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En medio de una ventolera grisácea y cargada de aguanieve y con escarcha en los caminos, Hester se dirigió a Harley Street, donde tomó un coche de alquiler y pidió al cochero que la condujera al Ministerio de Defensa. Una vez allí y después de haber pagado al cochero, se apeó con todo el aplomo de quien sabe muy bien por dónde anda y cree que será recibida con agrado, aunque ése no fuera el caso. Su intención era recoger toda la información posible acerca del capitán Harry Haslett, aun sin tener una idea muy clara sobre el sitio al que podían conducirle aquellos datos. De hecho, Harry Haslett era el único miembro de la familia de quien apenas había sabido nada hasta el día de ayer. Lo que le había contado Septimus había hecho cobrar vida al personaje, al que había visto tan seductor e interesante que Hester comprendía que dos años después de su muerte Octavia todavía lamentase la aguda e insoportable soledad que sufría. Hester quería enterarse de cómo había sido su carrera militar.

Octavia se había convertido de pronto en algo más que la víctima de un asesinato. Hester no había visto nunca su rostro y por tanto no podía haberse formado una idea directa sobre su personalidad, pero desde que Hester había escuchado la versión de Septimus, las emociones de Octavia habían cobrado visos de realidad, se habían convertido en unos sentimientos que la propia Hester habría podido experimentar fácilmente de haber amado y sido amada por cualquiera de los jóvenes oficiales que había conocido.

Subió los peldaños del Ministerio de Defensa y, con toda la cortesía y la amabilidad que era capaz de mostrar, sumadas a la deferencia que es propia de una mujer ante un representante del estamento militar, todo ello aliñado con su poco de autoridad personal, esto último nada difícil para ella, ya que le salía de una manera absolutamente natural, se dirigió al hombre que estaba junto a la puerta.

– Buenas tardes, señor -fueron las primeras palabras que dijo, acompañadas de una inclinación de cabeza y una sonrisa de manifiesta franqueza-. Quisiera saber si podría hablar con el comandante Geoffrey Tallis. Si quiere darle mi nombre, supongo que lo recordará porque yo fui una de las enfermeras de la señorita Nightingale. -No quería abstenerse de explotar la magia de aquel nombre si de algo le podía servir-. Tuve ocasión de atender al comandante Tallis en Shkodër cuando fue herido. El motivo de mi visita tiene que ver con la muerte de la viuda de un antiguo y distinguido oficial del ejército. Me parece que el comandante Tallis podría ayudarme en mis indagaciones y proporcionarme algunos datos que a buen seguro aliviarían considerablemente la tragedia que está viviendo la familia. ¿Tendría la amabilidad de transmitirle esta petición mía?

Acababa de hacer uso de la combinación apropiada de súplica, muestra de sensatez, encanto femenino y autoridad propia de una enfermera para conseguir de un hombre educado una obediencia automática.

– Voy a ponerlo ahora mismo al corriente de su ruego, señora -accedió, poniéndose ligeramente más erguido-. ¿Con qué nombre la anuncio, señora?

– Hester Latterly -respondió ella-. Lamento tener que solicitar su atención de manera tan precipitada, pero actualmente estoy atendiendo a un caballero retirado del servicio activo y, como no se encuentra muy bien, sólo puedo dejarlo unas pocas horas. -Era una versión muy elástica de la verdad, pero tampoco una mentira del todo.

– ¡Claro, claro! -el respeto del soldado fue en aumento mientras se apresuraba a anotar el nombre-. Hester Latterly -después del nombre añadió una nota referente a su ocupación y a la urgencia de la petición, llamó a un ordenanza y lo despachó con un mensaje al comandante Tallis.

A Hester le habría complacido esperar en silencio, pero el guardián de la puerta se mostraba predispuesto a la conversación, por lo que se vio obligada a responder a sus preguntas sobre las batallas de las que había sido testigo, lo que le permitió descubrir que los dos habían estado presentes en la batalla de Inkermann. Estaban sumidos en las reminiscencias de aquellos hechos cuando llegó el ordenanza para anunciar que el comandante Tallis tendría sumo placer en recibir a la señorita Hester pasados diez minutos y que tuviera la bondad de esperarlo en la antesala de su despacho.

