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»¡Qué pesadilla! Pero ¿quién puede ser? Yo todavía no lo sé. El escándalo los salpicará a todos. Tanto pudo haber sido Cyprian y Romola como sólo Cyprian. Es un hombre corpulento, lo bastante fuerte para sacar a Octavia del estudio, suponiendo que el hecho ocurriera allí, y después subir el cuerpo a su habitación y dejarlo tendido en la cama. Ni siquiera corría el riesgo de despertar a nadie, puesto que su habitación se encuentra al lado de la habitación de Octavia.

Era una posibilidad terriblemente inquietante. En la imaginación de Hester se perfiló con precisión el rostro de Cyprian, con aquellos rasgos suyos que denotaban inteligencia y optimismo pero a la vez capacidad para el sufrimiento. Cuadraba en él que quisiera ocultar el acto que había cometido su hermana, dejar a salvo su buen nombre y procurar que llorasen su muerte y la enterrasen en tierra sagrada.

Pero entretanto habían colgado a Percival.

– ¿Es posible qué Cyprian sea tan débil como para permitir tal cosa, sabiendo que Percival no era culpable? -dijo Hester levantando más la voz. Deseaba profundamente poder descartar aquella posibilidad, pero la cesión de Cyprian a la presión emocional de Romola era demasiado clara en sus pensamientos, como lo era también la desesperación momentánea que había vislumbrado en su cara al observarlo sin que él se apercibiera de ello. Y de todos los miembros de la familia, precisamente era él quien parecía lamentar más profundamente la muerte de Octavia.

– ¿Y Septimus? -preguntó Monk.

Podía ser el acto imprudente y misericordioso que Septimus era capaz de realizar.

– No -negó con vehemencia-, no, él no habría permitido nunca que colgaran a Percival.

– Myles sí. -Monk la miró ahora con intensa emoción, expresión desolada y tensa-. Podría haberlo hecho para salvar el nombre de la familia. Su situación está indisolublemente unida a los Moidore, en realidad, depende totalmente de ellos. En cuanto a Araminta, tanto podría haberlo ayudado como no.

Volvió a su memoria el recuerdo de Araminta en la biblioteca y la tensión que había descubierto entre ella y Myles. A buen seguro que Araminta sabía que su marido no había matado a Octavia, pese a estar dispuesta a que Monk creyese que lo había hecho y observase que Myles sudaba de miedo al imaginarlo. Era un tipo de odio muy peculiar el suyo, una mezcla de odio y de poder. ¿Sería un sentimiento alimentado por el horror que ella misma había vivido en la violencia de su noche de bodas o en la violación de Martha la camarera… o en el hecho de haberse convertido todos en unos conspiradores confabulados para ocultar cómo había muerto realmente Octavia, llegando a dejar que colgaran a Percival?

– ¿Y Basil? -apuntó ella.

– ¿O quizás incluso Basil por el buen nombre… y lady Moidore por amor? -dijo Monk-. De hecho, Fenella es la única para la que no encuentro razón ni medios. -Se había quedado pálido y tenía una mirada tal de dolor y remordimiento en los ojos que a Hester le inspiró una intensa admiración por su íntima sinceridad y la propensión a la piedad de la que era capaz pero que rara vez salía a la superficie.

– Por supuesto que no son más que especulaciones -dijo con voz mucho más suave-. No tengo ninguna prueba de nada. Aunque hubiéramos sabido esto antes de que acusaran a Percival, no sé cómo habríamos podido probarlo. Por esto he venido a verlo: deseaba compartir con usted lo que había averiguado.

En el rostro de Monk se reflejó la profunda concentración en que estaba sumido. Hester esperó mientras oía el ruido que hacía la señora Worley trabajando en la cocina, el matraqueo de los cabriolés y de un carro que pasaba por la calle.

