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El lugar es el mismo, pero el presente ha cambiado. Caín tiene delante de los ojos la ciudad de jericó, donde, por razones de seguridad militar, no le han permitido la entrada. Se esperaba en cualquier momento el asalto del ejército de Josué y, por más que caín jurara que no era israelita, le negaron el acceso, sobre todo porque no dio ninguna respuesta satisfactoria cuando le preguntaron, Qué eres, si no eres israelita. En el nacimiento de caín, israelitas era algo que todavía no existía, y, cuando mucho más tarde comenzaron a descollar, con las desastrosas consecuencias de sobra conocidas, los censos que se fueron elaborando dejaron fuera a la familia de adán. Caín no era israelita, pero tampoco era hitita, o amorreo, o fereceo, o heveo, jebuseo. Lo salvó de esta indefinición identitaria un al-béitar del ejército de Josué que se quedó prendado del jumento de caín, Buena pieza tienes ahí, dijo, Viene conmigo desde que dejé la tierra de nod y nunca me ha fallado, Pues si es así, y estás de acuerdo, te contrato como mi ayudante a cambio de la comida, con la condición de que me dejes montar tu burro de vez en cuando. A caín le pareció razonable el negocio, pero todavía objetó, Y después, Después de qué, preguntó el otro, Cuando jericó caiga, Hombre, jericó es sólo el principio, lo que se aproxima es una larga guerra de conquistas en la que los albéitares no seremos menos necesarios que los soldados, Si es así, estoy de acuerdo, dijo caín. Había oído hablar de una célebre prostituta que vivía en jericó, una tal rahab, por la que, tales eran las descripciones de quienes la conocían, venía anhelando un encuentro que le refrescase la sangre, pues desde la última noche que pasó con lilith nunca más había tenido una mujer debajo. No lo dejaron entrar en jericó, pero no perdió la esperanza de llegar a dormir con ella. El albéitar le hizo saber a quien correspondía que había contratado a un ayudante a cambio de la comida y fue así como caín se vio integrado en los servicios de apoyo de los ejércitos de Josué, curando las mataduras de los burros, bajo la exigente orientación del jefe, burros y nada más que burros, pues el arma de caballería propiamente dicha todavía no había sido inventada. Tras una espera que a todos les pareció excesiva, se supo que el señor finalmente había hablado a Josué, al que, con estas palabras, le ordenó lo siguiente, Durante seis días, tú y tus soldados desfilaréis alrededor de la ciudad una vez por día, delante del arca de la alianza irán siete sacerdotes, cada uno haciendo sonar un cuerno de carnero, al séptimo día daréis siete vueltas a la ciudad, mientras los sacerdotes siguen haciendo sonar las trompetas, cuando ellos emitan un sonido más prolongado, el pueblo deberá gritar con todas sus fuerzas y entonces las murallas de la ciudad se derrumbarán. Contrariando el más legítimo escepticismo, así sucedió. Al cabo de siete días de esta maniobra táctica nunca antes experimentada, las murallas se derrumbaron de verdad y todo el mundo entró corriendo en la ciudad, cada cual por la apertura que tenía delante, y jericó fue conquistada. Destruyeron todo lo que había, matando a espada a hombres y mujeres, jóvenes y viejos, y también los bueyes, las ovejas y los burros. Cuando caín pudo entrar en la ciudad, la prostituta rahab había desaparecido con toda la familia, avisada y puesta a resguardo como retribución por la ayuda que le había prestado al señor escondiendo en su casa a los dos espías que Josué consiguió introducir en jericó. Enterado de esto, caín perdió todo el interés por la tal prostituta rahab. A pesar de su deplorable pasado, no podía soportar a la gente traicionera, las más despreciables personas del mundo, en su opinión. Los soldados de Josué prendieron fuego a la ciudad y quemaron todo lo que había en ella, con excepción de la plata, el oro, el bronce y el hierro, que, como de costumbre, pasaron a engrosar el tesoro del señor. Fue entonces cuando josué lanzó la siguiente amenaza, Maldito sea quien intente reconstruir la ciudad de jericó, se le muera el hijo mayor a quien ponga los cimientos y el más joven a quien levante las puertas. En aquella época las maldiciones eran obras maestras de la literatura, tanto por la fuerza de la intención como por la expresión formal en la que se condensaban, de no haber sido Josué la crudelísima persona que fue, hoy hasta podríamos tomarlo como modelo estilístico, por lo menos en el importante capítulo retórico de los juramentos y maldiciones, tan poco frecuentado por la modernidad. Desde allí el ejército de los israelitas marchó sobre la ciudad de ai, que el dolorido nombre que le dieron no la pierda, donde, después de sufrir la humillación de una derrota, aprendió la lección de que con el señor dios no se juega. Ocurrió que un hombre llamado acán se había apoderado en jericó de unas cuantas cosas que estaban condenadas a la