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– A usted le habría gustado Harry Haslett -dijo Septimus con profunda y resignada tristeza-. Era el hombre más agradable de este mundo, poseía todas las cualidades que se esperan de un amigo: honor sin pompa alguna, generosidad sin aires de superioridad, humor sin malicia y valor pero no crueldad. Octavia lo adoraba. El mismo día que la asesinaron había hablado de él con pasión, como si su muerte siguiera siendo un hecho reciente en sus pensamientos. -Septimus sonrió y levantó los ojos al techo, parpadeando un poco para ocultar las lágrimas.

Hester le buscó la mano y la retuvo entre las suyas. Fue un gesto natural, absolutamente espontáneo y él así lo entendió sin necesidad de que mediaran palabras. Los dedos huesudos de Septimus oprimieron los de Hester y los dos se quedaron varios minutos en silencio.

– Iban a mudarse de casa -dijo finalmente, así que su voz estuvo bajo control-. Octavia era muy diferente de Araminta. Ella quería tener casa propia, le preocupaba muy poco la posición social que comportaba ser la hija de sir Basil Moidore o de vivir en Queen Anne Street con todos sus carruajes y su servicio, sus embajadores a la hora de cenar, sus miembros del Parlamento y sus príncipes extranjeros. Usted, claro, no ha sido testigo de estas ceremonias porque ahora la familia está de luto por la muerte de Octavia, pero antes era completamente diferente. Casi cada semana había una celebración especial.

– ¿Será por esto que Myles Kellard se ha quedado? -preguntó Hester, comprendiendo de pronto los motivos.

– Por supuesto -admitió él con una leve sonrisa-. ¿Cómo iba a mantener este nivel pagándoselo de su bolsillo? De todos modos, por desahogada que sea su situación, no puede compararse con la riqueza ni el rango social de Basil. Y Araminta se lleva muy bien con su padre. Myles no ha tenido nunca muchas posibilidades, aunque tampoco creo que las desee. Aquí tiene lo que no tendría en ningún otro sitio.

– Salvo la dignidad de ser amo de su propia casa -dijo Hester-, la libertad de tener opiniones propias, de entrar y salir sin tener que guardar deferencias con nadie y de escoger a sus amigos de acuerdo con sus gustos y emociones.

– ¡Oh, hay que pagar un precio! -admitió Septimus con ironía-. Y a veces bastante alto.

Hester frunció el ceño.

– ¿Y la conciencia? -dijo con voz suave, sabedora de que emprendía un camino erizado de dificultades y de trampas para ambos-. Si uno vive a costa de la liberalidad de alguien, ¿no corre el riesgo de comprometerse tan estrechamente que se doblega a cumplir unas obligaciones y acaba absteniéndose de hacer lo que quiere?

La miró con ojos entristecidos. Hester lo había afeitado y se había dado cuenta de lo fina que tenía la piel. Parecía más viejo de lo que era realmente.

– Usted piensa en Percival y en el juicio, ¿no? -Aquello no era una pregunta.

– Sí… mintieron, ¿verdad?

– ¡Claro! -admitió él-, aunque quizá lo hicieron involuntariamente. Por una razón u otra, dijeron lo que más les favorecía. Habría que ser muy valiente para desafiar intencionadamente a Basil. -Movió ligeramente las piernas para estar más cómodo-. No creo que nos echara a la calle, pero nos haría la vida más insoportable de día en día: inacabables restricciones, humillaciones, leves rasguños en la sensible piel de nuestros pensamientos. -Miró la gran pintura que estaba al otro lado-. Cuando uno depende de alguien se vuelve extremadamente vulnerable.

– ¿Octavia tenía intención de marcharse? -le preguntó Hester al cabo de un momento.

Septimus volvió al momento presente.

– ¡Oh, sí! Ella estaba dispuesta, pero Harry no tenía el dinero suficiente para ofrecerle la vida a la que ella estaba acostumbrada, detalle que Basil no dejó de señalarle. Era un hijo menor, ¿comprende? No había heredado, pese a que su padre tenía una posición desahogada. Su padre había ido a la misma escuela que Basil. La verdad es que creo que Basil era su fag, un alumno joven que sirve casi como un esclavo a otro más veterano. No sé si está al corriente de esta tradición en nuestras escuelas.

