Sólo volvió a despertar cuando cantó el gallo. La rendija de la puerta dejaba pasar un color gris e impreciso, de aguada sucia. El tiempo, usando de paciencia, se contentaba con esperar a que se cansasen las fuerzas de la noche, y ahora estaba preparando el campo para que llegase al mundo la mañana, como ayer y siempre, en verdad no estamos en aquellos días fabulosos en los que el sol, a quien ya tanto debíamos, llevó su benevolencia hasta el punto de detener, sobre Gabaón, su viaje, dando así a Josué tiempo de vencer, con toda calma, a los cinco reyes que cercaban su ciudad. José se sentó en la estera, apartó la sábana, y en ese momento el gallo cantó por segunda vez, recordándole que aún le faltaba una oración, la que se debe a la parte de méritos que correspondieron al gallo en la distribución que de ellos hizo el Creador a sus creaturas.

Alabado seas tú, Señor, nuestro Dios, rey del universo, que diste al gallo inteligencia para distinguir el día de la noche, esto dijo José, y el gallo cantó por tercera vez. Era costumbre, a la primera señal de estas alboradas, que los gallos de la vecindad se respondieran unos a otros, pero hoy permanecieron callados, como si para ellos la noche aún no hubiera terminado o apenas hubiera empezado. José, perplejo, miró a su mujer, y le extrañó su pesado sueño, ella que despertaba al más ligero ruido, como un pájaro.

Era como si una fuerza exterior, cayendo, o permaneciendo inmóvil en el aire, sobre María, le comprimiera el cuerpo contra el suelo, pero no tanto que la inmovilizase por completo, se notaba incluso, pese a la penumbra, que la recorrían súbitos estremecimientos, como el agua de un estanque tocada por el viento. Estará enferma, pensó, pero he aquí que una señal de urgencia lo distrajo de la preocupación incipiente, una insistente necesidad de orinar, también ella muy fuera de la costumbre, que estas satisfacciones, en su persona, se manifestaban habitualmente más tarde, y nunca tan vivamente. Se levantó cauteloso, para evitar que la mujer viera lo que iba a hacer, pues escrito está que por todos los medios se debe mantener el respeto de un hombre, hasta el límite de lo posible, y, abriendo con cuidado la puerta rechinante, salió al patio. Era la hora en que el crepúsculo matutino cubre de un gris ceniza los colores del mundo. Se encaminó hacia un alpendre bajo, que era el establo del asno, y allí se alivió, oyendo con una satisfacción medio consciente el ruido fuerte del chorro de orines sobre la paja que cubría el suelo. El burro volvió la cabeza, haciendo brillar en la oscuridad sus ojos saltones, luego agitó con fuerza las orejas peludas y volvió a meter el hocico en el comedero, tanteando los restos de la ración con el morro grueso y sensible. José se acercó al barreño de las abluciones, se inclinó, hizo correr el agua sobre las manos, y luego, mientras se las secaba en su propia túnica, alabó a Dios por, en su sabiduría infinita, haber formado y creado en el hombre los orificios y vasos que le son necesarios a la vida, que si uno de ellos se cerrara o abriera cuando no debe, cierta tendría su muerte el hombre.

Miró José al cielo, y en su corazón quedó asombrado. El sol todavía tasrdará en despuntar, no hay, en todos los espacios celestes, el más leve indicio de los tonos rubros del amanecer, ni siquiera una leve pincelada rosa o de cereza poco madura, nada, a no ser, de horizonte a horizonte, en todo lo que los muros del patio le permitían ver, y en la extensión entera de un inmenso techo de nubes bajas, que eran como pequeños ovillos aplastados, iguales, un color único de violeta que, empezando ya a hacerse vibrante y luminoso del lado por donde rompe el sol, se va progresivamente oscureciendo, de más a más, hasta confundirse con lo que, del otro lado, queda aún de noche.

