La caja con la comida estaba en el zaguán. El médico le pidió a su mujer, Guíame hasta la puerta de entrada, Para qué, Voy a decirles que tenemos un enfermo con una infección grave y que no tenemos medicinas, Recuerda el aviso, Sí, pero quizá ante un caso así, Lo dudo, También yo, pero nuestra obligación es intentarlo. En el zaguán, la luz del día aturdió a la mujer, y no porque fuese demasiado intensa, por el cielo pasaban nubes oscuras, quizá estuviera lloviendo, He perdido la costumbre de la claridad, en tan poco tiempo, pensó. En aquel mismo instante, un guardián les gritó desde el portón, Alto, atrás, tengo orden de disparar, y luego, en el mismo tono, apuntando el arma, Sargento, hay aquí unos tipos que quieren salir, No queremos salir, negó el médico, Pues les aconsejo que realmente no lo quieran, dijo el sargento mientras se acercaba, y, asomando tras las rejas del portón, preguntó, Qué pasa, Una persona se hirió en una pierna y presenta una infección, necesitamos inmediatamente antibióticos y otros medicamentos, Las órdenes que tengo son muy claras, salir, no sale nadie, entrar, sólo comida, Si la infección se agrava, que es lo más seguro, el caso puede rápidamente acabar de la peor manera posible, Eso no es cosa mía, Hable entonces con sus superiores, dígaselo, Mire, ciego, con quien voy a hablar es con usted, y le voy a decir una cosa, o vuelven usted y ésa ahora mismo ahí dentro, o les pego un tiro, Vamos, dijo la mujer, no hay nada que hacer, no tienen ellos la culpa, están llenos de miedo y obedecen órdenes, No quiero creer que esté ocurriendo esto, va contra toda regla de humanidad, Mejor es que lo creas, porque nunca te has encontrado ante una verdad tan evidente, Aún están ahí, gritó el sargento, voy a contar hasta tres, si a las tres no han desaparecido de mi vista pueden estar seguros de que no volverán a entrar, uuuno, dooos, trees, fue verlo y no verlo, y a los soldados, Ni aunque fuera un hermano mío, no dijo a quién se refería, si al hombre que había venido a pedir los medicamentos o al de la pierna infectada. Dentro, el herido quiso saber si iban a dejar pasar medicamentos, Cómo sabe que fui a pedir medicinas, le preguntó al médico, Pensando, usted es médico, Lo siento mucho, Eso quiere decir que los medicamentos no van a venir, Sí, Ah, bien.

Habían calculado justo la comida para cinco personas. Había botellas de leche y galletas, pero quien calculó las raciones se olvidó de los vasos, tampoco había platos, ni cubiertos, vendrían quizá con la comida del mediodía. La mujer del médico fue a dar de beber al herido, pero éste vomitó. El taxista dijo que no le gustaba la leche y quiso saber si había café. Algunos, tras haber comido, volvieron a acostarse, el primer ciego llevó a su mujer a conocer los sitios, fueron los únicos que salieron de la sala. El dependiente de farmacia pidió permiso para hablar con el señor doctor, le gustaría que el señor doctor le dijera si tenía una opinión formada sobre la enfermedad, No creo que, propiamente, se le pueda llamar enfermedad, comenzó precisando el médico, y luego, simplificando mucho, resumió lo que había investigado en los libros antes de quedarse ciego. Unas camas más allá, el taxista escuchaba atentamente, y, cuando el médico terminó su relato, dijo desde lejos, Apuesto que lo que ha ocurrido es que se han atascado los canales que van de los ojos a la sesera, Qué animal eres, dijo el dependiente de farmacia, Quién sabe, el médico sonrió sin querer, realmente, los ojos no son más que unas lentes, como un objetivo, es el cerebro quien realmente ve, igual que en una película la imagen aparece, y si esos canales se han atascado, como dice aquí el señor, Eso es lo mismo que un carburador, si la gasolina no consigue llegar, el motor no trabaja y el coche no anda, Nada más sencillo, como ve, dijo el médico al dependiente de farmacia, Y cuánto tiempo cree usted, doctor, que vamos a seguir aquí, preguntó la camarera de hotel, Por lo menos mientras estemos sin ver, Y cuánto tiempo será eso, Francamente, no creo que lo sepa nadie, Y es algo pasajero o va a ser para siempre, Ojalá lo supiera yo. La camarera suspiró y, pasados unos momentos, dijo También me gustaría a mí saber qué fue de aquella chica, Qué chica, preguntó el dependiente de farmacia, La del hotel, qué impresión me hizo verla allí, en medio del cuarto, desnuda como vino al mundo, no llevaba más que unas gafas oscuras puestas, y venga a gritar que estaba ciega, lo más seguro es que fuera ella la que me pegó la ceguera a mí. La mujer del médico miró, vio a la chica quitarse las gafas oscuras lentamente, disimulando el movimiento, luego las metió debajo de la almohada mientras preguntaba al niño estrábico, Quieres otra galleta. Por primera vez desde que entraron allí, la mujer del médico se sintió como si estuviera detrás de un microscopio observando el comportamiento de unos seres que ni siquiera podían sospechar su presencia, y esto le pareció súbitamente indigno, obsceno, No tengo derecho a mirar si los otros no me pueden mirar a mí, pensó. Con mano trémula, la muchacha estaba poniéndose unas gotas de colirio. Así siempre podría decir que no eran lágrimas lo que brotaba de sus ojos.

