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A Fenella se le atragantó el bocado de huevo que tenía en la boca y le entró un espasmo de tos. Pero nadie le hizo el menor caso.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Septimus clavando la vista al frente con mirada desolada y sin un parpadeo. Habría sido imposible leer sus pensamientos.

Cyprian cerró los ojos como si quisiera borrar el mundo que lo rodeaba y todas sus facultades se concentrasen en un torbellino que bullía en su interior.

Araminta estaba blanca como la cera, el rostro extrañamente hierático.

A Myles Kellard se le derramó el té que acababa de llevarse a los labios y que formó una mancha sobre el mantel, un dibujo oscuro e irregular que iba extendiéndose sobre la tela. Daba la impresión de que estaba furioso y aturullado.

– ¡Vaya! -estalló Romola con el rostro cubierto de rubor-. ¡Qué mal gusto y qué falta de sensibilidad hablar de una cosa así! ¿Se puede saber qué le importa a usted esto, señorita Latterly? No hay nadie que quiera que se lo recuerden. Le ruego que salga de la habitación y no le pido otra cosa que esto: no cometa la torpeza de hacer este tipo de comentarios a mi suegra. ¡Hay que ver! ¡Qué estúpida!

Basil estaba palidísimo, tenía un tic nervioso en la mejilla.

– No se puede remediar -dijo en voz muy baja-. Es preciso proteger a la sociedad y a veces con métodos muy radicales. Y ahora me parece que podríamos dar el tema por concluido y seguir con nuestra vida como normalmente. Señorita Latterly, no vuelva a hablar otra vez del tema. Le ruego que se lleve la mermelada o lo que haya venido a buscar y se lo sirva a lady Moidore para que pueda desayunar.

– Sí, sir Basil -repuso Hester, obediente. Los rostros de todos habían quedado reflejados en su mente como en un espejo, había visto en ellos dolor, lo irrevocable del destino, una pátina de sombra que se proyectaba sobre todas las cosas.

Capítulo 11

Dos días después de la ejecución de Percival a Septimus Thirsk le dio un ligero acceso de fiebre, no lo bastante alta para hacer temer que pudiera tratarse de una enfermedad seria, pero lo suficiente para que se sintiera mal y tuviera que permanecer recluido en su cuarto. Beatrice, que había continuado reteniendo a Hester más para que le hiciera compañía que porque tuviera verdadera necesidad de utilizar sus servicios profesionales, le ordenó que se ocupara inmediatamente de él, se procurase el medicamento que considerase aconsejable en su caso e hiciera todo lo necesario para aliviar sus dolencias y contribuir a su recuperación.

Hester encontró a Septimus en la cama de su espaciosa y aireada habitación. Las cortinas estaban descorridas y dejaban ver que aquél era un desapacible día de febrero, el aguanieve azotaba los cristales de las ventanas como si fuera metralla y el cielo era tan bajo y plomizo que parecía envolver los tejados. La habitación de Septimus estaba atiborrada de recuerdos militares, grabados de soldados vestidos de uniforme, oficiales de la caballería montada y, cubriendo toda la pared oeste, colocada en lugar de honor y sin nada más que la flanqueara, una soberbia pintura de la carga de los Royal Scots Greys en Waterloo, los caballos con los ollares dilatados, las blancas crines ondeando al viento entre nubes de humo y, detrás de ellos, todo el ímpetu de la batalla. Sintió que el corazón se le encogía y que se le formaba un nudo en el estómago al contemplar aquella imagen. Era tan real que le parecía oler el humo de las armas y oír el retumbar de los cascos, los gritos de los soldados y el entrechocar de los aceros; hasta notaba el sol que le quemaba la piel y el cálido olor de la sangre que se le metía por la nariz y le invadía la garganta.

Después ya sólo quedaría el silencio en la hierba, los cadáveres a los que aguardaba la sepultura o los pájaros carroñeros, un trabajo interminable, desamparo y los pocos y repentinos destellos de la victoria cuando se conseguía que alguien sobreviviera a pesar de aterradoras heridas o encontrara algún alivio a sus dolores. Aquel cuadro tenía tanta vida que, al verlo, Hester sintió que le dolía todo el cuerpo con el recuerdo del agotamiento y el miedo, la piedad, la ira y el regocijo.

Al mirar a Septimus vio que tenía los ojos de un azul desleído fijos en ella y en aquel instante circuló entre los dos una corriente de comprensión tan poderosa como no podía existir en ninguna otra persona de la casa. Septimus sonrió muy lentamente, su mirada era dulce, casi radiante.

