Fuera porque se sintió movido por estas palabras, o porque ya no pudo aguantar más la furia, uno de los hombres se puso en pie bruscamente, Este tipo es el que tiene la culpa de nuestra desgracia, si tuviera ojos acababa con él ahora mismo, vociferó apuntando hacia el lugar en que creía que estaba el otro. El desvío no era grande, pero lo dramático del gesto resultó cómico, porque el dedo acusador, tenso, indicaba hacia una mesita de noche. Calma, dijo el médico, en una epidemia no hay culpables, todos son víctimas, Si yo no hubiera sido la buena persona que fui, si no le hubiera ayudado a llegar a su casa, aún tendría mis benditos ojos, Quién es usted, preguntó el médico, pero el acusador no respondió, y ya parecía contrariado por haber hablado. Entonces se oyó la voz del otro, Me llevó a casa, es verdad, pero luego se aprovechó de mi estado para robarme el coche, No es verdad, yo no robé nada, Lo robó, sí señor, lo robó, Si alguien le birló el coche, no fui yo, y el pago que he recibido por mi buena acción es quedarme ciego, además, dónde están los testigos, a ver, los testigos, La discusión no resuelve nada, dijo la mujer del médico, el coche está ahí fuera y ustedes están aquí dentro, es mejor que hagan las paces, recuerden que vamos a tener que vivir aquí juntos, Sé muy bien quién no va a vivir con él, ustedes hagan lo que les dé la gana, pero yo me voy a otra sala, no me quedo aquí con un bribón como éste, capaz de robarle a un ciego, se queja de que por mi culpa se quedó ciego, pues eso demuestra que todavía hay justicia en el mundo. Cogió la maleta y, arrastrando los pies para no tropezar, tanteando con la mano libre, salió al pasillo que separaba las dos filas de camas, Dónde están las otras salas, preguntó, pero no llegó a oír la respuesta, si es que alguien se la dio, porque de repente le cayó encima una confusión de brazos y piernas, el ladrón del coche cumplía como podía su amenaza de desquite contra el causante de sus males. Uno abajo, otro encima, rodaron por aquel apretado espacio, mientras, de nuevo asustado, el niño estrábico volvía a llorar y a llamar a su madre. La mujer del médico tomó al marido por el brazo, sabía que sola no iba a poder acabar con la pelea, y lo llevó por el corredor hasta el lugar donde se debatían, jadeantes, los furiosos combatientes. Guió las manos del marido, ella personalmente se encargó del ciego que estaba más cerca, y así, con gran esfuerzo, consiguieron separarlos. Se están comportando ustedes estúpidamente, gritó el médico, si lo que quieren es convertir esto en un infierno, pueden seguir, van por buen camino, pero recuerden que estamos entregados a nosotros mismos, que no vamos a recibir ninguna ayuda de fuera, ya han oído lo que dijeron, Es que me robó el coche, se lamentó el primer ciego, más deteriorado que el otro, Y qué importa el coche ahora, dijo la mujer del médico, cuando se lo robaron tampoco podía servirse de él, Pero era mío, y este ladrón se lo llevó no sé adónde, Lo más probable, dijo el médico, es que su coche esté en el sitio donde este hombre se quedó ciego, Tiene usted razón, doctor, se nota que sabe, allí estará sin duda, dijo el ladrón. El primer ciego hizo un movimiento como para soltarse de las manos que lo sujetaban, pero sin forzar, como si hubiese comprendido que ni la indignación, por justificada que estuviese, iba a devolverle el coche, ni el coche iba a devolverle la vista. Pero el ladrón amenazó de nuevo, Si crees que no te va a ocurrir nada, te equivocas, sí, fui yo quien te robó el coche, pero tú me has robado a mí la vista de mis ojos, a ver quién de los dos es más ladrón, Acaben de una vez, protestó el médico, todos aquí estamos ciegos y no nos quejamos, ni acusamos a nadie, Mucho me importa a mí el mal de los otros, dijo el ladrón, desdeñoso, Si quiere irse a otra sala, dijo el médico al primer ciego, mi mujer podrá llevarlo, ella se orienta mejor que yo, He cambiado de idea, prefiero quedarme aquí. El ladrón se burló, El niño tiene miedo a estar allí solito, no se le vaya a aparecer un sacamantecas que yo sé, Basta, gritó el médico, impaciente, Mire, doctorcillo, rezongó el ladrón, aquí todos somos iguales, a mí no me da usted órdenes, No le