Tendieron las esteras de los niños a lo largo de la pared del fondo, María les había dicho a las niñas, Acostaos aquí conmigo, y lo hicieron, una a cada lado de ella, para que no hubiera celos. Por la rendija de la puerta entraba un aire frío, pero la casa se mantenía caliente, estaba el calor remanente del horno, el de los cuerpos próximos, la familia, poco a poco, pese a la tristeza y a los suspiros, fue cayendo en el sueño, María daba ejemplo, aguantaba las lágrimas, quería que los hijos se quedaran dormidos pronto, por ellos, pero también para quedarse sola con su tristeza, con los ojos muy abiertos a su futura vida sin marido y con nueve hijos que criar. Pero también a ella, en medio de un pensamiento, se le fue el dolor del alma, el cuerpo indiferente recibió el sueño sin resistirse, y ahora todos duermen.

Mediada la noche, un gemido hizo que María se despertase.

Pensó que había sido ella misma, soñando, pero no estaba soñando y el gemido se repetía ahora, más fuerte. Se incorporó con cuidado, para no despertar a las hijas, miró alrededor pero la luz del candil no alcanzaba hasta el fondo de la casa, Cuál de ellos será, pensó, pero en su corazón sabía que era Jesús quien gemía. Se levantó sin ruido, tomó el candil del clavo de la puerta y, alzándolo por encima de la cabeza para alumbrarse mejor, pasó revista a los hijos dormidos, Jesús, es él quien se agita y murmura, como si estuviese luchando en una pesadilla, seguro que está soñando con su padre, un niño de esta edad que ha visto lo que vio, muerte, sangre y tortura. Pensó María que debía despertarlo, interrumpir esta otra forma de agonía, pero no lo hizo, no quería que el hijo le contara su sueño, pero esta misma razón se le olvidó cuando vio que Jesús tenía calzadas las sandalias del padre. Lo insólito del caso desconcertó a María, qué estúpida idea, sin justificación, y también, qué falta de respeto, usar las sandalias del padre el mismo día de su muerte. Regresó a la estera, sin saber ya qué pensar, tal vez el hijo estuviera repitiendo en sueños, por obra de las sandalias y de la túnica, la mortal aventura del padre desde que salió de casa y, siendo así, había pasado al mundo de los hombres, al que ya pertenecía por la ley de Dios, pero en el que se instalaba ahora por un nuevo derecho, el de suceder al padre en los bienes, aunque sólo fuesen estos una túnica vieja y unas sandalias zambas, y en los sueños, aunque sólo fuera para revivir los últimos pasos de él en la tierra. No pensó María que el sueño pudiera ser otro.

El día amaneció límpido, sin nubes, el sol vino caliente y luminoso, no había que temer un retorno de la lluvia. María salió de casa temprano, con todos sus hijos varones en edad de ir a la escuela, y también Jesús, que, como fue dicho en su momento, tenía acabada ya su instrucción. Iba a la sinagoga a informar de la muerte de José y de las presumibles circunstancias que en ella habrían concurrido, añadiendo que, pese a todo, a él como a los otros infelices, punto nada despreciable, se le habían oficiado las honras fúnebres que la prisa y el lugar permitían, en todo caso suficientes, en tenor y número, para poder afirmar que, en general, el rito se había cumplido. De vuelta a casa, al fin a solas con el hijo mayor, pensó María que la ocasión era buena para preguntarle por qué calzaba las sandalias del padre, pero en el último momento la contuvo un escrúpulo, lo más probable es que Jesús no supiera qué explicación darle y, así humillado, ver, ante los ojos de la madre, confundido su acto, sin duda excesivo, con la falta trivialísima que es que un niño se levante de noche para ir, a escondidas, a comer un pastelillo, pudiendo siempre, si lo atrapan, alegar como disculpa el hambre, lo que de este episodio de las sandalias no puede decirse, salvo que se trate de otra especie de hambre que no sabríamos, nosotros, explicar. En la cabeza de María surgió después otra idea, la de que el hijo era ahora el jefe de familia, y, siendo así, estaba bien que ella, su madre y subordinada, pusiese todo su empeño en mostrarle el respeto y la atención convenientes, como sería, por ejemplo, interesarse por aquel mal de espíritu que lo atribuló en el sueño, Has soñado con tu padre, preguntó, y Jesús hizo como si no la hubiera oído, volvió la cara para el otro lado, pero la madre, firme en su propósito, insistió, Has soñado, no esperaba que el hijo le respondiera primero, Sí, y luego No, y que se le cargara la expresión de aquel modo, que parecía como si tuviera otra vez ante sus ojos al padre muerto. Prosiguieron callados el camino y al llegar a casa María se puso a cardar lana, pensando ya que, por necesidad del sustento de la familia, tendría que empezar a hacerlo para la calle, aprovechando la buena mano que tenía para aquel menester. A su vez, Jesús, que mirara al cielo confirmando las buenas disposiciones del tiempo, se acercó al banco de carpintero que fuera de su padre y que estaba en el cobertizo, empezando a verificar, uno por uno, los trabajos interrumpidos y luego el estado de las herramientas, con lo que María se alegró mucho en su corazón, al ver que el hijo se tomaba tan en serio, desde este primer día, sus nuevas responsabilidades.

