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»Antes me figuraba que Minta no sabía que Myles había violado a la sirvienta, pero ahora pienso que a lo mejor sí lo sabe. Y quizá sabía también que le gustaba mucho Octavia. Myles es muy vanidoso, se figura que todas las mujeres están locas por él. -Sonrió torciendo los labios hacia abajo, un gesto curiosamente expresivo-. Muchas lo están, todo hay que decirlo, porque es un hombre guapo y simpático. Pero no gustaba a Octavia y esto él no lo podía digerir. A lo mejor se había propuesto hacerla cambiar de parecer. Hay hombres que encuentran justificable la fuerza bruta, ¿sabe?

Miró a Hester y movió negativamente la cabeza.

– No, ya se nota que no lo sabe… usted es soltera. Perdone que me haya mostrado tan grosera, espero no haberla ofendido. Creo que todo es cuestión de gradación y me parece que Myles y Octavia tenían una opinión muy diferente al respecto.

Se quedó en silencio un momento, después se ciñó más la bata al cuerpo y se levantó.

– Hester, tengo mucho miedo. Es posible que el culpable sea una persona de mi familia. Monk se ha ido y nos ha dejado. Probablemente no llegaré a saberlo nunca. No sé qué es peor, si ignorar lo que pasó e imaginarlo todo o saberlo y ya no poder olvidarlo nunca, pero sentirse indefensa para ponerle remedio. ¿Y si el culpable sabe que yo lo sé? ¿Me asesinará a mí entonces? ¿Cómo podremos vivir así un día tras otro?

Hester no respondió nada. No podía ofrecerle consuelo pero tampoco quería subvalorar la desgracia tratando de encontrar algo que decir.

Pasaron otros tres días antes de que la venganza de los criados comenzara realmente a funcionar y de que Fenella la advirtiera y se quejara de ella a Basil. Casualmente Hester oyó gran parte de la conversación, ya que se había transformado en un ser tan invisible como el resto de los criados y ni Basil ni Fenella notaron su presencia al otro lado del arco del invernadero desde el salón donde se encontraban hablando. Hester había llegado hasta allí porque aquel lugar marcaba el límite máximo del paseo que podía permitirse. También estaba autorizada a servirse de la salita de las sirvientas, donde solía leer, pero corría el riesgo de encontrar allí a Mary o a Gladys y de tener que darles conversación u ofrecerles una explicación que justificase el cariz intelectual de sus lecturas.

– Basil -dijo Fenella al entrar, echando chispas de indignación-. Tengo que quejarme de los criados de esta casa. Me parece que no te has dado cuenta pero, desde que se celebró el juicio del maldito lacayo, el nivel de eficiencia del servicio ha bajado considerablemente. Son ya tres días seguidos que me sirven el té prácticamente frío. La imbécil de la doncella me ha perdido mi mejor salto de cama, todo de blonda por cierto. Dejan que se apague la chimenea de mi cuarto sin atenderla y te juro que aquello parece un depósito de cadáveres. Ya no sé qué ponerme encima cuando estoy en mi cuarto, pero te aseguro que estoy muerta de frío.

– Una situación muy propia de un depósito de cadáveres -dijo Basil secamente.

– ¡Déjate de chistes! -le soltó Fenella-. No le veo la gracia, la verdad. No entiendo cómo lo aguantas. Antes no eras así. Tú eras la persona más exigente que había conocido en mi vida, más aún que papá.

Desde el sitio donde estaba Hester veía a Fenella de espaldas, pero veía perfectamente la cara de Basil. Su expresión había cambiado, se había hecho más adusta.

– Estoy a su mismo nivel -dijo Basil fríamente-. No sé a qué te refieres, Fenella. A mí me han traído el té echando humo, en la chimenea de mi cuarto tengo un fuego hermosísimo y en todos los años que llevo viviendo en esta casa nunca me ha faltado una sola prenda de ropa.

– La tostada que me han traído en la bandeja del desayuno estaba dura -prosiguió Fenella-. No me han cambiado la ropa de la cama y, cuando me he quejado con la señora Willis, me ha salido con una sarta de excusas absurdas y no me ha hecho ni caso. No tienes autoridad en esta casa, Basil, yo esto no lo toleraría. Ya sé que no eres como papá, pero lo que no podía imaginar era que te abandonases así y dejases que todo se degradase como se está degradando.

