Gritó más alto Ananías y entonces suspendió José aquel batir estruendoso y fue a saber qué quería de él su vecino. Entró Ananías y, habiendo despachado los saludos, preguntó, en tono de quien quiere asegurarse, De dónde eres tú, José, y José, sin saber qué era lo que quería, respondió, Soy de Belén de Judea, Que está cerca de Jerusalén, Sí, bastante, Y vais a Jerusalén a celebrar la Pascua, preguntó Ananías, y José respondió, No, este año no voy, está mi mujer a punto de cumplir, Ah, Y tú, por qué quieres saberlo. Entonces Ananías alzó los brazos al cielo, al tiempo que ponía una cara de lástima inconsolable, Ay, pobre de ti, qué trabajos te esperan, qué fatiga, qué cansancio inmerecido, aquí entregado a los deberes de tu oficio y ahora vas a tener que dejarlo todo y echarte a los caminos y tan lejos, alabado sea el Señor que todo aprecia y remedia. No quiso José quedarse atrás en cuanto a demostraciones de piedad, y, sin indagar aún las causas de los lloriqueos del vecino, dijo, El Señor, si quiere, me remediará a mí también, y Ananías, sin bajar la voz, Sí, al Señor nada le es imposible, todo lo conoce y todo se le alcanza, así en la tierra como en el cielo, alabado sea {él por toda la eternidad, pero en este caso de ahora, que {él me perdone, no sé si podrá valerte, que estás en manos del César, Qué quieres decir, Que han llegado unos soldados romanos pasando aviso de que antes del último día del mes de Nisán todas las familias de Israel tendrán que censarse en sus lugares de origen, y tú, pobre, que eres de tan lejos.
Antes de que José tuviera tiempo de responder, entró en el patio la mujer de Ananías, Chua de nombre, y, yéndose directa a María, expectante en el umbral, empezó a lloriquear como antes el marido, Ay, pobrecilla, pobrecilla, ay qué lástima, qué será de ti, a punto de dar a luz y tendrás que ir quién sabe adónde, A Belén de Judea, informó el marido, Huy, qué lejos está eso, exclamó Chua, y no era hablar por hablar, pues una de las veces que fue en peregrinación a Jerusalén bajó hasta Belén, allí al lado, para orar ante la tumba de Raquel. María no respondió, esperaba que hablase antes su marido, pero José estaba furioso, una noticia de tanta importancia tendría que haber sido él quien la comunicara a su mujer, de primera mano, usando las palabras adecuadas y el tono justo, no con aquellos aspavientos, los vecinos metiéndoseles en la casa, con esos modos. Para disimular su contrariedad, dio al rostro una expresión de compuesta sensatez y dijo, Cierto es que Dios no siempre quiere poder lo que puede César, pero César nada puede donde sólo Dios puede. Hizo una pausa, como si necesitara penetrarse del sentido profundo de las palabras que acababa de pronunciar, y añadió, Celebraré la Pascua en casa, como tenía dispuesto, e iré a Belén, visto que así tiene que ser, y si el Señor lo permite, estaremos de vuelta a tiempo de que María dé a luz en casa, pero si, al contrario, no lo quiere el Señor, entonces mi hijo nacerá en la tierra de sus antepasados, Eso si no nace en el camino, murmuró Chua, pero no tan bajo que no la oyera José, que dijo, Muchos han sido los hijos de Israel que han nacido en el camino, el mío será uno más. La sentencia era de peso, irrefutable, y como tal la recibieron Ananías y su mujer, mudos de pronto.
Vinieron para confortar a los vecinos por la contrariedad de un viaje forzado, y para complacerse en su propia bondad, y ahora les parecía que los ponían en la calle, sin ceremonia, entonces María se acercó a Chua y le dijo que entrara en casa, que quería pedirle consejo sobre una lana que tenía para cardar, y José, queriendo enmendar la sequedad con que había hablado, dijo a Ananías, Te ruego, como buen vecino, que durante mi ausencia veles por mi casa, porque, incluso ocurriendo todo de la mejor manera, nunca estaré de vuelta antes de un mes, contando el tiempo del viaje, más los siete días de aislamiento de la mujer, o lo que se le añada a esto si nace una hija, que no lo permita el Señor. Respondió Ananías que sí, que quedase descansado, que de la casa cuidaría como si suya fuera, y preguntó, se le ocurrió de repente, no lo había pensado antes, Querrás tú, José, honrarme con tu presencia en la celebración de la Pascua, reuniéndote con mis parientes y amigos puesto que no tienes familia en Nazaret, ni tu mujer la tiene tampoco desde que murieron sus padres, tan avanzados ya en edad cuando ella nació que aún hoy anda la gente preguntándose cómo fue posible que Joaquín engendrara en Ana una hija.
