Pues bien, a esta gran ciudad, a pesar de que en ella Dios mandó edificar su morada terrestre, a Jerusalén no llegaron estos humanitarios reglamentos, razón por la que, para quien no traiga dineros en la bolsa, ni treinta ni tres, el remedio será siempre pedir, con el riesgo probable de verse rechazado por importuno, o robar, con el ciertísimo peligro de acabar sufriendo castigo de flagelación y cárcel, si no punición peor. Robar, este muchacho no puede, pedir, este muchacho no quiere, va posando los ojos aguados en las pilas de panes, en las pirámides de frutas, en los alimentos cocinados expuestos en tenderetes a lo largo de las calles y a punto está de desmayarse, como si todas las insuficiencias nutritivas de estos tres días, descontando la mesa del samaritano, se hubieran reunido en esta hora dolorosa, verdad es que su destino está en el Templo, pero el cuerpo, aunque defiendan lo contrario los partidarios del ayuno místico, recibirá mejor la palabra de Dios si el alimento ha fortalecido en él las facultades del entendimiento.

Tuvo suerte, un fariseo que venía de paso dio con el desfallecido mozo y de él se apiadó, el injusto futuro se encargará de difundir la pésima reputación de esta gente, pero en el fondo eran buenas personas, como se probó en este caso, Quién eres, le preguntó, y Jesús respondió, Soy de Nazaret de Galilea, Tienes hambre, el muchacho bajó los ojos, no necesitaba hablar, se le leía en la cara, No tienes familia, Sí, pero he venido solo, Te has escapado de casa, No, y realmente no se había escapado, recordemos que la madre y los hermanos le despidieron, con mucho amor, a la puerta de la casa, el que no se hubiera vuelto ni una sola vez no era señal de que huyera, así son nuestras palabras, decir un Sí o un No es, de todo, lo más simple y, en principio, lo más convincente, pero la pura verdad mandaría que se empezase dando una respuesta así medio dubitativa, Bueno, huir, huir, lo que se llama huir, no he huido, pero, y en este punto tendríamos que volver a oír toda la historia, lo que, tranquilicémonos, no sucederá, en primer lugar porque el fariseo, no teniendo que volver a aparecer, no necesita conocerla, en segundo lugar porque nosotros la conocemos mejor que nadie, basta pensar en lo poco que saben unas de otras las personas más importantes de este evangelio, véase que Jesús no lo sabe todo de su madre y de su padre, María no lo sabe todo del marido y del hijo y José, estando muerto, no sabe nada de nada.

Nosotros, al contrario, conocemos todo cuanto hasta hoy fue hecho, dicho y pensado, bien por ellos bien por otros, aunque tengamos que proceder como si lo ignorásemos, en cierto modo somos el fariseo que preguntó, Tienes hambre, cuando la pálida y enflaquecida cara de Jesús, por sí sola, significaba, No me preguntes, dame de comer. Fue lo que hizo el compasivo hombre, compró dos panes, que todavía venían calientes del horno, un cuenco de leche y sin decir palabra se los entregó a Jesús, mas ocurrió que al pasar de uno al otro, se les derramó un poco de líquido sobre las manos, entonces, en un gesto igual y simultáneo, que venía sin duda de la distancia de los tiempos naturales, ambos se llevaron la mano mojada a la boca para sorber la leche, gesto como el de besar el pan cuando cae al suelo, qué pena que no vuelvan a encontrarse más estos dos, que tan hermoso y simbólico pacto parecían haber firmado.

Volvió el fariseo a sus quehaceres, pero antes sacó de la bolsa dos monedas diciendo, Toma este dinero y vuelve a tu casa, el mundo es aún demasiado grande para ti. El hijo del carpintero sostenía en las manos el cuenco y el pan, de pronto había dejado de tener hambre, o la tenía, pero no la sentía, miraba al fariseo que se alejaba y sólo entonces dio las gracias, pero en voz tan baja que el otro no podría haberle oído, si fuera hombre que esperase gratitud pensaría que hizo el bien a un muchacho ingrato y sin educación. Allí mismo, en medio de la calle, Jesús, cuyo apetito regresó de un salto, comió su pan y bebió su leche y luego fue a entregar el cuenco vacío al vendedor, que le dijo, Está pagado, quédate con él, Es costumbre en Jerusalén comprar la leche con el cuenco, No, pero este fariseo lo ha querido así, nunca se sabe lo que un fariseo tiene en la cabeza, entonces puedo llevármelo, Te lo he dicho ya, está pagado.

