Es posible que estas suposiciones parezcan inadecuadas, no sólo a la persona sino también al tiempo y al lugar, osando imaginar sentimientos modernos y complejos en la cabeza de un aldeano palestino nacido tantos años antes de que Freud, Jung, Groddeck y Lacan vinieran al mundo, pero nuestro error, permítasenos la presunción, no es ni craso ni escandaloso, si tenemos en cuenta el hecho de que abundan, en los escritos que a estos judíos sirven de alimento espiritual, ejemplos tales y tantos que nos autorizan a pensar que un hombre, sea cual sea la época en que viva o haya vivido, es mentalmente contemporáneo de otro hombre de otra época cualquiera. Las únicas e indudables excepciones conocidas fueron Adán y Eva, y no por haber sido el primer hombre y la primera mujer, sino porque no tuvieron infancia. Y que no vengan la biología y la psicología a protestar de que en la mentalidad de un hombre de Cromagnon, para nosotros inimaginable, ya estaban iniciados los caminos que habían de llevar a la cabeza que hoy cargamos sobre los hombros. Es un debate que nunca podría caber aquí, porque de aquel hombre de Cromagnon no se habla en el libro del Génesis, que es la única lección sobre los inicios del mundo por donde Jesús aprendió.

Distraídos por estas reflexiones, no del todo desdeñables en relación a las esencialidades del evangelio que venimos explicando, nos olvidamos de acompañar, como sería nuestro deber, lo que aún faltaba del viaje del hijo de José a Jerusalén, a cuya vista ahora mismo acaba de llegar, sin dinero, pero a salvo, con los pies castigados por la larga jornada, pero tan firme de corazón como cuando salió por la puerta de su casa, hace tres días. No es ésta la primera vez que viene, por eso no se le exalta el corazón más de lo que es de esperar de un devoto para quien su dios ya se le ha hecho familiar, o de eso va en camino. Desde este monte, llamado Getsemaní, que es lo mismo que decir de los Olivos, se ve, desdoblado magníficamente, el discurso arquitectónico de Jerusalén, templo, torres, palacios, casas de vivir, y tan próxima parece estar la ciudad de nosotros que tenemos la impresión de poder alcanzarla con los dedos, a condición de haber subido la fiebre mística tan alto que el creyente y padeciente de ella acabe por confundir las flacas fuerzas de su cuerpo con la potencia inagotable del espíritu universal. La tarde va a su fin, el sol cae por el lado del mar distante. Jesús comenzó a descender hacia el valle, preguntándose a sí mismo dónde dormirá esta noche, si dentro, si fuera de la ciudad, las otras veces que vino con el padre y la madre, en tiempo de Pascua, se quedó con la familia en tiendas fuera de los muros, mandadas armar benévolamente por las autoridades civiles y militares para acogida de peregrinos, separados todos, no sería preciso decirlo, los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los menores igualmente separados por sexos. Cuando Jesús llegó a las murallas, ya con el primer aire de la noche, estaban las puertas a punto de cerrarse pero los guardianes le permitieron entrar, tras él retumbaron las trancas de los grandes maderos, si Jesús tuviera alguna afligida culpa en la conciencia, de esas que en todo van encontrando indirectas alusiones a los errores cometidos, tal vez le viniera la idea de una trampa en el momento de cerrarse, unos dientes de hierro clavándose en la pierna de la presa, un capullo de baba envolviendo la mosca. Pero, a los trece años, los pecados no pueden ser ni muchos ni terribles, todavía no es el momento de matar ni robar, de levantar falso testimonio, de desear a la mujer del prójimo, ni su casa, ni sus campos, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su jumento, ni nada que le pertenezca, y siendo así, este muchacho va puro y sin mancha de error propio, aunque lleve ya perdida la inocencia, que no es posible ver la muerte y continuar como antes. Las calles se van quedando desiertas, es la hora de la cena en las familias, sólo quedan fuera los mendigos y los vagabundos, pero incluso esos ya se van recogiendo a los cobijos de sus gremios respectivos, a sus refugios corporativos, pronto empezarán a recorrer la ciudad las patrullas de soldados romanos en busca de los autores de desórdenes que hasta en la propia capital del reino de Herodes Antipas vienen a cometer sus protervias e iniquidades, pese a los suplicios que les esperan si son sorprendidos, como en Séforis se vio. En el fondo de la calle aparece una de esas rondas de noche iluminándose con hachones, desfilando entre un tintineo de escudos y de espadas, al compás de los pies calzados con sandalias de guerra. Oculto en un tabuco, el muchacho esperó a que la tropa desapareciera, luego buscó un sitio para dormir. Lo encontró, como calculaba, en las sempiternas obras del templo, un espacio entre dos grandes piedras ya aparejadas, sobre las cuales había una losa que hacía las veces de techo. Allí comió el último bocado de pan duro y mohoso que le quedaba, acompañándolo con unos pocos higos que sacó del fondo de la alforja. Tenía sed, pero se resignó a pasar sin beber. Al fin, tendió la estera, se tapó con el pequeño cobertor que formaba parte de su equipaje de viajero y, enroscado para protegerse del frío que entraba por un lado y otro del precario abrigo, pudo quedarse dormido. Estar en Jerusalén no le impidió soñar, pero no fue ganancia de poca monta el que, tal vez por la tan próxima presencia de Dios, el sueño se limitase a la repetición de las conocidas escenas, confundidas con el desfile de la ronda que había encontrado. Despertó cuando el sol acababa de nacer. Se arrastró fuera de su agujero, frío como una tumba, y, enrollado en la manta, miró ante él el caserío de Jerusalén, casas bajas, de piedra, tocadas por la luz rosada. Entonces, con una solemnidad mayor, por ser pronunciadas por boca del chiquillo que todavía es, dijo su oración, Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que, por el poder de tu misericordia, así me has restituido, viva y constante, mi alma. Ciertos momentos hay en la vida que deberían quedar fijados, protegidos del tiempo, no sólo consignados, por ejemplo, en este evangelio, o en pintura, o modernamente en foto, cine y video, lo que realmente interesaba era que el propio que los vivió o hizo vivir pudiese permanecer para siempre jamás a la vista de sus venideros, como sería, en este día de hoy, que fuéramos hasta Jerusalén para ver, con nuestros ojos visto, a este muchachito, Jesús hijo de José, enrollado en la corta manta de pobre, mirando las casas de Jerusalén y dando gracias al Señor por no haber perdido el alma aún esta vez.

