Esperaron casi una hora. Cuando sonó el timbre de la puerta, ella se levantó y fue a abrir, pero en el descansillo no había nadie. Descolgó el interfono, Muy bien, ahora baja, respondió. Se volvió hacia el marido y le dijo, Que esperan ahí abajo, tienen orden expresa de no subir, Por lo visto en el ministerio están realmente asustados, Vamos. Tomaron el ascensor, ella ayudó al marido a bajar los últimos escalones, luego a entrar en la ambulancia, volvió al portal a buscar la maleta, la alzó ella sola y la empujó hacia dentro. Después subió a la ambulancia y se sentó al lado del marido. El conductor protestó desde el asiento delantero. Sólo puedo llevarlo a él, son las órdenes que tengo, tiene usted que salir. La mujer respondió con calma, Tiene que llevarme también a mí, acabo de quedarme ciega.
La ocurrencia había brotado de la cabeza del ministro mismo. Era, por cualquier lado que se la examinara, una idea feliz, incluso perfecta, tanto en lo referente a los aspectos meramente sanitarios del caso como a sus implicaciones sociales y a sus derivaciones políticas. Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. Quod erat demonstrandum, concluyó el ministro. En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infección, tenían que permanecer apartados cuarenta días, Hasta ver. Estas mismas palabras, Hasta ver, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento, Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí. Ahora hay que decidir dónde los metemos, señor ministro, dijo el presidente de la Comisión de Logística y Seguridad, nombrada al efecto con toda prontitud, que debería encargarse del transporte, aislamiento y auxilio a los pacientes, De qué posibilidades inmediatas disponemos, quiso saber el ministro, Tenemos un manicomio vacío, en desuso, a la espera de destino, unas instalaciones militares que dejaron de ser utilizadas como consecuencia de la reciente reestructuración del ejército, una feria industrial en fase adelantada de construcción, y hay también, y no han conseguido explicarme por qué, un hipermercado en quiebra, Y, en su opinión, cuál serviría mejor a los fines que nos ocupan, El cuartel es lo que ofrece mejores condiciones de seguridad, Naturalmente, Tiene, no obstante, un inconveniente, es demasiado grande, y la vigilancia de los internos sería difícil y costosa, Entiendo, En cuanto al hipermercado, habría que contar, probablemente, con impedimentos jurídicos diversos, cuestiones legales a tener en cuenta, Y la feria, La feria, señor ministro, creo que sería mejor no pensar en ella, Por qué, No le gustaría al ministerio de Industria, se han invertido allí millones, Queda el manicomio, Sí, señor ministro, el manicomio, Pues el manicomio, Sin duda es el edificio más adecuado, porque, aparte de estar rodeado de una tapia en todo su perímetro, tiene la ventaja de que se compone de dos alas, una que destinaremos a los ciegos propiamente dichos, y otra para los contaminados, aparte de un cuerpo central que servirá, por así decir, de tierra de nadie, por donde los que se queden ciegos podrán pasar hasta juntarse a los que ya lo están. Veo un problema, Cuál, señor ministro, Nos veremos obligados a meter allí personal para orientar las transferencias, y no creo que haya voluntarios, No creo que sea necesario, señor ministro, A ver, explíquese, En caso de que uno de los contaminados se quede ciego, como es natural que ocurra antes o después, los que aún conservan la vista lo echarán de allí de inmediato, Es verdad, Del mismo modo que no permitirían la entrada de un ciego que quisiera cambiar de sitio, Bien pensado, Gracias, señor ministro, podemos pues poner en marcha el plan, Sí, tiene carta blanca.