– Sí -reconoció Hester, pensando en sus hermanos.

– James Haslett era un hombre notable -dijo Septimus, pensativo-, muy dotado en muchos aspectos, un hombre realmente encantador, aparte de ser un buen atleta, un músico excelente y un poeta menor y de tener una mente privilegiada. Físicamente era un hombre con una abundante mata de pelo y una sonrisa seductora. Harry se le parecía mucho. Pero el hombre dejó su propiedad a su hijo mayor, como es natural. Todo el mundo hace lo mismo.

La voz de Septimus adquirió un tono amargo.

– De haberse marchado de la casa de Queen Anne Street, Octavia habría tenido que aceptar una vida mucho más modesta. Y si hubiesen tenido hijos, ya que los dos los deseaban, las restricciones financieras todavía habrían sido más acentuadas. Octavia habría tenido que acomodarse a una reducción importante de gastos y esto era algo que Harry no podía tolerar.

Volvió a cambiar de postura para ponerse más cómodo.

– Basil insinuó que podía hacer carrera en el ejército y se ofreció a pagarle la graduación de oficial, y lo hizo. Harry era militar por naturaleza, poseía dotes de mando y los hombres lo apreciaban. Él no aspiraba a aquello, y además era una profesión que implicaba largas separaciones… Aunque eso era lo que Basil pretendía, supongo. Al principio incluso se opuso a la boda debido a la antipatía que le inspiraba James Haslett.

– ¿O sea que Harry aceptó que le pagase la graduación a fin de labrarse un futuro y conseguir que Octavia tuviera su propia casa? -Hester ya se había hecho una idea exacta del caso. Había conocido a tantos oficiales jóvenes que se imaginaba a Harry Haslett como un compendio del centenar que había tenido ocasión de tratar: militares de todo pelaje, curtidos por victorias y derrotas, actos de valentía y de desesperación, de triunfo y de agotamiento. Era como si lo hubiera conocido, como si comprendiera sus sueños. Ahora Octavia había cobrado para ella más realidad que Araminta, que en este momento estaba en el saloncito de la planta baja tomando el té y dando conversación, o que Beatrice, encerrada en su dormitorio y sumida en sus temores y cavilaciones, e inconmensurablemente más que Romola, dedicada a sus hijos y supervisando a la nueva gobernanta en la habitación destinada a clase.

– ¡Pobre chico! -dijo Septimus como si hablase consigo mismo-. Era un oficial brillante… que no tardó en ascender. Pero lo mataron en Balaclava. Octavia ya no volvió a ser la misma, la pobre. Cuando recibió la noticia, todo su mundo se vino abajo. Fue como quedarse a oscuras. -Se sumió en silencio, absorto en los recuerdos de aquella época, anonadado por el dolor y el largo y gris espacio de tiempo que se extendía a continuación.

Hester no podía ayudarle con palabras y tuvo la prudencia de no intentarlo. Las palabras de alivio sólo habrían paliado un poco el dolor. En cambio, se propuso que se sintiera físicamente más cómodo y dedicó las horas siguientes a conseguirlo. Fue a por ropa limpia y le cambió las sábanas mientras él esperaba sentado en la silla del tocador, arropado y abrigado. Después fue a buscar agua caliente con el aguamanil grande, llenó la jofaina y lo ayudó a lavarse para que se sintiera más a gusto. A continuación fue a la lavandería a buscar una camisa de dormir limpia y, cuando tuvo a Septimus otra vez metido en la cama, volvió a la cocina y le preparó una comida ligera. Después de esto Septimus se encontró en condiciones óptimas para dormir más de tres horas de un tirón.

Se despertó considerablemente recuperado y se mostró tan agradecido con Hester que ésta se sentía azorada. Después de todo, ésta había sido la primera vez que Hester había desempeñado de verdad las funciones profesionales por las cuales percibía un salario de sir Basil.

El día siguiente Septimus se encontraba tan bien que Hester estuvo en condiciones de atenderlo a primera hora de la mañana, después de lo cual pidió permiso a Beatrice para ausentarse de Queen Anne Street durante toda la tarde, prometiéndole que regresaría a tiempo para dejar a Septimus preparado para la noche y le administraría un medicamento ligero que le permitiera descansar.