Era aún temprano cuando el médico acabó de tomar, imaginemos con qué placer, su taza de café y la tostada que la mujer se empeñó en prepararle, demasiado temprano para encontrar en su sitio de trabajo a las personas a quienes debería informar. La lógica y la eficacia mandaban que su participación de lo que estaba ocurriendo se hiciera directamente, comunicándolo lo antes posible a un alto cargo responsable del ministerio de la Salud, pero no tardó en cambiar de idea cuando se dio cuenta de que presentarse sólo como un médico que tenía una información importante y urgente que comunicar no era suficiente para convencer al funcionario medio con quien, por fin, después de muchos ruegos, la telefonista condescendió a ponerlo en contacto. El hombre quiso saber de qué se trataba, antes de pasarlo a su superior inmediato, y estaba claro que cualquier médico con sentido de la responsabilidad no iba a ponerse a anunciar la aparición de una epidemia de ceguera al primer subalterno que se le pusiera delante, el pánico sería inmediato. Respondía desde el otro lado el funcionario, Me dice usted que es médico, si quiere que le diga que le creo, sí, le creo, pero yo tengo órdenes, o me dice de qué se trata, o cuelgo, Es un asunto confidencial, Los asuntos confidenciales no se tratan por teléfono, será mejor que venga aquí personalmente, No puedo salir de casa, Quiere decir que está enfermo, Sí, estoy enfermo, dijo el ciego tras una breve vacilación, En ese caso, lo que tiene que hacer es llamar al médico, a un médico auténtico, replicó el funcionario, y, muy satisfecho de su ingenio, colgó el teléfono.
El médico recibió aquella insolencia como una bofetada. Sólo pasados unos minutos tuvo serenidad suficiente para contar a la mujer la grosería con que le habían tratado. Después, como si acabase de descubrir algo que estuviera obligado a saber desde mucho tiempo antes, murmuró, triste, De esa masa estamos hechos, mitad indiferencia y mitad ruindad. Iba a preguntar, vacilante, Y ahora qué hago, cuando comprendió que había estado perdiendo el tiempo, que la única forma de hacer llegar la información a donde convenía, y por vía segura, sería hablar con el director de su propio servicio hospitalario, de médico a médico, sin burócratas por medio, y que él se encargase luego de poner en marcha el maldito engranaje oficial. La mujer marcó el número, lo sabía de memoria. El médico se identificó cuando se pusieron al teléfono, luego dijo rápidamente, Bien, gracias, sin duda la telefonista le había preguntado, Cómo está, doctor, es lo que decimos cuando no queremos mostrar nuestra debilidad, decimos, Bien, aunque nos estemos muriendo, a esto le llama el vulgo hacer de tripas corazón, fenómeno de conversión visceral que sólo en la especie humana ha sido observado. Cuando el director atendió el teléfono, Hola, qué hay, qué pasa, el médico le preguntó si estaba solo, si no había nadie cerca que pudiera oír, de la telefonista nada había que temer, tenía más cosas que hacer que escuchar conversaciones sobre oftalmopatías, a ella sólo le interesaba la ginecología. El relato del médico fue breve pero completo, sin rodeos, sin palabras de más, sin redundancias, y hecho con una sequedad clínica que, teniendo en cuenta la situación, incluso sorprendió al director, Pero realmente está usted ciego, preguntó, Totalmente ciego, En todo caso, podría tratarse de una coincidencia, podría no ser realmente, en su sentido exacto, un contagio, De acuerdo, el contagio no está demostrado, pero no se trata de que nos quedáramos ciegos él y yo, cada uno en su casa, sin habernos visto, el hombre llegó ciego a mi consulta y yo me quedé ciego pocas horas después, Cómo podríamos encontrar a ese hombre, Tengo su nombre y su dirección en el consultorio, Mandaré inmediatamente a alguien, Un médico, Sí, claro, un colega, No le parece que tendríamos que comunicar al ministerio lo que está pasando, Por ahora me parece prematuro, piense en la alarma pública que causaría una noticia así, por todos los diablos, la ceguera no se pega, Tampoco la muerte se pega, y todos nos morimos, Bien, quédese en casa mientras trato el caso, luego lo mandaré a buscar, quiero observarlo, Recuerde que estoy ciego por haber observado a un ciego, No hay seguridad de eso, Hay, al menos, una buena presunción de causa a efecto, Sin duda, no obstante, es aún demasiado pronto para sacar conclusiones, dos casos aislados no tienen significación estadística, Salvo si somos ya más de dos, Comprendo su estado de ánimo, pero tenemos que defendernos de pesimismos que podrían resultar infundados, Gracias, Volveremos a hablar, Hasta luego.