– Si Octavia se suicidó -dijo Monk finalmente-, entonces alguien se llevó el cuchillo al descubrir el cuerpo y es de presumir que volvió a dejarlo en la cocina, o quizá se quedó con él, aunque esto parece improbable. En cualquier caso, no parece un acto cometido por una persona presa de pánico. Si volvió a dejar el cuchillo en su sitio… no. -La impaciencia le contrajo el rostro-. Como es evidente, no volvió a dejar el salto de cama. Debieron de esconder las dos cosas en algún sitio que no llegamos a registrar. Y sin embargo, no encontramos rastro alguno de nadie que hubiera salido de la casa entre la hora de su muerte y la hora en la que llamaron al agente de policía y al médico. -La miró, como si quisiese escudriñar sus pensamientos, pese a lo cual continuó hablando-. En una casa donde vive tanta gente y donde las sirvientas se levantan a las cinco de la madrugada, sería difícil salir sin ser visto… o estar seguro de que no te ha visto nadie.

– ¿Podría ser que ustedes no hubieran registrado ciertas habitaciones de la casa? -preguntó Hester.

– Supongo que sí -se le ensombreció la cara ante tan desagradable posibilidad-. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan brutal! Seguramente escondieron en algún sitio el cuchillo y el salto de cama manchados de sangre por si los necesitaban… para comprometer a algún pobre desgraciado. -Monk se estremeció involuntariamente y sintió de pronto un frío repentino que, pese a todo, no tenía nada que ver con el raquítico fuego de la chimenea ni con el aguanieve persistente que estaba cayendo en el exterior y que ya se estaba transformando en nevada.

– Si pudiéramos encontrar el escondrijo -dijo Hester titubeante-, ¿no podríamos saber quién se había servido de él?

Monk se echó a reír, una risa convulsa y dolorida.

– ¿La persona que lo puso en la habitación de Percival detrás de los cajones de la cómoda? No creo que podamos dar por sentado que el escondrijo por sí solo vaya a comprometer a dicha persona.

Hester tuvo la sensación de que estaba desbarrando.

– Por supuesto que no -admitió con voz tranquila-. Entonces, ¿qué podemos buscar?

Monk se sumió en un largo silencio y permaneció a la espera, devanándose los sesos.

– No sé -dijo finalmente y con evidente esfuerzo-. Si se encontrara sangre en el estudio podría ser un detalle revelador puesto que Percival no podría haberla matado en esa habitación. Todo el asunto se reduce a que él se abrió paso hasta su dormitorio, ella se peleó con él para echarlo y el forcejeo la condujo a la muerte… Hester se levantó, ya que había que hacer algo, de pronto se sentía llena de energía…

– Lo miraré. No será difícil…

– ¡Tenga mucho cuidado! -le dijo él con tanto ímpetu que más que hablar pareció ladrar-. ¡Hester!

Ella ya se despedía, excitada porque al fin tenía una idea que llevar a la práctica.

– ¡Hester! -La cogió por el hombro y la apretó con fuerza.

La chica intentó desasirse de Monk, pero no tenía fuerza suficiente.

– ¡Hester… haga el favor de escucharme! -la instó con voz perentoria-. Este hombre, o esta mujer… ha hecho bastante más que ocultar un suicidio. Ha cometido un asesinato lento y deliberado. -Tenía el rostro tenso por la angustia-. ¿Ha visto alguna vez a un ahorcado? Yo sí. Vi a Percival debatirse mientras la red se iba estrechando a su alrededor durante varias semanas y después lo visité en Newgate. Es una muerte terrible.

Hester sintió malestar, pero no por ello se arredró.

– Piense que no tendrán piedad de usted -prosiguió Monk, implacable- si los amenaza en lo más mínimo. De hecho, creo que ahora que usted sabe esto, sería mejor que se despidiera. Escríbales una carta y dígales que ha sufrido un accidente y que no puede volver. Ahora ya no necesitan a una enfermera, pueden arreglarse perfectamente con una camarera. Lady Moidore no la necesita.

– No, no lo haré. -Estaban los dos de pie, casi pecho contra pecho, y se miraban fijamente-. Vuelvo a Queen Anne Street para ver de descubrir lo que le ocurrió realmente a Octavia, y a ser posible quién es culpable y quién fue el causante de que colgaran a Percival. -Se dio cuenta de la enormidad de lo que había dicho, pero Hester no quería dejarse una salida por la cual escapar.

– Hester.