Jesús envolvió el cuenco en la manta y lo metió en la alforja mientras pensaba que tenía que tener cuidado en adelante, que estos barros son frágiles, quebradizos, no pasan de ser un poco de tierra a la que la suerte ha dado precaria consistencia, como al hombre en definitiva. Alimentado el cuerpo, despierto el espíritu, Jesús orientó sus pasos hacia el Templo.

Había ya mucha gente en la explanada de la que partía la difícil escalera de acceso. A los dos lados, a lo largo de los muros, se encontraban los tenderetes de los buhoneros, otros donde se vendían los animales para el sacrificio, aquí y allá, dispersos, los cambistas con sus bancas, grupos que conversaban, gesticulantes mercaderes, guardias romanos a pie y a caballo vigilando, literas a hombros de esclavos y también los dromedarios, los asnos aplastados por la carga, por todas partes un griterío frenético, ahora los débiles balidos de corderos y cabritos, algunos iban transportados en brazos o en la espalda, como niños cansados, otros arrastrados por una cuerda atada al cuello, pero todos camino de la muerte a cuchilladas y de la consumición por el fuego.

Jesús pasó por el baño de purificación, subió luego la escalinata y, sin detenerse, atravesó el Atrio de los Gentiles. Entró en el Patio de las Mujeres por la puerta entre la Sala de los {óleos y la Sala de los Nazarenos y encontró lo que venía buscando, los ancianos y los escribas que según la antigua costumbre disertaban allí sobre la Ley, respondían a cuestiones y daban consejos.

Había algunos grupos, el muchacho se acercó al menos numeroso en el preciso momento en que un hombre levantaba la mano para hacer una pregunta.

El escriba asintió con una señal y el hombre dijo, Explícame, te lo ruego, si debemos entender, palabra por palabra, sentido por sentido, tal como está escrito, las leyes que el Señor dio a Moisés en el Monte Sinaí, cuando prometió hacer reinar la paz en nuestra tierra y que nadie perturbaría nuestro sueño, cuando anunció que haría desaparecer de entre nosotros a los animales nocivos y que la espada no pasaría por nuestra tierra, y también que persiguiendo nosotros a nuestros enemigos, caerían ellos bajo nuestra espada, cinco de los vuestros perseguirán a un centenar, y cien de los vuestros perseguirán a diez mil, dijo el Señor, y vuestros enemigos caerán bajo vuestra espada. El escriba miró con expresión desconfiada a quien preguntaba, pensando si sería un entrometido rebelde, enviado por Judas de Galilea para alborotar los espíritus con malévolas insinuaciones sobre la Pasividad del Templo ante el poder de Roma, y respondió, brusco y breve, Esas palabras las dijo el Señor cuando nuestros padres estaban en el desierto y eran perseguidos por los egipcios.

