María no necesitó abrir ni preguntar para saber lo que ocurría tras de la puerta. La silueta maciza del ángel volvió a aparecer, durante un instante tapó con su gran cuerpo el campo de visión de María y luego, sin mirar a la casa, se alejó hacia la cancela, llevándose consigo, entera, de la raíz a la hoja más extrema, la planta enigmática nacida, trece años antes, en el mismo lugar donde enterraron la escudilla. La cancela se abrió y se cerró, entre un movimiento y otro el ángel se transformó y apareció el mendigo, desapareció quienquiera que fuese al otro lado del muro, arrastrando las largas hojas como una serpiente emplumada, ahora sin sombra de ruido, como si lo que sucedió no hubiese sido más que sueño e imaginación.

María abrió la puerta lentamente y, temerosa, se asomó. El mundo, desde el alto e inaccesible cielo, era todo claridad. Allí cerca, junto a la pared de la casa, estaba el negro agujero de donde la planta fue arrancada y, a partir del borde hasta la cancela, un rastro de luz mayor centelleaba como una vía láctea, si ese nombre tenía entonces, que el de Camino de Santiago no puede ser, pues quien ha de darle el nombre es por ahora un muchachito de Galilea, más o menos de la edad de Jesús, sabe Dios dónde estarán, uno y otro, a estas horas. María pensó en su hijo, pero sin que esta vez sintiera el corazón oprimido por el miedo, nada malo podría ocurrirle bajo un cielo así, bello, sereno, insondable, y esta luna, como un pan hecho de luz, alimentando las fuentes y las savias de la tierra. Con el alma tranquila, María atravesó el patio, pisando sin temor las estrellas del suelo, y abrió la cancela. Miró fuera, vio que el rastro acababa poco más allá, como si la potencia iridiscente de las hojas se hubiera extinguido o, delirio nuevo de la fantasía de esta mujer que ya no podrá invocar la disculpa de estar grávida, como si el mendigo hubiera recobrado su figura de ángel, usando al fin, por tratarse de ocasión muy especial, sus alas. María ponderó íntimamente estos raros sucesos y los encontró sencillos, naturales y justificados, tanto como estar viendo sus propias manos a la luz de la luna. Regresó entonces a casa, tomó del gancho de la pared el candil y fue a iluminar la amplia boca que en la tierra había dejado la planta arrancada. En el fondo estaba la escudilla vacía. Metió la mano en el agujero y la sacó fuera, era la escudilla común que recordaba, sólo con un poquito de tierra dentro, pero apagadas sus lumbres, un prosaico utensilio doméstico que regresaba a sus originales funciones, de ahora en adelante volverá a servir la leche, el agua y el vino, de acuerdo con el apetito y lo que haya para echarle, muy cierto es lo que se ha dicho, que cada persona tiene su hora y cada cosa su tiempo.

Jesús gozó del abrigo de un techo en ésta su primera noche de viajero. El crepúsculo le salió al camino a la vista de una aldehuela que se alza poco antes de la ciudad de Jenin, y su suerte, que tan malos anuncios le viene prometiendo y cumpliendo desde que nació, quiso, por esta vez, que los moradores de la casa, donde, sin mucha esperanza, se presentó pidiendo posada, fuesen gente compasiva, de la que pasaría el resto de su vida presa de remordimientos si dejara a un muchacho como éste a la intemperie toda la noche, más en una época tan perturbada de guerras y asaltos, cuando por nada se crucifican almas y se acuchilla a niños inocentes.

Jesús declaró a sus bondadosos alojadores que venía de Nazaret y que iba a Jerusalén, pero no repitió la mentira avergonzada que alcanzó a oír en boca de su madre, que iba a trabajar en un oficio, sólo dijo que llevaba recado de interrogar a los doctores del Templo sobre un punto de la Ley que mucho importaba a su familia. Se sorprendió el dueño de la casa de que misión de tanta importancia hubiera sido encomendada a mancebo tan joven, aunque, como claramente se veía, ya entrado en la madurez religiosa, y Jesús explicó que tuvo que ser así, dado que él era el varón mayor de la familia, pero sobre el padre no dijo una palabra.