estoy dando órdenes, sólo le digo que deje a ese hombre en paz, Sí, sí, pero cuidadito conmigo, que no se me hinchen las narices, que pronto se me acaba la paciencia, que, a bueno, no hay otro como yo, pero a las malas nadie me gana. Con gestos y movimientos agresivos, el ladrón buscó la cama donde había estado sentado, empujó la maleta debajo y dijo luego, Me voy a acostar, y por el tono fue como si dijese Vuélvanse, que me voy a desnudar. La chica de las gafas oscuras le dijo al niño estrábico, Tú también tienes que meterte en cama, ponte aquí, a este lado, y si de noche necesitas algo, me lo dices, Quiero hacer pipí, dijo el niño. Al oírlo, todos sintieron unas súbitas y urgentes ganas de orinar, pensaron, con éstas o con otras palabras, A ver cómo se resuelve eso ahora, el primer ciego palpó debajo de la cama, buscando un orinal, pero, al mismo tiempo deseando que no lo hubiera porque le daría vergüenza orinar en presencia de otras personas, que no podrían verlo, desde luego, pero el ruido es indiscreto, indisimulable, los hombres, al menos, pueden usar un truco que no está al alcance de las mujeres, en eso tienen más suerte. El ladrón se había sentado en la cama, y decía ahora, Mierda, a ver dónde se mea en esta casa, Ojo con las palabras, que hay un niño, protestó la chica de las gafas oscuras, Sí, guapita, pues a ver si encuentras un sitio o verás cómo tu chiquillo se mea por las patas abajo. Dijo la mujer del médico, Tal vez pueda dar yo con los retretes, recuerdo haber notado por ahí un olor, Yo voy con usted, dijo la chica de las gafas oscuras cogiendo de la mano al niño, Mejor será que vayamos todos, observó el médico, así sabremos el camino, Te entiendo, amigo, esto lo pensó el ladrón del coche, pero no se atrevió a decirlo en voz alta, lo que tú no quieres es que tu mujercita tenga que llevarme a mear cuando me apetezca. El pensamiento, por el segundo sentido implícito, le provocó una pequeña erección que le sorprendió, como si el hecho de estar ciego debiera tener como consecuencia la pérdida o disminución del deseo sexual, Bien, pensó, no se ha perdido todo, entre muertos y heridos alguno escapará, y, desentendiéndose de la conversación, empezó a fantasear. No le dieron tiempo, el médico ya estaba diciendo, Formamos una fila, mi mujer va delante, cada uno pone la mano en el hombro del que va ante él, así no habrá peligro de que nos perdamos. El primer ciego dijo, Yo con ése no voy, se refería, obviamente, al ladrón.
Sea porque se buscaban, sea porque se evitaban, el hecho es que apenas se podían mover en el estrecho pasillo entre las camas, tanto más cuanto que la mujer del médico tenía que actuar también como si estuviese ciega. Al fin quedó la fila ordenada, detrás de la mujer del médico iba la chica de las gafas oscuras con el niño estrábico de la mano, después el ladrón en calzoncillos y camiseta, luego el médico, y, al fin, a salvo de agresiones por ahora, el primer ciego. Avanzaban muy lentamente, como si no se fiaran de quien los guiaba, con la mano libre iban tanteando el aire, buscando de paso un apoyo sólido, una pared, el marco de una puerta. Tras la chica de las gafas oscuras, el ladrón, estimulado por el perfume que de ella se desprendía y por el recuerdo de la reciente erección, decidió usar las manos con mayor provecho, una acariciándole la nuca por debajo del cabello, la otra, directa y sin ceremonias, palpándole los pechos. Ella se sacudió para escapar del desafuero, pero él la tenía bien agarrada. Entonces, la muchacha soltó una patada hacia atrás como una coz. El tacón del zapato, fino como un estilete, se clavó en el muslo desnudo del ladrón, que soltó un grito de sorpresa y de dolor. Qué pasa, preguntó la mujer del médico mirando hacia atrás, Fui yo, que tropecé, respondió la chica de las gafas oscuras, y parece que le he hecho daño al de atrás. La sangre aparecía ya entre los dedos del ladrón que, gimiendo y soltando maldiciones, intentaba percibir los efectos de la agresión, Estoy herido, esta idiota no ve dónde pone los pies, Y usted no ve dónde pone las manos, respondió secamente la chica. La mujer del médico comprendió lo que había pasado, primero sonrió, pero luego vio que la herida