Estando su vida en el principio, qué son trece años, es de prever que el futuro le haya reservado horas más alegres o tristes que ésta, más felices o desgraciadas, más amenas o trágicas, pero éste es el instante que recogeríamos para nosotros, la ciudad dormida, el sol parado, la luz intangible, un muchachiuto mirando las casas, enrollado en una manta, con una alforja a sus pies y el mundo todo, el de cerca y el de lejos, suspenso, a la espera. No es posible, se ha movido ya, el instante vino y pasó, el tiempo nos lleva hasta donde una memoria se inventa, fue así, no fue así, todo es lo que digamos que fue. Jesús camina ahora por las estrechas calles que se van llenando de gente, porque todavía es temprano para ir al Templo, los doctores, como en todas las épocas y lugares, no aparecen hasta más tarde. Ya no nota el frío, pero el estómago da señales, dos higos que le quedaban sirvieron sólo para abrir el flujo de saliva, el hijo de José tienen hambre.

Ahora sí le hace falta el dinero que le robaron aquellos malvados, pues la vida en la ciudad no es como la holganza de andar silbando por los campos a ver lo que dejaron los labradores que cumplen las leyes del Señor, verbi gratia, Cuando procedas a la siega de tu campo y te olvides algún haz, no vuelvas atrás para llevártelo, cuando varees tus olivos, no vuelvas para recoger lo que quedó en las ramas, cuando vendimies tu viña, no la repases para llevarte los racimos que quedaron, todo esto lo deberás dejar para que lo recojan los extranjeros, el huérfano y la viuda, recuerda que has sido esclavo en tierras de Egipto.