Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero éste es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caída hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo sólo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la última gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en definitiva, éste a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, éste que hace llorar al sol y a la luna, éste que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es sólo la ausencia del otro. Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorsa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. No goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como queda dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omóplato, pero la calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es sólo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que éste es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver, condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado.

Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible.

La noche tiene aún mucho que durar. El candil de aceite, colgado de un clavo al lado de la puerta, está encendido, pero la llama, como una almendrilla luminosa flotante, apenas consigue, trémula, inestable, sostener la masa oscura que la rodea y llena de arriba abajo la casa, hasta los últimos rincones, allí donde las tinieblas, de tan espesas, parecen haberse vuelto sólidas. José despertó sobresaltado, como si alguien, bruscamente, lo hubiera sacudido por el hombro, pero sería la ilusión de un sueño pronto desvanecido, que en esta casa sólo vive él, y la mujer, que no se ha movido, y duerme. No es su costumbre despertar así, en medio de la noche, en general él no se despierta antes de que la estrecha grieta de la puerta empieza a emerger de la oscuridad cenicienta y fría.

Muchas veces pensó que tendría que taparla, nada más fácil para un carpintero, ajustar y clavar un simple listón de madera sobrante de una obra, pero se había acostumbrado hasta tal punto a encontrar ante él, apenas abría los ojos, aquella línea vertical de luz, anunciadora del día, que acabó imaginando, sin reparar en lo absurdo de la idea, que, faltándole ella, podría no ser capaz de salir de las tinieblas del sueño, las de su cuerpo y las del mundo. La grieta de la puerta formaba parte de la casa, como las paredes y el techo, como el horno o el suelo de tierra apisonada. En voz baja, para no despertar a la mujer, que seguía durmiendo, pronunció la primera oración del día, aquella que siempre debe ser dicha cuando se regresa del misterioso país del sueño.

Gracias te doy, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que por el poder de tu misericordia así me restituyes, viva y consciente, mi alma. Tal vez por no encontrarse igual de despierto en cada uno de sus cinco sentidos, si es que entonces, en la época de que hablamos, no estaba la gente aprendiendo algunos de ellos o, al contrario, perdiendo otros que hoy nos serían útiles, José se miraba a sí mismo como acompañando a distancia la lenta ocupación de su cuerpo por un alma que iba regresando despacio, como hilillos de agua que, avanzando sinuosos por los caminos de las rodadas, penetrasen en la tierra hasta las más profundas raíces, llevando la savia, luego, por el interior de los tallos y las hojas. Y al ver qué trabajoso era este regreso, mirando a la mujer a su lado, tuvo un pensamiento que lo perturbó, que ella, allí dormida, era verdaderamente un cuerpo sin alma, que el alma no está presente en el cuerpo que duerme, de lo contrario no tendría sentido que agradeciéramos todos los días a Dios que todos los días nos la restituya cuando despertamos, y en este momento una voz dentro de sí preguntó, Qué es lo que en nosotros sueña lo que soñamos, Quizá los sueños son recuerdos que el alma tiene del cuerpo, pensó, y esto era una respuesta. María se movió, acaso estaría su alma por allí cerca, ya dentro de la casa, pero al final no se despertó, sólo andaría en afanes de ensueño y, habiendo soltado un suspiro profundo, entrecortado como un sollozo, se acercó al marido, con un movimiento sinuoso, aunque inconsciente, que jamás osaría estando despierta. José tiró de la sábana gruesa y áspera hacia sus hombros y acomodó mejor el cuerpo a la estera, sin apartarse. Sintió que el calor de la mujer, cargado de olores, como de un arca cerrada donde se hubieran secado hierbas, le iba penetrando poco a poco el tejido de la túnica, juntándose al calor de su propio cuerpo. Luego, dejando descender lentamente los párpados, olvidado ya de pensamientos, desprendido del alma, se abandonó al sueño que regresaba.