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Monk no le echó en cara su indignación ni su odio. Estaban más que justificados… pero si no del todo, por lo menos en parte, desencaminados. Habría sido más justo que le hubiera echado en cara su incompetencia.

– Yo tenía la prueba material -dijo Monk lentamente-, pero no lo detuve. Me negué a detenerlo y por eso me echaron.

– ¿Cómo dice? -Percival se quedó confundido, como si no acabara de creer lo que le decía.

Monk se lo repitió.

– Pero ¡por el amor de Dios! ¿Por qué? -Percival lo dijo con dureza en la voz, sin ablandarse. Monk lo comprendía: ya había traspasado el umbral de la postrera esperanza, tal vez no quedaba en él espacio alguno para concesiones. A lo mejor, de no haberse sentido tan indignado, se habría desmoronado y se habría dejado vencer por el terror; la oscuridad de la noche habría sido insoportable sin la llama del odio.

– Pues porque no creo que usted la matara -replicó Monk.

Percival se echó a reír con ganas, sus ojos negros y acusadores se clavaron en él. Pero no dijo nada, se limitó a mirarlo fijamente, impotente pero consciente de la verdad.

– Sin embargo, aunque yo siguiera llevando el caso -prosiguió Monk con voz tranquila-, tampoco sé qué haría, porque no tengo ni la más mínima idea de quién lo hizo. -Era una flagrante admisión de fracaso y, estupefacto, se oyó reconocérselo nada menos que ante Percival. Pero sabía que lo menos que debía a aquel hombre era la sinceridad.

– ¡Muy impresionante! -dijo Percival con sarcasmo, aunque su rostro reflejó un brillo fugaz, tan efímero como un rayo de sol que se filtrase a través de los árboles al moverse una hoja y desapareciese después-. Pero como usted ya no está en la casa y todo el mundo está muy ocupado encubriendo sus propias debilidades, vencido por sus penas o en deuda con sir Basil, jamás podremos saber quién fue el culpable, ¿verdad?

– Sabemos que Hester Latterly no fue -Monk lamentó al momento haberlo dicho. Percival podía tomárselo como una esperanza, lo cual no dejaba de ser ahora una ilusión y suponía una indecible crueldad.

– ¿Hester Latterly? -Por un instante Percival pareció confuso, pero de pronto se acordó de ella-. ¡Ah, sí! Esa enfermera tan eficaz… una mujer que te intimida… ¡Sí, en esto tiene usted razón! Supongo que es tan virtuosa que da asco. Ni sonreír sabe, ya no digamos reír, no creo que ningún hombre la haya mirado en la vida -dijo con agresividad-. Se venga de nosotros dedicándose a atendernos cuando nos encontramos en nuestro momento más vulnerable y más ridículo.

Monk sintió un profundo acceso de rabia ante aquel prejuicio cruel e irreflexivo, pero se fijó en el rostro demacrado de Percival y recordó dónde estaba y por qué y su indignación se desvaneció como la llama de una cerilla en un mar de hielo. ¿Y si Percival necesitaba ahora hacer daño a alguien, aunque fuera remotamente? Él sí que iba a sufrir un daño: la pena máxima.

– Esta señorita fue a trabajar a la casa por orden mía -explicó Monk-. Es amiga mía. Quise tener a una persona dentro de la casa para que observara cosas que nosotros no podíamos ver y que al mismo tiempo pasara inadvertida.

La sorpresa de Percival surgió del enorme hueco profundo que había dentro de él, un paraje en el que sólo existía el lento e incansable tictac del reloj que iba contando el tiempo que le faltaba para el último paseo, la capucha, la cuerda del verdugo alrededor del cuello y el desgarrador derrumbamiento que abriría la puerta al dolor y al olvido.

– Pero no se enteró de nada, ¿verdad? -Por vez primera se le quebró la voz y perdió el control.

Monk se odió por haber ofrecido a Percival aquel resquicio de esperanza que no era tal sino más bien una puñalada.

– No -dijo rápidamente-, de nada que pueda servir de ayuda, sólo un surtido de pequeñas debilidades triviales y feas. También sabemos que lady Moidore está convencida de que el asesino sigue en la casa y que casi sin duda alguna es una persona de la familia, aunque tampoco ella tiene idea de quién pueda ser. Percival se apartó y escondió la cara.