Hester aceptó inmediatamente, tal vez incluso con mayor precipitación que la debida por tratarse de una definida rebaja de aquella dignidad que había tratado de establecer, pero dio las gracias al guardián de la puerta por su cortesía. Después entró muy erguida en el vestíbulo de entrada siguiendo los pasos del ordenanza, subió la amplia escalinata y recorrió los interminables corredores hasta la sala de espera con sus varias sillas, donde tuvo que aguardar.

Esperó más de diez minutos antes de que el comandante Tallis abriera la puerta de su despacho. Salió un gallardo teniente que pasó junto a ella aparentemente sin verla. El comandante le indicó que entrase.

Geoffrey Tallis era un hombre apuesto de treinta y pico de años, antiguo oficial de caballería que desempeñaba un cargo en la administración debido a una grave herida que había recibido en el campo de batalla y que, como secuela, le había dejado una ligera cojera. Era muy probable que, de no haber mediado las atenciones de Hester, hubiera perdido la pierna, lo que habría truncado completamente su carrera. La alegría iluminó su rostro al ver a Hester, a la que tendió la mano en ademán de bienvenida.

Ella le tendió la suya y él se la estrechó efusivamente.

– Querida señorita Latterly, me complace volver a verla en circunstancias mucho más agradables que la última vez. Espero que esté bien de salud y que la vida le haya reportado prosperidades.

Hester se mostró sincera, no guiada por ningún propósito sino simplemente porque las palabras le salieron antes de que tuviera tiempo de pensar otra cosa.

– Estoy muy bien, gracias, pero las cosas han prosperado de forma muy moderada. Han muerto mis padres y me veo obligada a ganarme el sustento, pero tengo la suerte de contar con los medios apropiados para hacerlo. Debo admitir, de todos modos, que es duro volver a adaptarse a Inglaterra y a la vida en tiempo de paz: ¡las preocupaciones de la gente en general son tan diferentes! -No dijo nada acerca del mundo de la opulencia: los modales imperantes en los salones, las faldas acartonadas, la importancia que se concedía a la posición social y a las buenas maneras. Hester, aun así, vio que él se lo leía todo en la cara y que seguramente las experiencias que debía de haber vivido habían sido tan parecidas que dar más explicaciones habría sido redundante.

– Por supuesto, por supuesto… -exclamó el oficial con un suspiro soltándole la mano-. Tenga la bondad de sentarse y decirme en qué puedo servirla.

Hester sabía que no podía hacerle perder el tiempo, de momento ya había salvado los preliminares.

– ¿Qué puede decirme acerca del capitán Harry Haslett, al que mataron en Balaclava? Se lo pregunto porque su viuda ha sido víctima recientemente de una muerte trágica. Yo estoy en contacto con su madre, de hecho la he cuidado durante la etapa de desgracia que ha vivido y en la actualidad me ocupo de su tío, un oficial retirado. -En caso de que le hubieran preguntado el nombre de Septimus habría hecho como que no conocía las circunstancias de su «retiro».

El rostro del comandante Tallis se ensombreció inmediatamente.

– Un excelente oficial y uno de los hombres más agradables que he conocido. Las dotes de mando eran una cualidad natural en él, y los hombres lo admiraban por su valor y sentido de la justicia. Tenía sentido del humor y una cierta afición a la aventura, pero no era jactancioso. Jamás corría riesgos innecesarios. -Sonrió con profunda tristeza-. Creo que amaba más la vida que la mayoría y amaba mucho a su esposa: en realidad él no habría escogido la carrera militar y, si la abrazó, fue porque le proporcionaba los medios necesarios para mantener a su esposa al nivel que él deseaba y para complacer a su suegro, sir Basil Moidore. Por lo que tengo entendido le compró la graduación militar como regalo de boda y después vigiló con gran interés la evolución de su carrera. ¡Qué tragedia tan irónica!