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En un instante, aquel mismo caín que estuvo en sodoma y había regresado a los caminos se encontró en el desierto del sinaí, donde, con gran sorpresa, se vio en medio de una gran multitud de personas acampadas en la falda de un monte. No sabía quiénes eran, ni de dónde venían, ni hacia dónde iban. Si le preguntase a alguna persona de las que estaban por allí cerca se denunciaría enseguida como extranjero y eso sólo podría traerle complicaciones y problemas. Estando, como se ve, prudentemente de pie atrás, decidió que esta vez no se llamaría ni caín ni abel, no vaya a ocurrir que el diablo cargue las armas y traiga hasta aquí a alguien que haya oído hablar de la historia de los dos hermanos y comience con las preguntas embarazosas. Lo mejor sería mantener bien abiertos los ojos y los oídos y sacar conclusiones por uno mismo. De una cosa estaba seguro, el nombre de un tal moisés andaba en boca de toda la gente, unos con antigua veneración, con cierta reciente impaciencia la mayoría. Y eran éstos los que preguntaban, Dónde está moisés, hace cuarenta días y cuarenta noches que se fue al monte a hablar con el señor y hasta ahora ni buenas ni nuevas, está claro que el señor nos ha abandonado, no quiere saber nada más de su pueblo. El camino del equívoco nace estrecho, pero siempre encuentra quien esté dispuesto a ensancharlo, digamos que el equívoco, repitiendo el dicho popular, es como el comer y el rascar, la cuestión es empezar. Entre la gente que esperaba el regreso de moisés del monte sinaí se encontraba un hermano suyo que se llamaba aarón, al que, cuando todavía estaban en el tiempo de la esclavitud de los israelitas en egipto, nombraron sumo sacerdote. Hasta él se dirigieron los impacientes, Anda, haznos un dios que nos guíe, porque no sabemos lo que le ha sucedido a moisés, y entonces aarón, que, por lo visto, además de no ser un modelo de firmeza de carácter, era bastante asustadizo, en lugar de negarse rotundamente, dijo, Si así lo queréis, quitad las argollas de oro de las orejas de vuestras mujeres y de vuestros hijos e hijas y traédmelas aquí. Ellos así lo hicieron. Después aarón echó el oro en un molde, lo fundió y de él salió un becerro de oro. Satisfecho, al parecer, con su obra, y sin darse cuenta de la grave incompatibilidad que estaba a punto de crear sobre el objeto de las futuras adoraciones, si el señor puramente dicho, o un becerro haciendo de dios, anunció, Mañana habrá fiesta en honor del señor. Todo esto fue oído por caín, que, reuniendo palabras sueltas, fragmentos de diálogos, esbozos de opiniones, comenzó a formarse una idea no sólo de lo que estaba pasando en aquel momento sino de sus antecedentes. Lo ayudaron mucho las conversaciones escuchadas en una tienda colectiva donde dormían los solteros, los que no tenían familia. Caín dijo que se llamaba noah, no se le ocurrió mejor nombre, y fue bien aceptado, integrándose de manera natural en las reuniones. Ya en aquel tiempo los judíos hablaban mucho, y a veces demasiado. A la mañana siguiente circuló la voz de que moisés estaba, por fin, bajando del monte sinaí y que Josué, su ayudante y comandante militar de los israelitas, había salido a su encuentro. Cuando Josué oyó los gritos que el pueblo daba, le dijo a moisés, Hay gritos de guerra en el campamento, y moisés le dijo a Josué, Lo que se oye no son los alegres cantos de victoria ni los tristes cantos de derrota, son sólo voces de gente cantando. No sabía él lo que le esperaba. Al entrar en el campamento se dio de bruces con el becerro de oro y la gente danzando alrededor. Entonces le echó mano al becerro, lo partió, lo redujo a polvo y volviéndose a aarón le preguntó, Qué te ha hecho este pueblo para dejarlo cometer un pecado tan grande, y aarón, que, con todos sus defectos, conocía el mundo en que vivía, respondió, Oh, mi señor, no te irrites conmigo, bien sabes que este pueblo está inclinado hacia el mal, la idea fue de ellos, querían