En su vida había visto nunca José un cielo como éste, aunque en las largas charlas de los hombres viejos no fueran raras las noticias de fenómenos atmosféricos prodigiosos, muestra todos ellos del poder de Dios, arco iris que llenaban la mitad de la bóveda celeste, escaleras vertiginosas que un día unieron el firmamento con la tierra, lluvias providenciales de maná, pero nunca este color misterioso que tanto podía ser de los primeros como de los últimos, variando y demorándose sobre el mundo, un techo de millares de pequeñas nubes que casi se tocaban unas a otras, extendidas en todas direcciones como las piedras del desierto. Se llenó de temor su corazón, imaginó que el mundo iba a acabarse, y él puesto allí, único testigo de la sentencia final de Dios, sí, único, hay un silencio absoluto tanto en la tierra como en el cielo, ningún ruido se oye en las casas vecinas, aunque fuese sólo una voz, un llanto de niño, una oración o una imprecación, un soplo de viento, el balido de una cabra, el ladrar de un perro.

Por qué no cantan los gallos, murmuró, y repitió la pregunta, ansiosamente, como si del canto de los gallos pudiera venirle la última esperanza de salvación.

Entonces, el cielo empezó a mudar. Poco a poco, casi sin que pudiera darse cuenta, el violeta se iba tiñendo y se dejaba penetrar por un rosa pálido en la cara interior del techo de nubes, enrojeciéndose luego, hasta desaparecer, estaba allí y dejó de estar, de pronto el espacio reventó en un viento luminoso, se multiplicó en lanzas de oro, hiriendo de pleno y traspasando las nubes, que, sin saberse por qué ni cuándo, habían crecido y eran ahora formidables, barcos gigantescos arbolando incandescentes velas y bogando en un cielo al fin liberado.

Se desahogó, ya sin miedos, el alma de José, sus ojos se dilataron de asombro y reverencia, no era el caso para menos, siendo él además el único espectador, y su boca entonó con voz fuerte las debidas alabanzas al creador de las obras de la naturaleza, cuando la sempiterna majestad de los cielos, convertida en pura inefabilidad, no puede esperar del hombre más que las palabras más simples, Alabado seas tú, Señor, por esto, por aquello y por lo de más allá.

Lo dijo él, y en ese instante el rumor de la vida, como si lo hubiera convocado con su voz, o como si entrase de repente por una puerta que alguien abriera de par en par sin pensar mucho en las consecuencias, ocupó el espacio que antes había pertenecido al silencio, dejándole sólo pequeños territorios ocasionales, mínimas superficies como aquellos breves charcos que los bosques murmurantes rodean y ocultan. La mañana ascendía, se extendía, verdaderamente era una visión de belleza casi insoportable, dos manos inmensas soltando a los aires y al vuelo una centelleante e inmensa ave del paraíso, desdoblando en radioso abanico la rueda de mil ojos de la cola del pavo real, haciendo cantar cerca, simplemente, a un pájaro sin nombre. Un soplo de viento allí mismo nacido golpeó la cara de José, le agitó la barba, sacudió su túnica, y luego dio la vuelta a su alrededor como un remolino que atravesara el desierto, o quizá lo que así le parecía no era más que el aturdimiento causado por una súbita turbulencia de la sangre, el estremecimiento sinuoso que le recorría la espalda como un dedo de fuego, señal de otra y más insistente urgencia.

Como si se moviese en el interior de la vertiginosa columna de aire, José entró en la casa, cerró la puerta tras él, y durante un minuto se quedó apoyado en la pared, aguardando a que los ojos se habituasen a la penumbra. A su lado, el candil brillaba mortecino, casi sin luz, inútil. María, acostada boca arriba, estaba despierta y atenta, miraba fijamente un punto ante ella y parecía esperar. Sin pronunciar palabra, José se acercó y apartó lentamente la sábana que la cubría. Ella desvió los ojos, alzó un poco la parte inferior de la túnica, pero sólo acabó de alzarla hacia arriba, a la altura del vientre, cuando él ya se inclinaba y procedía del mismo modo con su propia túnica y María, a su vez, abría las piernas, o las había abierto durante el sueño y de este modo las mantuvo, por inusitada indolencia matinal o por presentimientos de mujer casada que conoce sus deberes.