Cenó con los de la casa y luego durmió en el cobertizo del patio, porque no había allí mejor acomodo para huéspedes de paso. Mediada la noche, el sueño volvió a acometerlo, pero con una diferencia del que venía soñando, y era que el padre y los soldados no se aproximaban tanto, ni siquiera el morro del caballo apareció tras la esquina, pero no se engañe quien juzgue que por esto fueron menores la agonía y el pavor, pongámonos en el lugar de Jesús, soñar que nuestro propio padre, aquel que nos dio el ser, viene ahí con la espada desenvainada para matarnos. Nadie en la casa se enteró de la pasión que a pocos pasos se representaba, Jesús, incluso durmiendo, había aprendido ya a dominar el miedo, la conciencia acosada le ponía, como último recurso, la mano en la boca y los gritos vibraban terriblemente, pero en silencio, sólo en el interior de su cabeza. A la mañana siguiente, Jesús compartió la primera comida del día, agradeciendo y alabando luego a sus bienhechores con una compostura tan seria y palabras tan apropiadas que toda la familia, sin excepción, se sintió por unos momentos como participando de la inefable paz del Señor, aunque no pasaban ellos de ser unos desconsiderados samaritanos. Se despidió Jesús y partió, llevando en sus oídos la última oración pronunciada por el dueño de la casa, fue ésta, Bendito seas tú, Señor nuestro Dios, rey del universo, que diriges los pasos del hombre, a lo que respondió él rezando a aquel mismo Señor, Dios y Rey que provee todas las necesidades, demostración que la experiencia de la vida viene haciendo todos los días persuasivamente, conforme a la justísima regla de la proporción directa, que manda dar más a quien más tiene.

Lo que faltaba del camino para llegar a Jerusalén no fue tan fácil. En primer lugar, hay samaritanos y samaritanos, lo que quiere decir que ya en este tiempo no bastaba una golondrina para hacer primavera y que, cuando menos, se precisan dos, de las golondrinas hablamos, no de las primaveras, con la condición de que sean macho y hembra fértiles y que tengan descendencia. Las puertas a las que Jesús fue llamando no volvieron a abrirse, y el remedio del viajero fue dormir por ahí, solo, una vez bajo una higuera, de esas de ancha copa y un poco rastreras como una saya rodada, otra vez protegido por una caravana a la que se unió y que, estando lleno el caravasar próximo, tuvo, felizmente para Jesús, que armar campamento en campo abierto. Dijimos felizmente porque, cuando solo y sin compañía viajaba Jesús por los desiertos montes, el pobre joven fue asaltado por dos maleantes, cobardes y sin perdón, que le robaron el poco dinero que tenía, siendo ésta la causa de que no pudiera acogerse Jesús a albergues y hospedajes que, según las leyes de un sano comercio, no dan techo sin pago ni albergue sin dinero. Lástima fue que allí no hubiera alguien para apiadarse, para mirar el desamparo del pobrecillo cuando los ladrones se fueron, para colmo riéndose de él, con todo aquel cielo encima y las montañas rodeándolo, el infinito universo desprovisto de significación moral, poblado de estrellas, ladrones y crucificadores. Y no nos contraponga, por favor, el argumento de que un chiquillo de trece años nunca tendría la sapiencia científica o el prurito filosófico, ni siquiera la mera experiencia de la vida que tales reflexiones presupondrían, y que éste, en especial, pese a venir informado por sus estudios en la sinagoga y una declarada agilidad mental, sobre todo en los diálogos en que tomó parte, no habrá justificado, en dichos y en hechos, la particular atención de que le hacemos objeto.

Hijos de carpinteros no faltan en estas tierras, tampoco faltan hijos de crucificados, pero, suponiendo que otro de ellos hubiera sido elegido, no dudemos que, quienquiera que fuese, tanta abundancia de materias aprovechables nos hubiera dado ese como éste nos está dando. En primer lugar porque, como ya no es secreto para nadie, todo hombre es un mundo, bien por las vías de lo trascendente, bien por las vías de lo inmanente, y en segundo lugar porque esta tierra siempre fue distinta de las otras, basta ver la cantidad de gente de alta, media o baja condición que por aquí anduvo predicando o profetizando, empezando por Isaías y acabando por Malaquías, nobles, sacerdotes, pastores, de todo ha habido un poco, por eso conviene que seamos prudentes en nuestras opiniones, los humildes comienzos del hijo de un carpintero no nos dan derecho a pronunciar juicios prematuros que, al parecer definitivos, pueden comprometer una carrera. Este muchacho que va camino de Jerusalén, cuando la mayoría de los de su edad aún no arriesgan un pie fuera de la puerta, quizá no sea exactamente un águila de perspicacia, un portento de inteligencia, pero es merecedor de nuestro respeto, tiene, como él mismo declaró, una herida en el alma y, no permitiéndole su naturaleza esperar que la sane el simple hábito de vivir con ella, hasta llegar a cerrarse esa cicatriz benévola que es el no pensar, se fue a buscar por el mundo, quién sabe si para multiplicar sus heridas y hacer con todas ellas juntas un único y definitivo dolor.