otro dios porque ya no creían que tú regresarías, y seguramente me habrían matado si me hubiera negado a cumplir su voluntad. Oyendo esto moisés, se puso a la entrada del campamento y gritó, Quien esté con el señor que se una a mí. Todos los de la tribu de leví se unieron a él y moisés proclamó, He aquí lo que dice el señor, dios de israel, Tome cada uno una espada, regrese al campamento y vaya de puerta en puerta matando al hermano, al amigo o al vecino. Y así fue como murieron cerca de tres mil hombres. La sangre corría entre las tiendas como una inundación que brotase del interior de la propia tierra, como si ella misma estuviera sangrando, los cuerpos degollados, los vientres abiertos rajados por la mitad yacían por todas partes, los gritos de las mujeres y de los niños eran tales que debían de llegar a la cima del monte sinaí, donde el señor se estaría regocijando con su venganza. Caín no podía creer lo que estaba viendo con sus ojos. No bastaban sodoma y gomorra arrasadas por el fuego, aquí, en la falda del monte sinaí, quedó patente la prueba irrefutable de la profunda maldad del señor, tres mil hombres muertos sólo porque le irritaba la invención de un supuesto rival en figura de becerro, Yo no hice nada más que matar a un hermano y el señor me castigó, quiero ver quién va a castigar ahora al señor por estas muertes, y luego continuó, Lucifer sabía bien lo que hacía cuando se rebeló contra dios, hay quien dice que lo hizo por envidia y no es cierto, es que él conocía la maligna naturaleza del sujeto. Algo del polvo de oro soplado por el viento manchaba las manos de caín. Se las lavó en un charco como si cumpliese el ritual de sacudirse de los pies la tierra de un lugar donde hubiese sido mal recibido, se montó en el burro y se fue. Había una nube oscura en lo alto del monte sinaí, allí estaba el señor. Por motivos que no está en nuestras manos dilucidar, simples repetidores de historias antiguas que somos, pasando continuamente de la credulidad más ingenua al escepticismo más resoluto, caín se vio metido en lo que, sin exageración, podríamos llamar una tempestad, un ciclón del calendario, un huracán del tiempo. Durante algunos días, después del episodio del becerro de oro y de su corta existencia, se sucedieron con increíble rapidez sus ya conocidos cambios de presente, surgiendo de la nada y precipitándose en la nada en forma de imágenes sueltas, inconexas, sin continuidad ni relación entre ellas, en algunos casos mostrando lo que parecía que eran batallas de una guerra infinita cuya causa primera ya nadie recordaba, en otros una especie de farsa grotesca invariablemente violenta, una especie de continuo guiñol, áspero, chirriante, obsesivo. Una de esas múltiples imágenes, la más enigmática y fugitiva de todas, le puso delante de los ojos una enorme extensión de agua donde, hasta el horizonte, no se alcanzaba a ver una isla ni un simple barco de vela con sus pescadores y sus redes. Agua, sólo agua, agua por todas partes, nada más que agua ahogando el mundo. De muchas de estas historias, obviamente, caín no podría haber sido testigo directo, aunque algunas, tanto verdaderas como falsas, llegaron a su conocimiento por la sabida vía de alguien que lo había oído de alguien o por alguien que se lo contó a alguien. Ejemplo de esas historias fue el escandaloso caso de lot y de sus hijas. Cuando sodoma y gomorra fueron destruidas, lot tuvo miedo de seguir viviendo en la ciudad de zoar, que estaba cerca, y decidió refugiarse en una gruta en las montañas. Un día, la hija mayor le dijo a la más joven, Nuestro padre está acabado, cualquier día se nos muere, y por estos sitios no hay ni un solo hombre que se case con nosotras, mi idea es que embriaguemos a padre y después durmamos con él para que nos dé descendientes. Así se hizo, sin que lot se hubiese dado cuenta, ni cuando ella se acostó ni cuando salió de la cama, y lo mismo sucedió con la hija más joven a la noche siguiente, ni cuando se acostó ni cuando salió