destrucción y, en consecuencia, el señor se irritó profundamente con los israelitas, Esto no se hace, gritó, aquel que se atreve a desobedecer mis órdenes a sí mismo se está condenando. Entretanto, Josué, inducido por las informaciones erradas de los espías enviados, cometió el error de no valorar debidamente la fuerza del adversario y mandó a menos de tres mil hombres a la batalla, los cuales, atacados y perseguidos por los habitantes de la ciudad, se vieron obligados a huir. Como siempre ha sucedido, a la mínima derrota los judíos pierden la voluntad de luchar, y, aunque en la actualidad ya no se usen manifestaciones de desánimo como las practicadas en el tiempo de Josué, cuando se rasgaban las ropas que llevaban vestidas y se postraban en el suelo con el rostro en tierra y las cabezas cubiertas de polvo, la llantera verbal es inevitable. Que el señor educó mal a esta gente desde el principio se ve por las imploraciones, por las quejas, por las preguntas de Josué, Por qué nos hiciste atravesar el Jordán, si fue para abandonarnos en manos de los amorreos y destruirnos, más nos hubiera valido habernos quedado al otro lado del río. La desproporcionada exageración era evidente, este mismo Josué que suele dejar tras de sí un rastro de muchos millares de enemigos muertos después de cada batalla, pierde la cabeza cuando se le muere la insignificancia de treinta y seis soldados, que tantos fueron los que cayeron en la tentativa de asalto a ai. Y la exageración continuaba, Oh, señor, qué podré decir ahora, una vez que israel ha huido ante su enemigo, los cananeos y todos los habitantes del país van a tener conocimiento de esto, y después nos atacarán, y nos destruirán, y nadie más se acordará de nosotros, qué harás tú para defender nuestro prestigio, preguntó. Entonces el señor, esta vez sin la presencia corporal ni tampoco en columna de humo, parece que fue simplemente una voz tronando en el espacio, despertando los ecos en todo lo que eran montañas y valles, dijo, Los israelitas pecaron, no cumplieron el pacto de alianza que con ellos había hecho, se apoderaron de cosas que estaban destinadas a ser destruidas, las robaron, las escondieron y las metieron entre sus enseres. La voz sonó más fuerte, Por esto no pudisteis resistir a vuestros enemigos, porque también ellos fueron condenados a la destrucción, y yo no estaré más de vuestro lado mientras no destruyáis lo que, estando destinado a la destrucción, se encuentre en vuestro poder, levántate, pues, Josué, vete y convoca al pueblo, y al hombre que habiendo sido apuntado le fueren encontradas cosas que estaban condenadas a la destrucción, mandarás quemar con todo lo que le pertenezca, familia y bienes. Al día siguiente, por la mañana temprano, Josué dio orden de que el pueblo se presentase ante él, tribu por tribu. De pregunta en pregunta, de indagación en indagación, de denuncia en denuncia, acabó llegando hasta un hombre llamado acán, descendiente de carmí, de zabdi y de zera, de la tribu de judá. Entonces Josué, con palabras suaves, melifluas, le dijo, Hijo mío, para mayor gloria de dios, cuéntame toda la verdad, aquí, delante del señor, dime lo que has hecho, no me escondas nada. Caín, que presenciaba la escena en medio de otros, pensó, Le van a perdonar con certeza, Josué hablaría de otra manera si la idea fuese condenarlo. Mientras tanto, acán decía, Es verdad, he pecado contra el señor, rey de israel, Háblame, cuéntamelo todo, lo animó Josué, Vi en medio de los despojos una bella capa de mesopotamia, también había casi dos kilos de plata y una barra de oro de cerca de medio kilo, y me gustaron tanto esas cosas que me quedé con ellas, Y dónde las tienes ahora, dímelo, preguntó Josué, Las enterré, las escondí dentro de la tierra de mi tienda, con la plata debajo de todo. Obtenida esta confesión, Josué mandó a algunos hombres a revisar la tienda y allí encontraron las tales cosas, estando la plata por debajo, tal y como acán había dicho. Las recogieron, se las llevaron a Josué y a todos los israelitas, y las colocaron delante del señor, o, mejor dicho, delante del arca de la alianza que le hacía las veces. Josué tomó entonces a acán con la plata, el manto y la barra de oro, más los hijos e hijas, bueyes, jumentos y ovejas, la tienda y todo lo que él tenía, y los llevó hasta el valle de acor. Una vez allí, Josué dijo, Ya que fuiste nuestra desgracia, pues por tu culpa murieron treinta y seis israelitas, que caiga ahora sobre ti la desgracia que el señor te envía. Entonces todas las personas lo apedrearon y a continuación le prendieron fuego, a él y a todo lo que él tenía. Pusieron después sobre acán un gran monte de piedras que todavía está allí, por tal razón, aquel lugar pasó a llamarse valle de acor, que significa desgracia. Así se calmó la ira de dios, pero antes de que el pueblo se dispersase todavía se oiría la estentórea voz clamando, Estáis avisados, quien la hace, la paga, yo soy el señor.