Mi hijo, sí. Vino la noche, de madrugada cantó un gallo negro y el sueño se repitió, el morro del primer caballo apareció en la esquina. María oyó los gemidos de su hijo, pero no fue a consolarlo. Y Jesús, temblando, bañado en el sudor del miedo, no necesitó preguntar para saber que también su madre se había despertado, Qué me dirá ahora, pensó, mientras María, por su parte, pensaba, Cómo voy a contárselo, y buscaba maneras de no decírselo todo. Por la mañana, cuando se levantaron, Jesús le dijo a su madre, Voy contigo a llevar a mis hermanos a la sinagoga, después vendrás tú conmigo al desierto, pues tenemos que hablar. A la pobre María, mientras preparaba la comida de los hijos, se le caían las cosas de las manos, pero el vino de la agonía estaba servido y ahora había que beberlo. Los más pequeños estaban ya en la escuela, madre e hijo salieron de la aldea y allí, en el descampado, se sentaron debajo de un olivo, nadie, a no ser Dios, si anda por estos sitios, podrá oír lo que dijeron, las piedras no hablan, lo sabemos, ni siquiera batiéndolas unas contra otras, y en cuanto a la tierra profunda, ella es el lugar donde todas las palabras se convierten en silencio.

Jesús dijo, Cumple lo que juraste, y María respondió sin rodeos, Tu padre soñaba que iba de soldado, con otros soldados, a matarte, A matarme, Sí, Ese es mi sueño, Sí, confirmó ella aliviada, no ha sido tan complicado, pensó, y en voz alta, Ahora ya lo sabes, volvámonos a casa, los sueños son como las nubes, vienen y van, por querer tanto a tu padre heredaste su sueño, pero él no te mató, ni te mataría nunca, aunque recibiera una orden del Señor, en el último momento el ángel le detendría la mano, como hizo con Abraham cuando iba a sacrificar a su hijo Isaac, No hables de lo que no sabes, cortó secamente Jesús, y María vio que el vino amargo tendría que ser bebido hasta el fin, Consiente que al menos yo sepa que nada se puede oponer a la voluntad del Señor, cualquiera que ella sea, y que si la voluntad del Señor es ahora una, y luego es otra, contraria, ni tú ni yo somos parte en la contradicción, respondió María, y, cruzando las manos en el regazo, se quedó a la espera. Jesús dijo, Responderás a todas las preguntas que yo te haga, Responderé, dijo María, desde cuándo empezó mi padre a tener ese sueño, Hace muchos años, Cuántos, Desde que naciste, Todas las noches lo soñó, Sí, creo que todas las noches, en los últimos tiempos ya ni me despertaba, una se acostumbra, Nací en Belén de Judea, Así es, Qué ocurrió en mi nacimiento para que mi padre soñase que me iba a matar, No fue en tu nacimiento, Pero tú has dicho, El sueño apareció unas semanas después, y qué pasó entonces, Herodes mandó matar a los niños de Belén que tuvieran menos de tres años, Por qué, No lo sé, Mi padre lo sabía, No, Pero a mí no me mataron, Vivíamos en una cueva fuera de la aldea, Quieres decir que los soldados no me mataron porque no llegaron a verme, Sí, Mi padre era soldado, Nunca fue soldado, Qué hacía entonces, Trabajaba en las obras del Templo, No lo entiendo, Estoy respondiendo a tus preguntas, Si los soldados no llegaron a verme, si vivíamos fuera de la aldea, si mi padre no era soldado, si no tenía responsabilidad alguna, si ni siquiera sabía por qué mandó Herodes matar a los niños, Sí, tu padre no sabía por qué mandó matar Herodes a los niños, Entonces, Nada, si no tienes otras preguntas que hacerme, yo no tengo más respuestas que darte, Me ocultas algo, O tú no eres capaz de ver. Jesús se quedó callado, sentía que se sumía, como agua en suelo seco, la autoridad con que había hablado a su madre, mientras que en un rincón cualquiera de su alma, le parecía ver desenroscarse una idea innoble, de líneas que se movían aún, pero monstruosa desde el mismo momento de nacer. Por la ladera de una colina cercana pasaba un rebaño de ovejas, tanto ellas como el pastor tenían color de tierra, eran tierra moviéndose sobre la tierra. El rostro tenso de María se abrió en una expresión de sorpresa, aquel pastor alto, aquella manera de andar, tantos años después y en este justo momento, qué señal será, clavó en él los ojos y dudó, ahora era un vulgar vecino de Nazaret que llevaba unas pocas ovejas a los pastos, tan sucias ellas como él. En el espíritu de Jesús acabó de formarse la idea, quería salir fuera del cuerpo, pero la lengua se le trababa, por fin, con una voz temerosa de sí misma dijo, Mi padre sabía que los niños iban a ser muertos, No era una pregunta y por eso María no tuvo que responder, Cómo lo supo, ahora sí era una pregunta, Estaba trabajando en las obras del Templo, en Jerusalén, cuando oyó que unos soldados hablaban de lo que iban a hacer, Y después, Vino corriendo para salvarte, Y después, Pensó que sería mejor que no huyéramos y nos quedamos en la cueva, Y después, Nada más, los soldados hicieron lo que les habían mandado y se marcharon, Y después, Después nos volvimos a Nazaret, Y empezó el sueño, La primera vez fue en la cueva. Las manos de Jesús se alzaron de repente hasta el rostro como si quisieran desgarrarlo, su voz se soltó en un grito irremediable, Mi padre mató a los niños de Belén, Qué locura estás diciendo, los mataron los soldados de Herodes, No, los mató mi padre, los mató José, hijo de Heli, que sabiendo que los niños iban a ser muertos no avisó a los padres, y cuando estas palabras fueron dichas, quedó también perdida toda esperanza de consuelo. Jesús se tiró al suelo, llorando, Los inocentes, los inocentes, decía, parece mentira que un simple muchacho de trece años, edad en la que el egoísmo fácilmente se explica y se disculpa, pueda haber sufrido tan fuerte conmoción a causa de una noticia que, si tenemos en cuenta lo que sabemos de nuestro mundo contemporáneo, dejaría indiferente a la mayor parte de la gente. Pero las personas no son todas iguales, hay excepciones para el bien y para el mal y ésta es sin duda de las mejores, un muchachito llorando por un antiguo error cometido por su padre, tal vez esté llorando también por sí mismo, si, como parece, amaba a ese padre dos veces culpado.