de la cama, tan borracho estaba el viejo. Las dos hermanas se quedaron embarazadas, pero caín, gran especialista en erecciones y eyaculaciones, como gustosamente confirmaría lilith, su primera y hasta ahora única amante, dijo cuando esta historia le fue contada, A un hombre borracho de esa manera, hasta el punto de no darse cuenta de lo que está pasando, la cosa simplemente no se le levanta, y si no se le levanta la cosa entonces no puede haber penetración y, por tanto, de engendrar, nada. Que el señor haya admitido el incesto como algo cotidiano y no merecedor de castigo en aquellas antiguas sociedades por él gestionadas, no es nada que deba sorprendernos si tenemos en cuenta que era una naturaleza todavía no dotada de códigos morales y para la que lo importante era la propagación de la especie, ya fuese por imposición del celo, ya fuese por simple apetito o, como se dirá más tarde, por hacer el bien sin mirar a quién. El propio señor dijo, Creced y multiplicaos, y no puso limitaciones ni reservas al mandamiento, ni con quién sí ni con quién no. Es posible, aunque esto no pase por ahora de una hipótesis de trabajo, que la liberalidad del señor en esto de hacer hijos tuviera que ver con la necesidad de suplir las pérdidas en muertos y heridos que sufrían los ejércitos propios y ajenos un día sí y otro también, como hasta ahora se ha visto y con toda seguridad se seguirá viendo. Oportuno es que recordemos ahora lo que sucedió a la vista del monte sinaí y de la columna de humo que era el señor, el afán erótico con que, en esa misma noche, enjugadas las lágrimas de los sobrevivientes, se trató de gestar a toda prisa nuevos combatientes para empuñar las espadas sin dueño y degollar a los hijos de los que en ese momento habían salido vencedores. Véase sólo lo que les sucedió a los madianitas. Por una de esas casualidades de la guerra, los de madián habían derrotado a los israelitas, los cuales, viene a propósito decirlo, a pesar de toda la propaganda que les atribuye lo contrario, no pocas veces acabaron vencidos en la historia. Con esta piedra en el zapato, el señor le dijo a moisés, Debes hacer que los israelitas se venguen de los madianitas y luego vete preparando porque ya va llegando la hora de que te unas a tus antepasados. Sobreponiéndose a la desagradable noticia sobre el poco tiempo que le quedaba por vivir, moisés mandó que cada una de las doce tribus de israel prepararan mil hombres para la guerra, y así reunió a un ejército de doce mil soldados que destrozó a los madianitas, sin que escapara con vida ninguno de ellos. Entre los que fueron muertos estaban los reyes de la región de madián, que eran evi, requem, zur, hur y reba, antiguamente los reyes tenían nombres tan extraños como éstos, es curioso que ninguno se llamara juan ni alfonso, o manuel, sancho o pedro. En cuanto a las mujeres y los niños, los israelitas se los llevaron como prisioneros y, como botín de guerra, los animales, el ganado y todas las riquezas. Se lo entregaron todo a moisés y al sacerdote eleazar y a las comunidades israelitas que se encontraban en las planicies de moab, junto al río Jordán, frente a jericó, precisiones toponímicas que son dejadas aquí para probar que no nos estamos inventando nada. Ya sabedor de los resultados de la lucha, moisés se irritó cuando vio entrar a los militares en el campamento y les preguntó, Por qué no habéis matado también a las mujeres, esas que hicieron que los israelitas se apartasen del señor y adorasen al rey baal, maldad que provocó una gran mortandad en el pueblo del señor, os ordeno, por tanto, que volváis atrás y matéis a todos los niños y a todas las niñas, y a las mujeres casadas, en cuanto a las otras, las solteras, guardadlas para vuestro uso. Nada de esto sorprendía ya a caín. Lo que para él fue novedad absoluta, y por eso aquí queda puntual registro, fue la repartición del botín, de la que consideramos indispensable dejar noticia para que conozcamos las costumbres del tiempo, pidiendo