Un cuarto de hora después, salvo algunas lamentaciones, unas quejas, unos ruidos discretos de gente que ordena sus cosas, la calma, que no la tranquilidad, volvió a la sala. Todas las camas estaban ahora ocupadas. La tarde llegaba a su fin, las bombillas mortecinas parecían ganar fuerza. Entonces se oyó la voz seca del altavoz. Tal como había sido anunciado el primer día, repetían las instrucciones sobre el funcionamiento de las salas y las reglas que deberían obedecer los internos, El Gobierno lamenta haberse visto forzado a ejercer enérgicamente lo que considera su derecho y su deber, proteger por todos los medios a su alcance a la población en la crisis que estamos atravesando, etc., etc. Cuando calló la voz, se levantó un coro indignado de protestas, Estamos encerrados, Vamos a morir todos aquí, No hay derecho, Dónde están los médicos que nos habían prometido, esto era algo nuevo, las autoridades habían prometido médicos, asistencia, tal vez incluso la curación completa. El médico no dijo que si precisaban un médico allí estaba él. Nunca más lo diría. A un médico no le bastan las manos, un médico cura con medicinas, fármacos, compuestos químicos, drogas y combinaciones de esto y aquello, y aquí no hay rastro de nada de eso ni esperanza de conseguirlo. Ni siquiera tenía ojos para percibir la palidez de un rostro, para observar un rubor en la circulación periférica, cuántas veces, sin necesidad de más minuciosos exámenes, esas señales exteriores equivalían a la historia clínica completa, o la coloración de las mucosas y de los pigmentos, con altísima probabilidad de acierto, De ésta no escapas. Como los otros camastros próximos estaban todos ocupados, la mujer ya no podía irle contando lo que le pasaba, pero él percibía el ambiente cargado, tenso, rozando ya la aspereza de un conflicto, que se había intensificado desde la llegada de los últimos ciegos. Hasta la atmósfera de la sala parecía haberse vuelto más espesa, con hedores que flotaban, gruesos y lentos, con súbitas corrientes nauseabundas, Cómo será esto dentro de una semana, se preguntó, y le asustó imaginar que dentro de una semana aún estarían encerrados en este lugar, Suponiendo que no haya dificultades con el abastecimiento de comida, y seguro que las habrá, dudo que la gente de fuera sepa en cada momento cuántos vamos siendo aquí, la cuestión es cómo se van a resolver los problemas de higiene, no hablo ya de cómo nos lavaremos, ciegos recientes, de pocos días, y sin ayuda de nadie, y si las duchas funcionarán, y por cuánto tiempo, hablo de lo demás, de los demases todos, un simple atasco en los retretes, sólo uno, y esto se convertirá en una cloaca. Se frotó la cara con las manos, sintió la aspereza de la barba de tres días, Es mejor así, espero que no se les ocurra la idea de mandarnos hojas de afeitar y tijeras. En la maleta tenía todo lo que necesitaba para afeitarse, pero sabía que sería un error hacerlo, Y dónde, dónde, no aquí, en la sala, en medio de todos éstos, cierto es que ella podría afeitarme, pero los otros no tardarían en darse cuenta, y les sorprendería que alguien lo hiciera, y allá dentro, en las duchas, aquella confusión, Dios santo, qué falta nos hacen los ojos, ver, ver, aunque no fuese más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece.

Las protestas fueron amortiguándose poco a poco, alguien llegado de la otra sala apareció preguntando si quedaba algo de comida, quien le respondió fue el taxista, Ni migajas, y el dependiente de farmacia, mostrando buena voluntad, dulcificó aquella negativa perentoria, Puede que luego llegue algo. No llegó. Se cerró la noche. De fuera, ni comida, ni palabras. Se oyeron gritos en la sala de al lado, luego se hizo el silencio, si alguien lloraba, lo hacía bajito, el llanto no atravesaba las paredes. La mujer del médico fue a ver cómo se encontraba el enfermo, Soy yo, le dijo, y levantó cuidadosamente la manta. La pierna tenía un aspecto terrorífico, hinchada toda por igual desde el muslo, y la herida, un círculo negro con franjas rojizas, sanguinolentas, se había ampliado muchísimo, como si la carne hubiera sufrido una erupción, y exhalaba un olor entre fétido y dulzón. Cómo se encuentra, preguntó la mujer del médico, Gracias por venir, Dígame cómo se encuentra, Mal, Le duele, Sí y no, Explíquese, Me duele, pero es como si la pierna no fuera mía, está como separada del cuerpo, no sé cómo explicarlo, es una impresión extraña, como si estuviera aquí tumbado viendo cómo la pierna me duele, Eso es la fiebre, Será, Haga ahora por dormir. La mujer del médico le posó la mano en la frente, luego iba a retirarse, pero no tuvo tiempo ni de dar las buenas noches, el enfermo la agarró por un brazo y la atrajo, obligándola a acercar la cara, Sé que usted ve, dijo con una voz muy baja. La mujer del médico se estremeció, y murmuró, Se equivoca,

de dónde ha sacado eso, veo como cualquiera de los que están aquí, No quiera engañarme, señora, sé muy bien que ve, pero, descuide, no se lo voy a decir a nadie, Duerma, duerma, No tiene confianza en mí, La tengo, No se fía de la palabra de un ladrón, Le he dicho ya que tengo confianza, Entonces, por qué no me dice la verdad, Hablaremos mañana, ahora duerma, Bueno, mañana, si llego, No debemos pensar lo peor, Yo pienso, o la fiebre está pensando por mí. La mujer del médico volvió al lado de su marido y le susurró al oído, La herida tiene un aspecto horrible, será gangrena, En tan poco tiempo no me parece probable, Sea lo que sea, ese hombre está muy mal, Y nosotros aquí, dijo el médico con voz audible a propósito, no basta con que estemos ciegos, es como si nos hubieran atado de pies y manos. De la cama catorce, lado izquierdo, el enfermo respondió, A mí no me atará nadie, doctor.

