos nada, dijo alguien, la intención era tranquilizarse a sí mismo y a los otros, pero fue peor el remedio, era verdad que los ciegos estaban muertos, que no podían moverse, fijaos, ni se mueven ni respiran, pero quién nos dice que esta ceguera blanca no será precisamente un mal del espíritu, y si lo es, partamos de esta hipótesis, los espíritus de aquellos ciegos nunca habrían estado tan sueltos como ahora, fuera de los cuerpos, y por tanto libres de hacer lo que quieran, sobre todo el mal, que, como es de conocimiento general, siempre ha sido lo más fácil de hacer. Pero las cajas de comida, allí expuestas, atraían irresistiblemente sus ojos, son de este calibre las razones del estómago que no atienden a nada, aunque sea para su bien. De una de las cajas se derramaba un líquido blanco que se iba acercando lentamente al charco de sangre, tiene todos los visos de ser leche, es un color que no engaña. Más valerosos, o más fatalistas, que no siempre es fácil la distinción, dos de los contagiados avanzaron, y estaban ya casi tocando con sus manos golosas la primera caja cuando en el vano de la puerta que daba al ala de los ciegos aparecieron unas cuantas personas. Puede tanto la imaginación, y en circunstancias mórbidas como ésta parece que lo puede todo, que, para aquellos dos que habían ido de avanzada, fue como si los muertos, de repente, se hubieran levantado del suelo, tan ciegos como. antes, ahora, pero mucho más dañinos, porque sin duda estaría incitándoles el espíritu de venganza. Retrocedieron prudentemente en silencio hasta la entrada de su sección, podía ser que los ciegos comenzasen a ocuparse de los muertos, que eso era lo que mandaban la caridad y el respeto, o, si no, que dejaran allí, por no haberla visto, alguna de las cajas, por pequeña que fuese, que realmente los contagiados no eran muchos, quizá la mejor solución fuese ésta, pedirles, Por favor, tengan compasión, dejen al menos una cajita para nosotros, puede que no traigan más comida hoy, después de lo que ha sucedido. Los ciegos se movían como ciegos que eran, a tientas, tropezando, arrastrando los pies, no obstante, como si estuviesen organizados, supieron distribuir las tareas eficazmente, algunos de ellos, resbalando en la sangre pegajosa y en la leche, empezaron de inmediato a retirar y transportar los cadáveres hacia el cercado, otros se ocuparon de las cajas, una a una, las ocho que habían sido arrojadas al suelo por los soldados. Entre los ciegos se encontraba una mujer que daba la impresión de estar al mismo tiempo en todas partes, ayudando a cargar, haciendo como si guiara a los hombres, cosa evidentemente imposible para una ciega, y, fuese por casualidad o a propósito, más de una vez volvió la cara hacia el ala de los contagiados, como si los pudiera ver o notase su presencia. En poco tiempo el zaguán quedó vacío, sin más señal que la mancha grande de sangre, y otra pequeña rozándola, blanca, de la leche derramada, aparte de esto, sólo las huellas cruzadas de los pies, pisadas rojas o simplemente húmedas. Los contagiados cerraron resignadamente la puerta y fueron en busca de las migajas, era tanto el desaliento que uno de ellos llegó a decir, y esto muestra bien lo desesperados que estaban, Si vamos a quedarnos ciegos, si es ése nuestro destino, mejor sería irnos ya a la otra parte, al menos tendríamos qué comer, Es posible que los soldados traigan todavía lo nuestro, dijo alguien, Ha hecho usted el servicio militar, preguntó otro, No, Ya me lo parecía.

Teniendo en cuenta que los muertos pertenecían a una y otra sala, se reunieron los ocupantes de la primera y de la segunda con la finalidad de decidir si comían primero y enterraban a los cadáveres después, o lo contrario. Nadie parecía tener interés en saber quiénes eran los muertos. Cinco de ellos se tuvieron en la sala segunda, no se sabe si ya se conocían de antes o, en caso de que no, si tuvieron tiempo y disposición para presentarse unos a otros e intercambiar quejas y desahogos. La mujer del médico no recordaba haberlos visto cuando llegaron. A los otros cuatro, sí, a ésos los conocía, habían dormido con ella, por así decir, bajo el mismo techo, aunque de uno no supiera más que eso, y cómo podría saberlo, un hombre que se respeta no va a ponerse a hablar de asuntos íntimos a la primera persona que aparezca, decir que había estado en el cuarto de un hotel haciendo el amor con una chica de gafas oscuras, la cual, a su vez, si es de ésta de quien se trata, ni se le pasa por la cabeza que estuvo y está tan cerca de quien la hizo ver todo blanco. Los otros muertos eran el taxista y los dos policías, tres hombres robustos, capaces de cuidar de sí mismos, y cuyas profesiones consistían, aunque en distinto modo, de cuidar de los otros, y ahí están, segados cruelmente en la fuerza de la vida, esperando que les den destino. Van a tener que esperar a que estos que quedan acaben de comer, no por causa del acostumbrado egoísmo de los vivos, sino porque alguien recordó sensatamente que enterrar nueve cuerpos en aquel suelo duro y con un solo azadón era trabajo que duraría al menos hasta la hora de la cena. Y como no sería admisible que los voluntarios dotados de buenos sentimientos estuvieran trabajando mientras los otros se llenaban la barriga, se decidió dejar a los muertos para después. La comida venía en raciones individuales y era, en consecuencia, fácil de distribuir, toma tú, toma tú, hasta que se acababa. Pero la ansiedad de unos cuantos ciegos, menos sensatos, vino a complicar lo que en circunstancias normales habría sido cómodo, aunque un maduro y sereno juicio nos aconseje admitir que los excesos que se dieron tuvieron cierta razón de ser, bastará recordar, por ejemplo, que al principio no se podía saber si la comida iba a llegar para todos. Verdad es que cualquiera comprenderá que no es fácil contar ciegos ni repartir raciones sin ojos que los puedan ver, a ellos y a ellas. Añádase que algunos ocupantes de la segunda sala, con una falta de honradez más que censurable, quisieron convencer a los otros de que su número era mayor del que realmente era. Menos mal que para eso estaba allí, como siempre, la mujer del médico. Algunas palabras dichas a tiempo valen más que un discurso que agravaría la difícil situación. Malintencionados y rastreros fueron también aquellos que no sólo intentaron, sino que consiguieron, recibir comida dos veces. La mujer del médico se dio cuenta del acto censurable, pero creyó prudente no denunciar el abuso. No quería ni pensar en las consecuencias que resultarían de la revelación de que no estaba ciega. Lo mínimo que le podría ocurrir sería verse convertida en sierva de todos, y lo máximo, tal vez, sería convertirse en esclava de algunos. La idea, de la que se había hablado al principio, de nombrar un responsable de sala, podría ayudar a resolver esos aprietos y otros por desgracia aún peores, a condición, sin embargo, de que la autoridad de ese responsable, ciertamente frágil, ciertamente precaria, ciertamente puesta en causa en cada momento, fuera claramente ejercida en bien de todos y como tal reconocida por la mayoría. Si no lo conseguimos, pensó, acabaremos por matarnos aquí unos a otros. Se prometió a sí misma hablar de estos delicados asuntos con el marido, y continuó repartiendo las raciones.