La comisión actuó con rapidez y eficacia. Antes de que anocheciera ya habían sido recogidos todos los ciegos de que había noticia, y también cierto número de posibles contagiados, al menos aquellos a quienes fue posible identificar y localizar en una rápida operación de rastreo ejercida sobre todo en los medios familiares y profesionales de los afectados por la pérdida de visión. Los primeros en ser trasladados al manicomio desocupado fueron el médico y su mujer. Había soldados de vigilancia. Se abrió el portalón para que los ciegos pasaran, y luego fue cerrado de inmediato. Sirviendo de pasamanos, una gruesa cuerda iba del portón de entrada a la puerta principal del edificio. Sigan un poco hacia la derecha, ahí hay una cuerda, agárrenla y síganla siempre hacia delante, hacia delante, hasta los escalones, los escalones son seis, advirtió un sargento. Ya en el interior, la cuerda se bifurcaba, una hacia la izquierda, otra hacia la derecha, el sargento gritó, Atención, su lado es el derecho. Al tiempo que arrastraba la maleta, la mujer guiaba al marido hacia la sala más próxima a la entrada. Era amplia como una enfermería antigua, con dos filas de camas pintadas de un gris ceniciento, pero ya con la pintura descascarillada. Las mantas, las sábanas y las colchas eran del mismo color. La mujer llevó al marido al fondo de la sala, lo hizo sentarse en una de las camas, y le dijo, No salgas de aquí, voy a ver cómo es esto. Había más salas, corredores largos y estrechos, gabinetes que habrían servido como despachos de los médicos, letrinas empercudidas, una cocina que conservaba aún el hedor de mala comida, un enorme refectorio con mesas forradas de cinc, tres celdas acolchadas hasta la altura de dos metros y cubiertas de láminas de corcho a partir de ahí. Detrás del edificio había un cercado abandonado, un jardín con árboles descuidados, los troncos parecían desollados. Se encontraba basura por todas partes. La mujer del médico volvió hacia dentro. En un armario medio abierto encontró camisas de fuerza. Cuando llegó junto al marido le preguntó, A que no eres capaz de imaginar adónde nos han traído, No, iba a añadir, A un manicomio, pero él se adelantó, Tú no estás ciega, no puedo permitir que te quedes aquí, Sí, tienes razón, no estoy ciega, Voy a pedirles que te lleven a casa, les diré que los engañaste para quedarte conmigo, No vale la pena, desde donde están no te oyen, y, aunque te oyeran no te harían caso, Pero tú puedes ver, Por ahora, lo más probable es que me quede también ciega un día de éstos o dentro de un minuto, Vete, por favor, No insistas, además, estoy segura de que los soldados no me dejarían poner un pie fuera, No te puedo obligar, No, amor mío, no puedes, me quedo aquí para ayudarte y para ayudar a los que vengan, pero no les digas que yo veo, Qué otros, No creerás que vamos a ser los únicos, Esto es una locura, Debe serlo, estamos en un manicomio.
Los otros llegaron juntos. Los habían recogido en sus casas, uno tras otro, el del automóvil fue el primero, el ladrón que lo robó, la chica de las gafas oscuras, el niño estrábico, ése no, a ése lo fueron a buscar al hospital al que su madre lo había llevado. La madre no venía con él, no había tenido la astucia de la mujer del médico, decir que estaba ciega sin estarlo, es una mujer sencilla, incapaz de mentir, ni siquiera en su beneficio. Entraron en la sala tropezando, tanteando el aire, aquí no había cuerda que los guiase, tendrían que ir aprendiendo a costa de su dolor, el niño lloraba, llamaba a su madre, y era la chica de las gafas oscuras la que intentaba sosegarlo, Ya viene, ya viene, le decía, y como llevaba las gafas oscuras, tanto podía estar ciega como no, los otros movían los ojos a un lado y a otro y nada veían, mientras que ella, con aquellas gafas, sólo porque decía Ya viene, ya viene, era como si estuviera viendo entrar por la puerta a la madre desesperada. La mujer del médico acercó la boca al oído del marido y susurró, Han entrado cuatro, una mujer, dos hombres y un niño, Qué aspecto tienen los hombres, preguntó el médico en voz baja, ella los fue describiendo, y él, A ése no lo conozco, el otro, por lo que dices, tiene todo el aire de ser el ciego que fue a la consulta, El pequeño tiene estrabismo, y la mujer que lleva gafas de sol parece bonita, Estuvieron allí los dos. A causa del ruido que hacían buscando un sitio donde sentirse seguros, los ciegos no oyeron este intercambio de palabras, pensarían que no había allí otros como ellos, y no hacía tanto tiempo que habían perdido la vista como para que se les avivase el sentido del oído por encima de lo normal. Por fin, como si hubiesen llegado a la conclusión de que no valía la pena cambiar lo seguro por lo dudoso, se sentó cada uno en la cama con la que habían tropezado, los dos hombres estaban muy cerca, pero no lo sabían. La chica, en voz baja, continuaba consolando al niño, No llores, ya verás cómo tu madre no tarda. Se hizo luego un silencio, y entonces la mujer del médico dijo de modo que se oyera desde el fondo de la sala, donde estaba la puerta, Aquí estamos dos personas más, cuántos son ustedes. La voz inesperada sobresaltó a los recién llegados, pero los dos hombres continuaron callados, quien respondió fue la joven, Creo que somos cuatro, estamos este niño y yo, Quién más, por qué no hablan los otros, preguntó la mujer del médico, Estoy yo, murmuró, como si le costase pronunciar las palabras, una voz de hombre, Y yo, rezongó a su vez, contrariada, otra voz masculina. La mujer del médico dijo para sí, Se comportan como si temieran darse a conocer el uno al otro. Los veía crispados, tensos, el cuello en alto como si olfateasen algo, pero, curiosamente, las expresiones eran semejantes, una mezcla de amenaza y de miedo, pero el miedo de uno no era el mismo que el miedo del otro, como tampoco lo eran las amenazas. Qué habrá entre ellos, pensó.