Fueron pasando las horas, uno tras otro los ciegos entraron en el sueño. Algunos se habían cubierto la cabeza con la manta, como si deseasen que la oscuridad, una oscuridad auténtica, una negra oscuridad, apagara definitivamente los soles deslustrados en que sus ojos se habían convertido. Las tres bombillas colgadas del techo alto, fuera del alcance, derramaban sobre los camastros una luz sucia, amarillenta, que ni capaz era de producir sombras. Cuarenta personas dormían o intentaban desesperadamente dormir, algunas suspiraban y murmuraban en sueños, quizá vieran en el sueño aquello que soñaban, tal vez dijeran, Si esto es un sueño, no quiero despertar. Los relojes de todos ellos estaban parados, se olvidaron de darles cuerda o creyeron que no valía la pena, sólo el de la mujer del médico seguía funcionando. Pasaba ya de las tres de la madrugada. Adelante, muy lentamente, apoyándose en los codos, el ladrón de coches alzó el cuerpo. No notaba la pierna, sólo el dolor estaba allí, el resto había dejado de pertenecerle. Estaba rígida la articulación de la rodilla. Dejó caer el cuerpo hacia el lado de la pierna sana, que quedó colgando fuera de la cama, luego, con las manos juntas por debajo del muslo, intentó mover en el mismo sentido la pierna herida. Como una jauría de lobos que despertaran de súbito, los dolores corrieron en todas direcciones para seguir luego cercando el cráter soturno del que se alimentaban. Ayudándose con las manos, fue arrastrando lentamente el cuerpo por el jergón en dirección al pasillo. Cuando alcanzó el alzado de los pies de la cama, tuvo que descansar. Respiraba con dificultad, como si padeciera de asma, la cabeza oscilaba sobre los hombros y apenas podía sostenerse en ellos. Al cabo de unos minutos, la respiración se le reguló, y él empezó a levantarse lentamente, apoyado en la pierna buena. Sabía que la otra de nada iba a servirle, que tendría que arrastrarla tras de sí a donde quiera que fuese. Sintió un mareo, un temblor irreprimible le atravesó el cuerpo, el frío y la fiebre le hicieron castañetear los dientes. Amparándose en los hierros de las camas, pasando de una a otra, fue avanzando entre los dormidos, tiraba, como de un saco, de la pierna herida. Nadie lo vio, nadie le preguntó, Adónde va a estas horas, si alguien lo hubiera hecho, ya sabía qué responder, Voy a mear, diría, lo que no quería era que la mujer del médico le preguntara, a ella no podría engañarla, tendría que decirle la idea que llevaba en la cabeza, No puedo seguir pudriéndome aquí, sé que su marido hizo lo que estaba a su alcance, pero cuando yo iba a robar un coche no le pedía a otro que lo robase por mí, ahora es lo mismo, soy yo quien tengo que ir fuera, cuando me vean en este estado se darán cuenta de que estoy muy mal, me meterán en una ambulancia y me llevarán al hospital, seguro que hay hospitales sólo para ciegos, uno más no les importará, me tratarán la pierna, me curarán, oí decir que eso es lo que se hace con los condenados a muerte, si tienen apendicitis, los operan y sólo después los matan, para que mueran sanos, aunque, por mí, si quieren pueden volver a traerme aquí, no me importa. Avanzó más, apretando los dientes para no gemir, pero no pudo reprimir un sollozo de agonía cuando, llegado al extremo de la fila, perdió el equilibrio. Se había equivocado en la cuenta de las camas, esperaba que quedara una más y era ya el vacío. Caído en el suelo, no se movió. hasta estar seguro de que nadie se había despertado con el ruido del golpe. Luego descubrió que la posición convenía perfectamente a un ciego, si avanzaba a gatas podría encontrar con más facilidad el camino. Se fue arrastrando así hasta llegar al zaguán, allí se detuvo para pensar qué iba a hacer, si sería mejor llamar desde la puerta, o acercarse a la reja aprovechando la cuerda que había servido de pasamanos. Sabía muy bien que si llamaba pidiendo ayuda lo mandarían que volviera inmediatamente para atrás, pero la alternativa de tener como único socorro, después de todo lo que, pese al apoyo sólido de las camas, había sufrido, una cuerda bamboleante, insegura, le hizo dudar. Pasados unos minutos, creyó encontrar la solución, Iré a gatas, pensó, me pongo debajo de la cuerda, de vez en cuando levanto la mano para ver si voy por el buen camino, esto es lo mismo que robar un coche, siempre encuentra uno la manera. De repente, sin que se apercibiera, su conciencia se despertó y le censuró ásperamente por haber sido capaz de robar el automóvil a un pobre ciego, Si estoy ahora en esta situación, argumentó, no es por haberle robado el coche, sino por haberle acompañado hasta su casa, ése fue mi inmenso error. No estaba la conciencia para debates casuísticos, sus razones eran simples y claras, Un ciego es sagrado, a un ciego no se le roba, Técnicamente hablando, no le robé, ni él llevaba el coche en el bolsillo ni yo le apunté con una pistola, se defendió el acusado, Déjate de sofismas, rezongó la conciencia, y sigue andando.