Dijo José, risueñamente reprensivo, Ananías, recuerda aquello que murmuró Abraham para sí, incrédulo, cuando el Señor le anunció que le daría descendencia, si podría un niño nacer de un hombre de cien años y si una mujer, de noventa, sería capaz de tener hijos, aunque Joaquín y Ana no estaban en tan provecta edad como la de Abraham y Sara en aquellos días, y por lo tanto mucho más fácil le habrá sido a Dios, aunque para {él no hay nada imposible, suscitar entre mis suegros un retoño. Dijo el vecino, Eran otros tiempos, el Señor se manifestaba en presencia todos los días, no sólo en sus obras, y José respondió, fuerte en razones de doctrina, Dios es el tiempo mismo, vecino Ananías, para Dios el tiempo es todo uno, y Ananías se quedó sin saber qué respuesta dar, no era ahora el momento de traer a colación la controvertida y nunca resuelta polémica acerca de los poderes, tanto los consustanciales como los delegados, de Dios y de César.
Al contrario de lo que podrían parecer estos alardes de teología práctica, José no se había olvidado del inesperado convite de Ananías para celebrar con él y los suyos la Pascua, aunque no quiso demostrar demasiada prisa en aceptar, como de inmediato decidió, bien se sabe que es muestra de cortesía y buen nacimiento recibir con gratitud los favores que nos hacen, aunque también sin exagerar el contento, no vayan a pensar que estamos a la espera de más. Se lo agradecía ahora, alabándole los sentimientos de generosidad y buen vecino, justo cuando salía Chua de la casa trayendo consigo a María, a quien decía, Qué buena mano tienes para cardar, mujer, y María se ponía colorada, como una doncella, porque la estaban alabando delante del marido.
Un buen recuerdo que María guardó siempre de esta Pascua tan prometedora fue el de no haber tenido que participar en la preparación de las comidas y que la hubieran dispensado de servir a los hombres. La solidaridad de las otras mujeres le ahorró este trabajo. No te canses, que apenas puedes contigo, fue lo que le dijeron, y debían de saberlo bien, pues casi todas eran madres de hijos. Se limitó, o poco más, a atender a su marido, que estaba sentado en el suelo como los otros hombres, inclinándose para llenarle el vaso o renovarle en el plato las rústicas mantenencias, el pan ácimo, la tajada de cordero, las hierbas amargas, y también unas galletas hechas de la molienda de saltamontes secos, bocado que Ananías apreciaba mucho por ser tradición de su familia, pero ante el que torcían la nariz algunos invitados, aunque avergonzados de tan mal disimulada repugnancia, pues en su fuero íntimo se reconocían indignos del ejemplo edificante de cuantos profetas, en el desierto, hicieron de la necesidad virtud y del saltamontes maná. Hacia el fin de la cena, la pobre María se sentó en la puerta, con su gran vientre posado sobre la raíz de los muslos, bañada en sudor, sin oír apenas las risas, los dichos, las historias y el recitado constante de las escrituras, sintiéndose, cada momento que pasaba, a punto de abandonar definitivamente el mundo, como si colgara de un hilillo que fuese su último pensamiento, un puro pensar sin objeto ni palabras, sólo saber que se está pensando y no poder saber en qué y para qué. Despertó sobresaltada, porque en el sueño, súbitamente, llegando de una tiniebla mayor, apareció ante ella el rostro del mendigo, y después aquel su gran cuerpo cubierto de andrajos, el ángel, si ángel era, había entrado en su sueño sin anunciarse, ni siquiera por un fortuito recuerdo, y estaba allí mirándola, con aire absorto, tal vez también con una levísima expresión de interrogativa curiosidad, o ni siquiera eso, que el tiempo de verlo llegó y pasó, y ahora el corazón de María palpitaba como un pajarillo asustado, ella no sabía si era de miedo o porque alguien le dijo al oído una inesperada y embarazosa palabra. Los hombres y los muchachos seguían sentados en el suelo y las mujeres iban y venían jadeantes ofreciéndoles los últimos alimentos, pero ya se notaban las señales de saciedad, sólo el rumor de las conversaciones, animadas por el vino, había subido de tono.