– Si no te gusta vivir en esta casa, cariño -le dijo con agresividad en el tono de voz-, no tienes más que buscarte otro sitio que se acomode más a tus preferencias y dirigirlo según te venga en gana.

– No esperaba que me dijeras otra cosa -le replicó ella-, pero no vayas a creer que te va a costar tan poco echarme a la calle en estos momentos. Hay demasiadas personas que tienen los ojos puestos en ti. ¿Qué van a decir? «¡Vaya con sir Basil!, con lo distinguido y rico que es, ese noble sir Basil al que todo el mundo respeta ha echado de su casa a su hermana viuda.» Dudo que me eches, cariño, lo dudo mucho. -Hizo una mueca de desprecio-. Siempre quisiste vivir a la altura de papá, incluso pretendías superarlo. Te importa mucho lo que la gente piensa de ti. Supongo que por eso odiabas tanto al padre del pobre Harry Haslett cuando ibais a la escuela. Él hacía sin esfuerzo lo que a ti te costaba Dios y ayuda hacer. Está bien, ahora ya tienes lo que querías: dinero, fama, honores. No vas a estropearlo todo poniéndome de patitas en la calle. ¿Qué parecería? -Soltó una desagradable carcajada-. ¿Qué diría la gente? Lo que tienes que hacer es obligar a que tus criados cumplan con su deber.

– Oye, Fenella, ¿no se te ha ocurrido pensar que, si te tratan de esta manera es porque tú, al declarar como testigo, expusiste sus trapos sucios para sacar partido de la situación? -Su rostro reflejó todo el asco y la repugnancia que sentía y también la satisfacción que le producía herirla-. Quisiste hacer una exhibición y esto los criados no lo perdonan.

Fenella irguió su figura y Hester imaginó que se le habían subido los colores a la cara.

– ¿Vas a hablar con ellos o no? ¿Vas a dejar que hagan lo que se les antoje?

– Ellos aquí hacen lo que se me antoja a mí, Fenella -dijo bajando la voz-, como todo el mundo. No, no pienso hablar con ellos. Me gusta que se hayan vengado de ti. En lo que a mí concierne, están en libertad de continuar haciendo lo mismo. Tendrás el té frío, el desayuno quemado, la chimenea apagada y seguirán extraviándote prendas de ropa todo el tiempo que quieran.

Estaba demasiado furiosa para poder hablar. Soltó un suspiro de rabia, giró sobre sus talones y salió como una tromba, con la cabeza alta y mucho crujir de faldas, balanceándose de un lado a otro con tal ímpetu que arrastró con el vuelo un objeto que adornaba una mesita auxiliar, el cual fue a estrellarse contra el suelo y quedó hecho añicos.

Basil no pudo reprimir una sonrisa de profunda satisfacción.

Monk ya había recibido dos pequeños encargos desde que anunciara sus servicios como detective privado dispuesto a realizar pesquisas de asuntos que cayeran fuera del ámbito policial o a proseguir casos de los que la policía se había retirado. Uno hacía referencia a una cuestión de propiedad y le representó una recompensa muy escasa, salvo la de contestar rápidamente al cliente y unas pocas libras que le aseguraron la subsistencia durante una semana más. El segundo encargo, del que se ocupaba en aquellos momentos, exigía una mayor participación y prometía más variedad y un seguimiento más intenso, y posiblemente el interrogatorio de varias personas, arte en el que su habilidad descollaba de manera natural. Estaba relacionado con una joven que había tenido un matrimonio desgraciado y cuya familia había perdido su rastro. Ahora sus familiares deseaban localizarla y restablecer la relación que se había roto. Llevaba bien el caso pero, después del resultado que se había producido a raíz del juicio de Percival, Monk estaba muy deprimido y furioso. No había esperado otra cosa, pero hasta el último momento había alimentado una persistente esperanza y más al enterarse de que Oliver Rathbone intervenía en el caso. Con respecto a Rathbone experimentaba sentimientos ambivalentes: por un lado veía en él unas facetas personales que encontraba particularmente irritantes, pero no abrigaba reservas en la admiración de sus cualidades profesionales ni tampoco dudas en lo que se refería a su dedicación.