Media hora después, el médico, torpemente y con ayuda de la mujer, había acabado de afeitarse. Sonó el teléfono. Era otra vez el director del servicio oftalmológico, pero la voz, ahora, sonaba distinta, Tenemos aquí a un niño que también se ha quedado ciego de repente, lo ve todo blanco, la madre dice que estuvo ayer con él en su consultorio, Supongo que es un niño que sufre estrabismo divergente del ojo izquierdo, Sí, No hay duda, es él, Empiezo a estar preocupado, la situación es realmente seria, El ministerio, Sí, claro, voy a hablar inmediatamente con la dirección. Pasadas unas tres horas, cuando el médico y su mujer estaban comiendo en silencio, él tanteando con el tenedor las tajaditas de carne que ella le había cortado, volvió a sonar el teléfono. La mujer lo atendió, volvió inmediatamente, Tienes que ir tú, es del ministerio. Le ayudó a levantarse, lo condujo hasta el despacho y le dio el auricular. La conversación fue rápida. El ministerio quería saber la identidad de los pacientes que habían estado el día anterior en su consultorio, el médico respondió que en sus respectivas fichas clínicas figuraban todos los elementos de identificación, el nombre, la edad, el estado civil, la profesión, el domicilio, y terminó declarándose dispuesto a acompañar a la persona o personas que fuesen a recogerlos. Del otro lado, el tono fue cortante, No lo necesitamos. El teléfono cambió de mano, la voz que salió de él era diferente, Buenas tardes, habla el ministro, en nombre del Gobierno le agradezco su celo, estoy seguro de que gracias a la rapidez con que usted ha actuado vamos a poder circunscribir y controlar la situación, entretanto, haga el favor de permanecer en su casa. Las palabras finales fueron pronunciadas con expresión formalmente cortés, pero no dejaban la menor duda sobre el hecho de que eran una orden. El médico respondió, Sí, señor ministro, pero ya habían colgado.
Pocos minutos después, otra voz al teléfono. Era el director clínico del hospital, nervioso, hablando atropelladamente, Ahora mismo acabo de recibir información de la policía de que hay dos casos más de ceguera fulminante, Policías, No, un hombre y una mujer, a él lo encontraron en la calle, gritando que estaba ciego, y ella estaba en un hotel cuando perdió la vista, una historia de cama, según parece, Es necesario averiguar si se trata también de enfermos míos, sabe cómo se llaman, No me lo han dicho, Del ministerio han hablado ya conmigo, van a ir al consultorio a recoger las fichas, Qué situación, Dígamelo a mí. El médico colgó el teléfono, se llevó las manos a los ojos, allí las dejó como si quisiera defenderlos de males peores, al fin exclamó sordamente, Qué cansado estoy, Duerme un poco, te llevaré hasta la cama, dijo la mujer, No vale la pena, no podría dormir, además, todavía no se ha acabado el día, algo más va a ocurrir.
Eran casi las seis cuando sonó el teléfono por última vez. El médico estaba sentado al lado, levantó el auricular, Sí, soy yo, dijo, escuchó con atención lo que le estaban diciendo, y sólo hizo un leve movimiento de cabeza antes de colgar. Quién era, preguntó la mujer, Del ministerio, viene una ambulancia a buscarme dentro de media hora, Eso era lo que esperabas que ocurriera, Más o menos, sí, Adónde te llevan, No lo sé, supongo que a un hospital, Te voy a preparar la maleta, algo de ropa, No es un viaje, No sabemos qué es. Lo llevó con cuidado hasta el dormitorio, lo hizo sentarse en la cama, Quédate ahí tranquilo, yo me encargo de todo. La oyó moverse de un lado a otro, abrir y cerrar cajones, armarios, sacar ropa y luego ordenarla en la maleta colocada en el suelo, pero lo que él no pudo ver es que, aparte de su propia ropa, había metido unas cuantas faldas y blusas, ropa interior, un vestido, unos zapatos que sólo podían ser de mujer. Pensó vagamente que no iba a necesitar tantas cosas, pero se calló porque no era el momento de hablar de insignificancias. Se oyó el restallido de las cerraduras, luego la mujer dijo, Bueno, ya puede venir la ambulancia. Llevó la maleta al vestíbulo, la dejó junto a la puerta, rechazando la ayuda del marido, que decía, Déjame ayudarte, eso puedo hacerlo yo, no estoy tan inválido. Luego se sentaron en el sofá de la sala, esperando. Tenían las manos cogidas, y él dijo, No sé cuánto tiempo vamos a tener que estar separados, y ella respondió, No te preocupes.