Cuando los más pequeños volvieron de la sinagoga y se juntaron todos para comer, sólo un observcador atentísimo se daría cuenta de que esta familia sufrió hace pocas horas la pérdida de su jefe natural, marido y padre, pues salvo Jesús, cuyas negras cejas, fruncidas, siguen un pensamiento escondido, los demás, incluida María, parecen tranquilos, con una serenidad compuesta, porque está escrito, Llora amargamente y rompe en gritos de dolor, observa el luto según la dignidad del muerto, un día o dos por causa de la opinión pública, después consuélate de tu tristeza, y escrito está también, No debes entregar tu corazón a la tristeza, sino que debes apartarla de ti, recuerda tu fin, no te olvides de él, porque no habrá retorno, en nada beneficiarás al muerto y sólo te causarás daño a ti mismo. Aún es pronto para risas, que a su tiempo vendrán, como los días vienen tras los días y las estaciones tras las estaciones, pero la mejor lección es la del Eclesiastés, que dice, Por eso alabé la alegría, porque para el hombre no hay nada mejor bajo el sol que comer, beber y divertirse, esto es lo que lo acompaña en sus trabajos durante los días que Dios le conceda bajo el sol. Por la tarde, Jesús y Tiago subieron a la azotea de la casa para tapar con paja amasada en barro las hendiduras del tejado, por las que, durante toda la noche, estuvo goteando el agua, a nadie le sorprenderá que entonces no se hablara de tan humildes pormenores de nuestra vida cotidiana, la muerte de un hombre, inocente o no, siempre deberá prevalecer sobre todas cosas.