Hester titubeó para no romper el momento y, cuando se desvaneció por el curso natural de las cosas, se le acercó e inició la simple rutina que exigía su labor de enfermera: le hizo preguntas, le tocó la frente, le tomó el pulso en la huesuda muñeca, le palpó el abdomen para ver si le dolía, auscultó atentamente su respiración superficial, como buscándole un revelador jadeo dentro del pecho.

Septimus tenía la piel enrojecida, seca y un poco áspera, los ojos muy brillantes pero, aparte de un ligero resfriado, no encontró en él ningún síntoma realmente grave. Sin embargo, unos días de atenciones podían hacer más por él que cualquier medicación y Hester estaba satisfecha de poder dispensárselas. A Hester le gustaba Septimus, pero había podido percatarse de que el resto de la familia lo tenía en muy poco y lo miraba con aires de superioridad.

Él la observó con expresión enigmática y ella pensó de repente que aunque le diagnosticara una pulmonía o tisis no por esto Septimus se habría asustado, quizá ni se inmutaría. Hacía mucho tiempo que Septimus había aceptado que la muerte tiene que llegarnos a todos un día u otro y había tenido ocasión de comprobar muchas veces su realidad, tanto a través de la violencia como de la enfermedad. No tenía un desmedido interés en seguir prolongando su vida. Era un pasajero, un huésped en casa de su cuñado, tolerado pero no necesario. Él era un hombre que había nacido y se había preparado para luchar, para ofrecer protección a los demás, para servirlos. Era la finalidad de su vida.

Hester lo tocó muy suavemente.

– Sólo es un resfriado un poco fuerte pero, si se cuida, pasará sin dejar secuela. Me quedaré un rato con usted sólo para asegurarme. -Vio que a Septimus se le iluminaba la cara, pero también vio que estaba muy acostumbrado a la soledad. Se había convertido para él en algo así como ese dolor en las articulaciones que uno intenta paliar moviéndose un poco, tratando de olvidarlo, pero no consiguiéndolo siempre. Hester le sonrió para indicarle que había establecido con él una conspiración rápida e inmediata-. Así podremos hablar.

Septimus le devolvió la sonrisa y ahora le brillaron los ojos porque se sentía feliz, olvidado de la fiebre.

– Hace bien quedándose -accedió-, no vaya a ser que cambie a peor. -Y tosió de forma un poco exagerada, en la que Hester pudo distinguir el dolor de un pecho congestionado.

– Voy a bajar a la cocina para prepararle un poco de leche y una sopa de cebolla -le explicó con viveza.

El hombre puso cara larga.

– Le sentará muy bien -le aseguró ella-, de veras que es muy sabrosa. Y mientras usted se la toma le contaré mis experiencias… y después usted me contará las suyas.

– ¡Si es así -dijo él haciendo una concesión-, incluso me tomaré la leche y la sopa de cebolla!

Hester se pasó el día entero con Septimus e incluso se llevó una bandeja para comer en su cuarto, en silencio, sentada en la butaca de un rincón de la habitación mientras él se pasaba toda la tarde durmiendo como un lirón. Cuando se despertó, Hester fue a buscarle más sopa, esta vez de puerros y apio mezclados con puré de patata en una masa espesa. Así que se la hubo comido, se quedaron sentados el resto de la tarde hablando de lo mucho que habían cambiado las cosas desde los tiempos en que él frecuentaba los campos de batalla. Hester le habló de los grandes conflictos de que había sido testigo desde posición privilegiada y después Septimus le refirió las desesperadas cargas de caballería en las que había tomado parte en la guerra afgana de 1839 a 1842, y más tarde en la conquista del Sind, ocurrida un año después, así como en las posteriores guerras de los sijs de mediados de la década. Hablaron de interminables emociones, habían visto y temido las mismas cosas, habían sentido el salvaje orgullo mezclado de horror que comporta la victoria, los dos sabían de llantos y de heridas, de la belleza del coraje y de la temible y elemental indignidad que es resultado del desmembramiento y de la muerte. Y Septimus contó a Hester muchas cosas sobre aquel magnífico continente que era la India y le habló de sus gentes. También recordaron juntos las risas y la camaradería, los absurdos y la intensidad de los momentos sentimentales, los rituales del regimiento con su esplendor, a primera vista propios de una farsa: candelabros de plata y vajillas de cristal tallado y de porcelana para los oficiales en las cenas de la víspera de la batalla, uniformes escarlata, galones dorados, cobres relucientes como espejos…