– ¿Por qué ha venido?

– No lo sé muy bien. Tal vez sólo para no dejarlo solo o para que no se figure que todos lo creen culpable. No sé si le sirve de algo, pero tiene derecho a saberlo y ojalá sea para usted un consuelo.

Percival dio rienda suelta a toda una retahíla de palabrotas y no paró de lanzar juramentos y de repetirlos hasta quedar agotado y comprender lo inútil que era decirlos. Cuando por fin calló, Monk ya se había marchado y la puerta de la celda volvía a estar cerrada con llave, pero a través de las lágrimas y del rostro, del que había huido la sangre, se entreveía un pequeño rayo de gratitud que se había escapado de uno de aquellos apretados y terribles nudos que se habían formado en su interior.

La mañana en la que colgaron a Percival, Monk estaba ocupado en resolver el caso de un cuadro robado, probablemente sustraído y vendido por un miembro de la propia familia para enjugar una deuda de juego. Pero a las ocho en punto se paró un momento en la acera de Cheapside y se quedó inmóvil bajo el viento helado en medio de la barahúnda de vendedores ambulantes, mercachifles callejeros que ofrecían cordones de zapatos, cerillas y otras baratijas, un deshollinador con la cara tiznada que transportaba una escalera y dos mujeres que regateaban el precio de una pieza de tela. Oía a su alrededor la cháchara y el parloteo de quienes no pensaban en lo que ocurría en Newgate Yard. Se había quedado inmóvil con una sensación de situación irrevocable y de pérdida lacerante, no ya sólo por Percival individualmente, pese a que sentía dentro de sí el terror y la rabia del hombre que veía cómo se agotaba el pábilo de su vida. Percival no le gustaba, pero había sido consciente de su vitalidad, de la intensidad de sus sentimientos y pensamientos, de su identidad. Lo peor era, sin embargo, que hubiera fallado la justicia. En aquel momento en que se abría la trampilla y el dogal se tensaba de una sacudida, se cometía otro crimen. Había sido impotente para impedirlo, pese a todos los esfuerzos y el empeño que había puesto, pero la muerte de Percival no había sido la única pérdida ni necesariamente la principal. Toda la ciudad de Londres había quedado rebajada, tal vez toda Inglaterra, porque la ley que habría debido ser instrumento de protección había sido en cambio instrumento de muerte.

Hester estaba de pie en el comedor. Justo a aquella hora había ido a buscar a la mesa un poco de confitura de albaricoque para completar la bandeja de Beatrice. No sabía si ponía en riesgo su puesto de trabajo obrando de aquella manera, no sabía si lo perdería y sería despedida, pero quería ver qué cara ponían los Moidore en el momento en que colgaban a Percival y asegurarse de que todos sabían exactamente qué hora era.

Al pasar por delante de Fenella se excusó. Pese a que era temprano, la viuda ya estaba levantada y al parecer se proponía ir a dar un paseo a caballo por el parque. Hester puso unas cucharaditas de mermelada en un plato.

– Buenos días, señora Sandeman -dijo con voz monocorde-. Espero que tenga un agradable paseo. Hará mucho frío en el parque tan temprano, aunque ya ha salido el sol. Todavía no se habrá fundido la escarcha. Faltan tres minutos para las ocho.

– ¡Qué precisión la de usted! -dijo Fenella con una sombra de sarcasmo-. ¿Será porque es enfermera y hay que hacerlo todo a la hora exacta, siguiendo una rutina estricta? Hay que tomarse el medicamento justo cuando el reloj dé la hora, de lo contrario no surtirá el efecto deseado. ¡Qué aburrimiento! -Se rió ligeramente, una risita burlona que sonó como un campanilleo.

– No, señora Sandeman -dijo Hester con voz muy clara-. Lo sé porque dentro de dos minutos colgarán a Percival. Tengo entendido que son muy puntuales, aunque no entiendo por qué. No veo que tenga tanta importancia la exactitud, pero parece que es una especie de ritual.