Otra noche llegó, otro día comenzaba, cenó la familia como pudo y se acostó en las esteras. De madrugada María despertó despavorida, no era ella quien soñaba, no, sino el hijo, y ahora con llanto y con gemidos que cortabaqn el corazón, de tal modo que despertaron también a los hermanos mayores, a los otros sería preciso mucho más para arrancarlos del sueño profundo que es el de la inocencia a estas edades. María corrió en auxilio del hijo que se debatía, con los brazos alzados, como si intentara defenderse de golpes de espada o de lanza, poco a poco se fue calmando, o porque se retiraron los salteadores o porque se le estaba acabando la vida. Jesús abrió los ojos, se agarró con fuerza a la madre como si no fuera el hombrecito que es, cabeza de familia, que hasta un hombre adulto, si llora, se transforma en criatura, no lo quieren confesar, pobres tontos, pero el dolorido corazón se mece en las lágrimas. Qué tienes, hijo mío, qué tienes, le preguntó María, inquieta, y Jesús no podía responder, o no quería, una crispación, en la que nada había de niño, sellaba sus labios, Dime qué has soñado, insistió María, y, como intentando abrirle un camino, Has visto a tu padre, el muchacho hizo un brusco gesto negativo, luego se soltó de sus brazos y se dejó caer en la estera, Vete a dormir, dijo, y dirigiéndose a los hermanos, No es nada, dormid, estoy bien. María regresó junto a las hijas, pero se quedó, casi hasta el amanecer, con los ojos abiertos, atenta, esperando a cada momento que el sueño de Jesús se repitiese, qué sueño habría sido ese para tan gran abatimiento, pero no ocurrió nada. No pensó María que su hijo podría estar despierto sólo para no volver a soñar, en lo que sí pensó fue en la coincidencia, en verdad singular, de que Jesús, que siempre había tenido el sueño tranquilo, hubiera empezado con las pesadillas al morir el padre, Señor, Dios mío, que no sea el mismo sueño, imploró, el sentido común le decía, para su tranquilidad, que los sueños no se legan ni se heredan, muy engañada está, que no ha sido necesario que los hombres se comunicaran unos a otros los sueños que sueñan para que los anden soñando inguales de padres a hijos y a las mismas horas. Al fin amaneció, se iluminó la rendija de la puerta. Cuando despertó, María vio que el lugar del hijo mayor estaba vacío, Adónde habrá ido, pensó, se levantó, rápidamente, abrió la puerta y miró afuera, Jesús estaba sentado debajo del alpendre, en la paja del suelo, con la cabeza en los brazos y los brazos sobre las rodillas, inmóvil. Estremecida por el aire frío de la mañana y también, aunque de esto apenas se diera cuenta, por la visión de la soledad del hijo, la madre se aproximó a él, Estás enfermo, preguntó, y el muchacho levantó la cabeza, No, no estoy enfermo, Entonces, qué te pasa, Son mis sueños, Sueños, dices, Un sueño solo, el mismo esta noche y la otra, Has soñado con tu padre en la cruz, Ya te dije que no, sueño con mi padre, pero no lo veo, Me habías dicho que no soñaste con él, Porque no lo veo, pero estoy seguro de que está en el sueño, Y qué sueño es ese que te atormenta. Jesús no respondió de inmediato, miró a la madre con una expresión desamparada y María sintió como si un dedo le tocase el corazón, allí estaba su hijo, con aquella cara aún de niño, la mirada mortecina de no haber dormido y el primer bozo de hombre, tiernamente ridículo, era su hijo primogénito, a él se confiaba y entregaba para el resto de sus días, Cuéntamelo todo, le pidió, y Jesús dijo al fin, Sueño que estoy en una aldea que no es Nazaret y que tú estás conmigo, pero no eres tú porque la mujer que en el sueño es mi madre tiene una cara diferente, hay otros niños de mi edad, no sé cuántos, y mujeres que son las madres, pero no sé si las verdaderas, alguien nos reunió a todos en la plaza, estamos esperando a unos soldados que vienen a matarnos, los oímos en el camino, se acercan pero no los vemos, en ese momento aún no tengo miedo, sé que es un sueño malo, nada más, pero de repene tengo la seguridad de que mi padre viene con los soldados, me vuelvo hacia ti para que me defiendas, aunque no estoy tan seguro de que seas tú, pero tú te has ido, todas las madres se han ido, sólo quedamos nosotros, que ya no somos muchachos, sino niños muy pequeños, yo estoy tumbado en el suelo y empiezo a llorar, y los otros lloran todos, pero yo soy el único que tiene un padre que viene con los soldados, miramos a la entrada de la plaza, sabemos que vendrán por allí, y no entran, estamos a la espera de que entren, pero no entran, y es todavía peor, los pasos se aproximan, es ahora y no es, no llega a ser, entonces me veo a mí mismo como soy ahora, dentro del niño pequeño que también soy, y empiezo a hacer un gran esfuerzo para salir de él, es como si estuviese atado de pies y manos, te llamo pero te has ido, llamo a mi padre, que viene a matarme, y en ese momento me desperté, esta noche y la otra. María estaba horrorizada, tras las primeras palabras, apenas percibió el sentido del sueño, bajó los ojos doloridos, estaba ocurriendo lo que tanto temiera, contra toda lógica y razón Jesús había heredado el sueño del padre, no exactamente de la misma manera, sino como si padre e hijo, cada uno en su lugar, lo estuviesen soñando al mismo tiempo. Y tembló de auténtico pavor cuando oyó que el hijo le preguntaba, Qué sueño era aquel que mi padre tenía todas las noches, Bueno, una pesadilla, como tanta gente, Pero esa pesadilla, qué era, no lo sé, nunca me lo dijo, Madre, no debes ocultar la verdad a tu hijo, No sería bueno para ti saberlo, Qué puedes tú saber de lo que es bueno o malo para mí, Respeta a tu madre, Soy tu hijo, tienes mi respeto, pero ahora estás ocultándome algo que es de mi vida, No me obligues a hablar, Un día le pregunté a mi padre cuál era su sueño y me dijo que ni yo podía hacerle todas las preguntas, ni él darme todas las respuestas, Ya ves, acepta las palabras de tu padre, Las acepté mientras vivió, pero ahora soy el jefe de la familia, he heredado de él una túnica, unas sandalias y un sueño, con esto podría irme ya por el mundo, pero tengo que saber qué sueño llevaría conmigo, Hijo mío, tal vez no vuelvas a soñarlo. Jesús miró a los ojos de su madre, la forzó a mirarlo también, y dijo, Renunciaré a saberlo si la próxima noche no vuelve, si no vuelve nunca más, pero, si se repite, júrame que me lo dirás todo, Lo juro, respondió María, que ya no sabía cómo defenderse de la insistencia y la autoridad del hijo. En el silencio de su angustiado corazón, ascendió una llamada a Dios, sin palabras, o, si las tuviera, podrían ser, Pásame, Señor, a mí, este sueño, que hasta el día de mi muerte tenga que sufrirlo yo en todos los instantes, pero mi hijo, no, mi hijo, no. Dijo Jesús, Recordarás lo que prometiste, Lo recordaré, respondió María, pero se iba repitiendo para sí, Mi hijo, no, mi hijo, no.