El hombre volvió a levantar la mano, señal de otra pregunta, Debo entender que las palabras pronunciadas por el Señor en el Monte Sinaí sólo valían para aquellos tiempos, cuando nuestros padres buscaban la tierra de promisión, Si así lo has entendido, no eres un buen israelita, la palabra del Señor valió, vale y valdrá para todos los tiempos, pasados y futuros, la palabra del Señor estaba en la mente del Señor desde antes de que hablase y en ella continúa después de haber callado, Fuiste tú quien dijo lo que a mí me prohíbes pensar, Qué piensas tú, Que el Señor consiente que nuestras espadas no se levanten contra la fuerza que nos está oprimiendo, que cien de los nuestros no se atreven contra cinco de ellos, que diez mil judíos tienen que encogerse ante cien romanos, Estás en el Templo del Señor y no en un campo de batalla, El Señor es el dios de los ejércitos, Pero recuerda que el Señor impuso sus condiciones, Cuáles, Si cumplís mis leyes, si guardáis mis preceptos, dijo el Señor, Y qué leyes no cumplimos, y qué preceptos no guardamos para tener que aceptar por justa y necesaria, como castigo de pecados, la dominación de Roma, El Señor lo sabrá, Sí, el Señor lo sabrá, cuántas veces el hombre peca sin saberlo, pero explícame por qué se sirve el Señor del poder de Roma para castigarnos, en vez de hacerlo directamente, cara a cara con aquellos a quienes eligió para formar su pueblo, El Señor conoce sus fines, el Señor elige sus medios, Quieres decir entonces que es voluntad del Señor que los romanos manden en Israel, Sí, Si es como dices, tendremos que concluir que los rebeldes que andan luchando contra los romanos están también luchando contra el Señor y su voluntad, Concluyes mal, Y tú te contradices, escriba, El querer de Dios puede ser un no querer y su no querer, su voluntad, Sólo el querer del hombre es verdadero querer y no tiene importancia ante Dios, Así es, Entonces, el hombre es libre, Sí, para poder ser castigado. Corrió un murmullo entre los circunstantes, algunos miraron a quien hizo las preguntas, sin duda pertinentes a la pura luz de los textos, pero políticamente inconvenientes, lo miraron como si él, precisamente, debiera asumir los pecados todos de Israel y por ellos pagar, aliviados los sospechosos, en cierto modo, por el triunfo del escriba, que recibía con sonrisa complacida las felicitaciones y las alabanzas. Seguro de sí, el maestro miró a su alrededor, solicitando otra interpelación, como el gladiador que, habiéndole correspondido en suerte un adversario de poca monta, reclama otro de mayor porte y que le dé mayor gloria. Otro hombre levantó la mano, otra pregunta se presentaba, El Señor habló a Moisés y le dijo, El extranjero que reside con vosotros será tratado como uno de vuestros compatriotas y lo amarás como a ti mismo, porque también vosotros fuisteis extranjeros en tierras de Egipto, eso dijo el Señor a Moisés. No acabó, porque el escriba, animado por su primera victoria, lo interrumpió con ironía, Supongo que no es tu idea preguntarme por qué no tratamos nosotros a los romanos como compatriotas, dado que son extranjeros, Te lo preguntaría si los romanos nos tratasen a nosotros como compatriotas suyos, sin preocuparnos, ni nosotros ni ellos, de otras leyes y otros dioses, También tú vienes aquí a provocar la ira del Señor con interpretaciones diabólicas de su palabra, interrumpió el escriba, No, sólo quiero que me digas si de verdad piensas que cumplimos la palabra santa cuando los extranjeros lo sean, no con relación a la tierra donde vivimos, sino a la religión que profesamos, A quién te refieres en particular, A algunos hoy, a muchos en el pasado, quizá a muchos más mañana, Sé claro, por favor, que no puedo perder el tiempo con enigmas ni parábolas, Cuando vinimos de Egipto, vivían en la tierra que llamamos Israel otras naciones a las que tuvimos que combatir, en aquellos días los extranjeros éramos nosotros, y el Señor nos dio orden de que matásemos y aniquilásemos a quienes se oponían a su voluntad, La tierra nos fue prometida, pero tenía que ser conquistada, no la compramos, ni nos fue ofrecida, Y hoy está bajo un dominio extranjero que estamos soportando, la tierra que habíamos hecho nuestra dejó de serlo, La idea de Israel mora eternamente en el espíritu del Señor, por eso dondequiera que esté su pueblo, reunido o disperso, ahí estará la Israel terrenal, De ahí se deduce, supongo, que en todas partes donde estemos nosotros, los judíos, siempre los otros hombres serán extranjeros, A los ojos del Señor, sin duda, Pero el extranjero que viva con nosotros será, según la palabra del Señor, nuestro compatriota y debemos amarlo como a nosotros mismos porque fuimos extranjeros en Egipto, El Señor lo dijo, Concluyo, entonces, que el extranjero a quien debemos amar es aquel que, viviendo entre nosotros, no sea tan poderoso que nos oprima, como ocurre, en los tiempos de hoy, con los romanos, Concluyes bien, Pues ahora vas a decirme, según lo que tus luces te aconsejen, si llegáramos un día nosotros a ser poderosos, permitirá el Señor que oprimamos a los extranjeros a quienes el mismo Señor mandó amar, Israel no podrá querer sino lo que el Señor quiere, y el Señor, por el hecho de haber elegido a este pueblo, querrá todo cuanto sea bueno para Israel, Aunque sea no amar a quien se debería amar, Sí, si esa fuera finalmente su voluntad, De Israel o del Señor, De ambos, porque son uno, No violarás el derecho del extranjero, palabra del Señor, Cuando el extranjero lo tenga y se lo reconozcamos, dijo el escriba.