María tendió la mano al hijo, quiso tocarle, pero él esquivó el cuerpo, No me toques, mi alma tiene una herida, Jesús, hijo mío, No me llames hijo tuyo, tú también tienes la culpa. Son así los juicios de la adolescencia, radicales, verdaderamente María era tan inocente como los niños asesinados, los hombres, hermana mía, son quienes lo deciden todo, llegó mi marido y dijo, Vámonos de aquí en seguida, luego enmendó, No nos vamos, sin más explicaciones, fue necesario que le preguntase, Qué gritos son esos, María no respondió al hijo, sería tan fácil demostrarle que no era culpable, pero pensó en su marido crucificado, también él muerto inocente, y sintió, con lágrimas y vergüenza, que lo amaba ahora mucho más que de vivo, y por eso se calló, la culpa que llevó uno puede llevarla el otro. Dijo María, Vámonos a casa, ya no tenemos nada que decirnos aquí, y el hijo le respondió, Vete tú, yo me quedo. Parecía que se había perdido el rastro de las ovejas y el pastor, el desierto era realmente un desierto y hasta las casas lejanas, dispersas como al azar por la ladera abajo, parecían grandes piedras talladas de una cantera abandonada que poco a poco se fueran enterrando en el suelo.

Cuando María desapareció en la hondura cenicienta de una vaguada, Jesús, de rodillas, gritó, y todo el cuerpo le ardía como si estuviese sudando sangre, Padre, padre mío, por qué me has abandonado, porque eso era lo que el pobre muchacho sentía, abandono, desesperación, la soledad infinita de otro desierto, ni padre, ni madre, ni hermanos, un camino de muertos iniciado. De lejos, sentado en medio de las ovejas y confundido con ellas, el pastor lo miraba.

Pasados dos días, Jesús se fue de casa. Durante este tiempo, se podrían contar las palabras que pronunció y las noches las pasó en claro, porque no podía dormir. Imaginaba la horrible matanza, los soldados entrando en las casas y rebuscando en las cunas, las espadas golpeando o clavándose en los tiernos cuerpos descubiertos, las madres en locos gritos, los padres bramando como toros encadenados, se imaginaba a sí mismo también, en una cueva que nunca había visto, y en esos momentos, como densas y lentas olas que lo sumergieran, sentía el deseo inexplicable de estar muerto, al menos de no estar vivo. Le obsesionaba una pregunta que no hizo a su madre, cuántos fueron los niños muertos, él imaginaba que habrían sido muchos, unos sobre otros amontonados, como corderos degollados y arrojados al monte, a la espera de la gran hoguera que los iría consumiendo y llevando al cielo convertidos en humo.