de antemano disculpas al lector por el exceso de minuciosidad del que no somos responsables. He aquí lo que el señor le dijo a moisés, Tú y el sacerdote eleazar y los jefes de tribu de la comunidad haréis las cuentas del botín que habéis traído, tanto de las personas como de los animales, y lo dividiréis por la mitad, una parte para los soldados que fueron a la batalla y la otra para el resto de la comunidad. De la parte de los soldados retirarás, como tributo para el señor, una cabeza por cada quinientas, tanto de las personas como de los animales, bueyes, burros u ovejas. De la parte destinada a los israelitas retirarás una por cada cincuenta, tanto de las personas como de los animales, bueyes, burros, ovejas y de todas las especies de animales, y se las entregaréis a los levitas, encargados de la guarda del santuario del señor. Moisés hizo lo que dios le había mandado. El botín total que los guerreros israelitas recogieron fue de seiscientas setenta y cinco mil ovejas, setenta y dos mil bueyes, sesenta y un mil burros y treinta y dos mil mujeres solteras. La mitad que correspondía a los soldados que fueron a la batalla era de trescientas treinta y siete mil quinientas ovejas, que dando seiscientas setenta y cinco como tributo al señor, de los treinta y seis mil bueyes quedaron setenta y dos como tributo al señor, de los treinta mil quinientos burros quedaron sesenta y uno como tributo al señor y de las dieciséis mil personas quedaron treinta y dos como tributo al señor. La otra mitad que moisés había separado de la parte que le tocaba a los soldados y destinó a la comunidad de los israelitas era también de trescientas treinta y siete mil quinientas ovejas, treinta y seis mil bueyes, treinta mil quinientos burros y dieciséis mil mujeres solteras. De esta mitad, moisés retiró una cabeza de cada cincuenta tanto de personas como de animales, y las entregó a los levitas encargados de la guarda del santuario del señor, tal como el señor le había mandado. Pero eso no fue todo. Como reconocimiento al señor por haberles salvado la vida, pues ninguno de ellos había muerto en la batalla, los soldados, a través de sus comandantes, ofrecieron al señor los objetos de oro que cada uno había encontrado en el saqueo de la ciudad. Entre brazaletes, pulseras, anillos, pendientes y collares fueron unos ciento setenta kilos. Como queda de sobra demostrado, el señor, además de estar dotado por naturaleza de una excelente cabeza para contable y ser rapidísimo en cálculo mental, es, lo que se puede decir, rico. Todavía asombrado por la abundancia en ganado, esclavas y oro, fruto de las batallas contra los madianitas, caín pensó, Está visto que la guerra es un negocio de primer orden, tal vez sea incluso el mejor de todos, a juzgar por la facilidad con que se adquieren en un visto y no visto miles y miles de bueyes, ovejas, burros y mujeres solteras, a este señor habrá que llamarle algún día dios de los ejércitos, no le veo otra utilidad, pensó caín, y no se equivocaba. Es bien posible que el pacto de alianza que algunos afirman que existe entre dios y los hombres no contenga nada más que dos artículos, a saber, tú nos sirves a nosotros, vosotros me servís a mí. De lo que no hay duda es de que las cosas han cambiado mucho. Antiguamente el señor se le aparecía a la gente en persona, en carne y hueso, por decirlo de alguna manera, se veía que sentía incluso cierta satisfacción en exhibirse al mundo, que lo digan adán y eva, que de su presencia se beneficiaron, que lo diga también caín, aunque en mala ocasión, pues las circunstancias, nos referimos, claro está, al asesinato de abel, no eran las más adecuadas para especiales demostraciones de alegría. Ahora el señor se esconde en columnas de humo, como si no quisiese que lo vieran. En nuestra opinión de simple observador de los acontecimientos, debe de estar avergonzado por algunas de sus tristes actuaciones, como en el caso de los niños inocentes de sodoma, que el fuego divino calcinó.