presentaba mal aspecto, la sangre corría por la pierna del desgraciado, y no tenían agua oxigenada, ni mercromina, ni vendas, ni gasas, ni desinfectante alguno, nada. El médico preguntó, Dónde está la herida, Aquí, Aquí, dónde, En la pierna, no lo ve, me clavó el tacón del zapato, Tropecé, no he tenido la culpa, repitió la muchacha, pero, inmediatamente, estalló, exasperada, Este cerdo, que estaba metiéndome mano, quién se cree él que soy. La mujer del médico intervino, Ahora lo que hay que hacer es lavar la herida, hacer la cura, Y dónde hay agua, preguntó el ladrón, En la cocina, en la cocina hay agua, pero no tenemos por qué ir todos, mi marido y yo llevaremos a este señor, y los otros se quedan aquí, no tardaremos, Quiero hacer pipí, dijo el chiquillo, Espera un poco, ya volvemos. La mujer del médico sabía que tenía que doblar una vez a la derecha, otra a la izquierda, y seguir luego por un corredor ancho que formaba un ángulo recto. La cocina estaba al fondo. Pasados unos minutos fingió que se había equivocado, se detuvo, volvió atrás, luego exclamó, Ah, ya recuerdo, y fueron directamente a la cocina, no podían perder más tiempo, la herida sangraba abundantemente. Al principio vino sucia el agua y hubo que esperar a que se aclarase. Estaba templada y turbia, como si llevara mucho tiempo estancada en la cañería, pero el herido la recibió con un suspiro de alivio. Realmente, la herida tenía mal aspecto. Y ahora, cómo le ponemos un vendaje, preguntó la mujer del médico. Debajo de una mesa había unos cuantos paños sucios que debían de haber servido para fregar, pero sería una imprudencia grave utilizarlos como vendajes, Aquí por lo visto no hay nada, dijo mientras fingía andar buscando, Pero no voy yo a quedarme así, doctor, que la sangre no para, por favor ayúdeme, y perdone si fui maleducado con usted, se lamentaba el ladrón, Estamos ayudándole, hacemos todo lo que podemos, dijo el médico, y luego, quítese la camiseta, no hay más remedio. El herido protestó, dijo que le hacía falta, pero se la quitó al fin. Rápidamente, la mujer del médico hizo con ella un rollo, lo pasó por el muslo, apretó con fuerza y consiguió, con las puntas de los tirantes y el faldón, atar un nudo tosco. No eran movimientos que un ciego pudiera ejecutar fácilmente, pero ella no quiso perder más tiempo simulando, ya había perdido demasiado cuando fingía no dar con el camino de la cocina. Al ladrón le pareció notar allí algo anormal, el médico, lógicamente, aunque fuera un oftalmólogo, era quien debería haberle hecho la cura, pero el consuelo de verse tratado correctamente se sobrepuso a las dudas, en todo caso vagas, que durante un momento rozaron su conciencia. Cojeando él, volvieron hasta donde los otros estaban, y la mujer del médico vio inmediatamente que el niño estrábico no había podido aguantarse más y se había orinado en los pantalones. Ni el primer ciego, ni la muchacha de las gafas oscuras, se habían dado cuenta de lo sucedido. A los pies del niño se iba ampliando un charquito de orines, las perneras del pantalón goteaban aún. Pero, como si nada hubiera pasado, la mujer del médico dijo, Vamos, pues, en busca de esos retretes. Los ciegos movieron los brazos ante la cara, buscándose unos a otros, menos la chica de las gafas oscuras, que dijo inmediatamente que no quería ir delante del descarado que había intentado meterle mano, al fin se reconstruyó la fila, cambiando de lugar el ladrón y el primer ciego, con el médico colocado entre ellos. El ladrón cojeaba más, arrastraba la pierna. El torniquete le molestaba y la herida parecía latir con tanta fuerza que era como si el corazón se le hubiera cambiado de sitio y se encontrara ahora en el fondo del agujero. La chica de las gafas oscuras llevaba de nuevo al niño de la mano, pero él se apartaba todo lo que podía hacia un lado, con miedo a que alguien descubriera su incontinencia, como el médico, que observó, Aquí huele a orines, y la mujer creyó que debía confirmar la impresión, Sí, realmente, hay un olor, no podía decir que venía de las letrinas, porque aún estaban lejos, y, teniendo que comportarse como si fuese ciega, tampoco podía revelar que el olor venía de los pantalones empapados del chiquillo.