Cuando, horas después, el altavoz anunció que se podía ir a recoger la comida del mediodía, el primer ciego y el taxista se presentaron voluntarios para una misión en la que los ojos no eran indispensables, bastaba el tacto. Las cajas estaban lejos de la puerta que unía el zaguán con el corredor, para encontrarlas tuvieron que caminar a gatas, barriendo el suelo ante ellos con un brazo extendido, mientras el otro hacía de tercera pata, y si no encontraron mayor dificultad en regresar a la sala fue porque la mujer del médico tuvo la idea, que justificó cuidadosamente aduciendo su propia experiencia, de rasgar en tiras una manta, haciendo con ellas una especie de cuerda, una de cuyas puntas estaría siempre sujeta al tirador de fuera de la puerta de la sala, mientras la otra sería atada cada vez al tobillo de quien tuviese que salir a buscar la comida. Fueron los dos hombres, vinieron los platos y los cubiertos, pero los alimentos continuaban siendo para cinco, lo más probable era que el sargento que mandaba el pelotón de guardia no supiera que había allí seis ciegos más, dado que desde fuera del portón, aun estando atento a lo que ocurriera del lado de dentro de la puerta principal, sólo por casualidad, en la sombra del zaguán, se vería pasar gente de una de las alas a la otra. El taxista se ofreció para reclamar la comida que faltaba, y fue solo, no quiso compañía, Que no somos cinco, somos once, gritó a los soldados, y el mismo sargento le respondió desde fuera, Tranquilos, que van a ser muchos más, y lo dijo con un tono que le debió parecer de mofa al taxista, si tenemos en cuenta lo que contó cuando volvió a la sala, Era como si me estuviera tomando el pelo. Repartieron la comida, cinco raciones divididas entre diez, porque el herido seguía sin querer comer, sólo pedía agua, que le mojasen la boca, por favor. Su piel quemaba. Como no podía soportar durante mucho tiempo el contacto y el peso de la manta sobre la herida, de vez en cuando descubría la pierna, pero el aire frío de la sala lo obligaba a cubrirse de nuevo inmediatamente y así horas y horas. Gemía a intervalos regulares, con una especie de arranque sofocado, como si el dolor, constante, firme, súbitamente se adensara antes de que pudiera agarrarlo y sostenerlo en los límites de lo soportable.

Mediada la tarde, entraron tres ciegos más, expulsados de la otra ala. Una de ellas era la empleada del consultorio, la mujer del médico la reconoció inmediatamente, y los otros, así lo había decidido el destino, eran el hombre que había estado con la chica de las gafas oscuras en el hotel y aquel policía grosero que la llevó a casa. Sólo tuvieron tiempo para llegar a las camas y sentarse en ellas, al azar, la empleada del consultorio lloraba desconsoladamente, los dos hombres permanecían callados como si no pudieran entender aún lo que les pasaba. De pronto, se oyó, llegada de la calle, una confusión de gritos, órdenes dadas a pleno pulmón, un vocerío inextricable. Los ciegos de la sala volvieron todos la cara para el lado de la puerta, esperando. No podían ver, pero sabían lo que iba a pasar en los minutos siguientes. La mujer del médico, sentada en la cama, al lado del marido, dijo en voz baja, Tenía que ocurrir, el infierno prometido va a empezar. Él le apretó la mano entre las suyas y murmuró, No te alejes, de ahora en adelante ya no podías hacer nada. Los gritos habían disminuido, ahora se oían ruidos confusos en el zaguán, eran los ciegos traídos en rebaño, que tropezaban unos con otros, se agolpaban en el vano de las puertas, unos pocos se habían desorientado y fueron a parar a otras salas, pero la mayoría, trastabillando, agarrados en racimos o separados uno a uno, agitando afligidos las manos como quien se está ahogando, entraron en la sala en torbellino, como si fueran empujados desde fuera por una máquina arrolladora. Cayeron unos cuantos, fueron pisoteados. Aprisionados en el estrecho pasillo, los ciegos, poco a poco, se fueron liberando por los espacios entre los camastros, y allí, como barco que en medio del temporal logra al fin entrar en puerto, tomaban posesión de su fondeadero personal, que era la cama, y protestaban diciendo que ya no cabía nadie más, que los de atrás buscasen otro sitio. Desde el fondo, el médico gritó que había más salas, pero los pocos que se habían quedado sin cama tenían miedo de perderse en el laberinto que imaginaban, salas, corredores, puertas cerradas, escaleras que sólo en el último momento descubrirían. Al fin comprendieron que no podrían seguir allí y, buscando penosamente la puerta por donde habían entrado, se aventuraron en lo desconocido. Buscando un último y seguro refugio, los ciegos del segundo grupo, el de cinco, pudieron ocupar los camastros que, entre ellos y los del primer grupo, habían quedado vacíos. Sólo el herido quedó aislado, sin protección, en la cama catorce, lado izquierdo.